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Otras veces, cuentos y novelas poseen un origen aún más enigmático. Por ejemplo, hay narraciones que nacen de una frase que de pronto se enciende dentro de tu cabeza sin que siquiera tengas muy claro su sentido. Kipling escribió un relato titulado El cautivo que se construyó en torno a esta frase: «Una gran parada militar que nos sirva de preparación para cuando llegue el Apocalipsis». Y el estupendo escritor español José Ovejero llevaba un tiempo bloqueado y sin poder sacar adelante una novela en la que había trabajado durante años cuando, en mitad de un rutinario viaje en avión, y con la intención de salir del atolladero, se dijo a sí mismo: «Relájate y escribe cualquier cosa». E inmediatamente se le ocurrió la siguiente frase: «2001 ha sido un mal año para Miki». No tenía ni idea de quién era Miki ni de por qué había sido un mal año, pero ese pequeño problema de contenido no le amilanó en absoluto. Así nació una novela que se redactó a sí misma a toda velocidad en tan sólo seis meses y que se tituló, como es natural, Un mal año para Miki. A veces tengo la sensación de que el autor es una especie de médium.

A mí también se me iluminó el cerebro en una ocasión con una frase turbia y turbulenta que engendró una novela entera. Estaba viviendo a la sazón en Estados Unidos, en las afueras de Boston, y mi hermana había venido a visitarme. Un amigo nos había invitado a cenar en su casa en la parte antigua de la ciudad. Era un domingo de marzo y la primavera se abría gloriosamente paso entre los jirones del invierno. Fuimos por la mañana en el tren al centro, y comimos sandwiches de queso y nueces en un café, y paseamos por los jardines del Common, y discutimos, como siempre solemos discutir Martina y yo, y les estuvimos echando miguitas de pan a las ardillas hasta que una de ellas dio un golpe de mano y nos arrebató el mendrugo entero con una incursión audaz y temeraria. Fue un domingo hermoso. Por la tarde, Martina decidió que fuéramos andando hasta la casa de mi amigo. Nunca habíamos estado allí y el lugar se encontraba en la otra punta de la ciudad, pero, según el mapa (y Martina se jacta de saber leer mapas), el itinerario era más o menos recto, sin posible pérdida. No puedo decir que la idea de ir a pie hasta allá me hiciera feliz, pero tampoco puedo decir que me opusiera de una manera frontal. Siempre me sucede lo mismo con Martina, hay algo incierto e indefinido entre nosotras, una relación que carece de sentimientos concretos, de palabras precisas. Nos pusimos en camino, pues, mientras el sol caía y la ciudad opulenta empezaba a encenderse a nuestro alrededor como una fiesta. Nos pusimos en camino siempre siguiendo el mapa y el dedo con el que Martina iba marcando el mapa.

Poco a poco, de la manera más insidiosamente gradual, nuestro viaje se pudrió. Cayó el sol, llevándose consigo su pantomima primaveral y entregando el campo de batalla al duro invierno. Hacía frío, cada vez más frío, incluso se puso a lloviznar un aguanieve mezquino que pinchaba en la cara con mordedura de aguja. Al mismo tiempo, y en una evolución tan soterrada y perniciosa como el desarrollo de un tumor, el entorno empezó a descomponerse. Las calles hermosas y ricas del centro de Boston, inundadas por las cataratas de luz de los escaparates, dieron paso a calles más discretas, bonitas, residenciales; y éstas a avenidas de tránsito rápido con almacenes cerrados a los lados; y las avenidas a otras vías más estrechas y más oscuras, ya sin gente, sin tiendas, sin farolas; y luego empezaron a aparecer gasolineras viejas y abandonadas, con roñosos anuncios de lata que el viento hacía girar chillonamente sobre sus ejes; solares polvorientos, carcasas de coches destripados, edificios vacíos con las ventanas cegadas por medio de tablones, aceras rotas y cubos de basura quemados en mitad de la calzada, de una calzada negra y reluciente de lluvia por la que no transitaba ningún coche. Ni siquiera podíamos coger un taxi, porque por aquel corazón de la miseria urbana no circulaba nadie. Nos habíamos metido en el infierno sin darnos cuenta, y por las borrosas esquinas de esa ciudad prohibida se escurrían sombras imprecisas, figuras humanas que sólo podían pertenecer al enemigo, de manera que aterraba mucho más atisbar a algún individuo a lo lejos que atravesar a solas esas calles dolientes.

Yo corría y corría, esto es, caminaba a toda la velocidad que mis pantorrillas y mi pánico me permitían, odiando a Martina, insultando a Martina, llevando a mi hermana detrás, varios pasos rezagada, como la cola de un cometa. Porque ella, que siempre se jacta de ser valiente, quería demostrar a las calles siniestras, a las esquinas sombrías, a las ventanas rotas, que no estaba dispuesta a apresurar la marcha por un mero temblor de miedo en el estómago. Y en el transcurso de la hora interminable que nos llevó cruzar la ciudad apestada hasta alcanzar de nuevo los barrios burgueses y el piso de mi amigo (no nos sucedió nada malo, más allá de mojarnos), se me encendió en algún instante dentro de la cabeza una frase candente que parecía haber sido escrita por un rayo, como las leyes que los dioses antiguos grababan con un dedo de fuego sobre las rocas. Esa frase decía: «Hay un momento en que todo viaje se convierte en una pesadilla»; y esas palabras echaron el ancla en mi voluntad y mi memoria y empezaron a obsesionarme, como el estribillo de una canción pegadiza del que uno no se puede desprender por más que quiera. Hasta el punto de que tuve que escribir toda una novela en torno a esa frase para librarme de ella. Así fue como nació Bella y oscura.

Visto aquel asunto desde hoy, con la perspectiva del tiempo, puedo añadir sensatas y profusas explicaciones, porque la razón posee una naturaleza pulcra y hacendosa y siempre se esfuerza por llenar de causas y efectos todos los misterios con los que se topa, al contrario de la imaginación (la loca de la casa, como la llamaba Santa Teresa de Jesús), que es pura desmesura y deslumbrante caos. Y así, aplicando la razón puedo deducir sin gran esfuerzo que el viaje es una metáfora obvia de la existencia; que por entonces yo me encontraba más o menos cumpliendo los cuarenta (y Martina también: somos mellizas y vertiginosamente distintas) y que probablemente esa frase era una manera de expresar los miedos al horror de la vida y sobre todo a la propia muerte, que es un descubrimiento de la cuarentena, porque, de joven, la muerte siempre es la muerte de los demás. Y sí, seguro que todo esto es verdad y que estos ingredientes forman parte de la construcción del libro, pero sin duda hay más, muchísimo más, que no puede ser explicado sensatamente. Porque las novelas, como los sueños, nacen de un territorio profundo y movedizo que está más allá de las palabras. Y en ese mundo saturnal y subterráneo reina la fantasía.

Regresamos así a la imaginación. A esa loca a ratos fascinante y a ratos furiosa que habita en el altillo. Ser novelista es convivir felizmente con la loca de arriba. Es no tener miedo de visitar todos los mundos posibles y algunos imposibles. Tengo otra teoría (tengo muchas: un resultado de la frenética laboriosidad de mi razón), según la cual los narradores somos seres más disociados o tal vez más conscientes de la disociación que los demás. Esto es, sabemos que dentro de nosotros somos muchos. Hay profesiones que se avienen mejor que otras a este tipo de carácter, como, por ejemplo, ser actor o actriz. O ser espía. Pero para mí no hay nada comparable con ser novelista, porque te permite no sólo vivir otras vidas, sino además inventártelas. «A veces tengo la impresión de que surjo de lo que he escrito como una serpiente surge de su piel», dice Vila-Matas en El viaje vertical. La novela es la autorización de la esquizofrenia.

Un día del pasado mes de noviembre iba conduciendo por Madrid con mi coche; era más o menos la hora de comer y recuerdo que me dirigía a un restaurante en donde había quedado con unos amigos. Era uno de esos días típicos del invierno madrileño, fríos e intensamente luminosos, con el aire limpio y escarchado y un cielo esmaltado de laca azul brillante. Circulaba por Modesto Lafuente o alguna de las calles paralelas, vías estrechas y con obligación de ceder el paso en las esquinas, por lo que no puedes ir a más de cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Así, yendo despacio, pasé junto a un edificio antiguo de dos o tres plantas en el que jamás me había fijado. Sobre la puerta, unas letras metálicas decían: CENTRO DE SALUD MENTAL. Debía de pertenecer a algún organismo público, porque encima había un mástil blanco con una bandera española que se agitaba al viento. Circulaba por delante de ese lugar, en fin, cuando de pronto, sin yo pretenderlo ni preverlo, una parte de mí se desgajó y entró en el edificio convertida en un enfermo que venía a internarse. Y en un fulminante e intensísimo instante ese otro yo lo vivió todo: subió, es decir, subí, los dos o tres escalones de la entrada, con los ojos heridos por el resol de la fachada y escuchando el furioso flamear de la bandera, sonoro, ominoso y aturdidor; y pasé al interior, con el corazón aterido porque sabía que era para quedarme, y dentro todo era penumbra repentina, y un silencio algodonoso e irreal, y olor a lejía y naftalina, y un golpe de calor insano en las mejillas. Esa pequeña proyección de mí misma se quedó allí, en el Centro de Salud Mental, a mis espaldas, mientras yo seguía con mi utilitario por la calle camino del almuerzo, pensando en cualquier futilidad, tranquila e impasible tras ese espasmo de visión angustiosa que resbaló sobre mí como una gota de agua. Pero, eso sí, ahora ya sé cómo es internarse en un centro psiquiátrico; ahora lo he vivido, y si algún día tengo que describirlo en un libro, sabré hacerlo, porque una parte de mí estuvo allí y quizá aún lo esté. Ser novelista consiste exactamente en esto. No creo que pueda ser capaz de explicarlo mejor.

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