Transcurrieron así unas cuatro semanas hasta que un día tuve que ir al cóctel que daba una productora de cine con no sé qué motivo. Estaba atravesando la abarrotada sala con una copa en la mano cuando de pronto se acercó a mí el actor Fernando Rey. «Perdona, Rosa, permíteme que te presente a un amigo», dijo; y de detrás de él emergió M., ruborizado como un colegial. Fue ese rubor el que me perdió. El buen Fernando se esfumó discretamente, rumbo a la muerte que le esperaba veinte años más tarde; y M. y yo nos quedamos mirando el uno al otro con aturdida intensidad, con las orejas ardiendo, sumidos en un pétreo ataque de timidez fatal. De repente, una horrible revelación cayó sobre mí como la lengua ardiente del Espíritu Santo: Pero si es encantador, pensé. Me he equivocado. Balbucimos unas cuantas palabras inconexas en varios idiomas mal hablados. Me pareció entenderle: «¿Qué pasó? ¿Recibiste mi carta? ¿Hice algo mal?», pero me sentí incapaz de explicarle lo que había sucedido, sobre todo porque en ese momento ya no me lo explicaba ni yo misma. «Me lié, me angustié, no sé qué me ocurrió, me sentí mal, lo siento», intenté decir; a saber lo que él comprendió de mi farfullar. Presa de una ansiedad creciente, le propuse que nos viéramos otro día. «Me voy justamente mañana a las once de la mañana», dijo: «Ayer acabamos el rodaje». ¿Y esa misma noche?, aventuré yo, metiendo desesperadamente el pie en el quicio de la puerta que se cerraba. «Nos vamos todo el equipo de la película a cenar fuera de Madrid, a la casa de la sierra del productor, para despedirnos…, pero, si quieres, si terminamos pronto luego puedo llamarte.» Sí quise, claro, y le repetí mi número de teléfono por si lo había perdido, y me fui corriendo a casa a sentarme junto al aparato. Una hora, y dos horas, y tres horas, y cuatro. Y llamó, lo más increíble es que M. llamó. Telefoneó sobre la una de la madrugada para decir que todavía estaba en el campo, en mitad de la cena; y que tenía que tomar el avión por la mañana, y que no íbamos a poder vernos; y yo, recalentada por la espera y por mi propia estupidez, caí en la desmesura de irritarme y de gritarle: «¡Cómo me haces esto!». A lo que él contestó antes de colgar, ya también furioso: «No sé qué puedes querer, después de haber desperdiciado todo un mes». Hoy, muchos años más tarde, tras haber esperado inútilmente tantísimas llamadas que nunca llegaron de hombres a los que yo había tratado con todo mi amor y mi delicadeza, me admira que M. tuviera la decencia de telefonear, a pesar de mi desastroso comportamiento; y sólo por este detalle tiendo a pensar que, en efecto, era o es un buen hombre.
Pero en el momento en que colgué aquel teléfono no pensaba que M. era un buen hombre, sino que era simplemente El Hombre, que es algo muy parecido a una plaga de Egipto, cuando menos en sus efectos devastadores. Fulminantemente enamorada de M. hasta la más recóndita de mis sinapsis neuronales, y hundida en la miseria por mi mala cabeza, que me había hecho perder La Oportunidad, me abalancé sobre la lata de basura y emprendí una búsqueda frenética de esa carta de M. que había tirado desdeñosamente y sin mirar un par de semanas antes. Tal vez deba explicar aquí que, como antes he dicho, yo era medio hippy; que vivía con una amiga y que no nos dedicábamos a ordenar el piso o sacar la basura muy a menudo, cosa que, por otra parte, tampoco era muy grave, porque en casa apenas si comíamos otra cosa que quesos, manzanas o huevos duros; de manera que la basura era un revoltijo más o menos inerte de folios mecanografiados, envolturas de tabletas de chocolate, diversas capas geológicas de posos de café, un mosaico de cáscaras de huevo fragmentadas, decenas y decenas de apestosas colillas, varios paquetes de cigarrillos vacíos y unas cuantas cortezas de queso en distintas etapas de fosilización. Lo removí todo, en fin, lo escruté todo, pero no pude encontrar ni rastro de la carta: se ve que dos semanas era un plazo demasiado largo incluso para nuestra dejadez y que en el entretanto habíamos tirado los desperdicios. Recuerdo aún la desolación de aquella madrugada; o, más bien, la desesperación. Algo escocía por dentro ferozmente, como si me hubiera echado sal en el corazón.
Si antes me había inventado un M. despreciable, a partir de aquella noche me dediqué a imaginar un M. extraordinario. Repasaba una y otra vez en mi cabeza cada uno de sus gestos y sus palabras y extraía peregrinas teorías de esas nimiedades, elucubraciones sobre su carácter, sobre sus emociones, sobre sus sentimientos hacia mí. La pasión, siempre tan obsesiva, me hizo recorrer todas las salas de cine de Madrid buscando sus películas; y menos mal que aún no existían los vídeos, o no hubiera salido de casa durante varios meses. Me angustiaba, sobre todo, nuestra falta de comunicación, y el enorme equívoco que había originado. Estaba empeñada en enmendar la pifia y en demostrarle que, pese a todo, yo podía ser digna de ser amada. Pero para eso necesitaba usar mi arma secreta, esto es, necesitaba hablarle, de modo que me puse a estudiar inglés de manera intensiva. Así fue como aprendí esta lengua que luego me ha sido tan útil: resulta escalofriante pensar que uno se va construyendo un destino con mentecateces semejantes.
A los tres o cuatro meses, sintiéndome ya mínimamente capaz de expresarme, le escribí una apasionada y supongo que delirante carta en inglés que me llevó tres días. Me costó aún mucho más encontrar su dirección, que al fin arranqué de una productora por medio de mentiras. Le envié el escrito, urgente, certificado y con remite, pero no ocurrió nada. Al mes, agobiada, le llamé: también había conseguido el número de teléfono de su representante. M. no estaba. Le dejé recado. No contestó. Volví a telefonear y me confirmaron que le habían dado el mensaje. Tuve que reconocer que me ignoraba.
Entonces me rendí. Tras haber estado seis meses aplicando sobre M. los focos deslumbrantes de la pasión, apagué los reflectores y decidí olvidarle. Me pasé un par de años buscando en otros hombres, sin querer, su mismo color de ojos, unos labios parecidos, su corte de cara; y durante una larga temporada no pude ver una película suya sin que la boca me supiera a metal. Luego todo empezó a perderse en el horizonte hasta ser engullido por la línea del tiempo. M. se convirtió en un recuerdo tan remoto y poco personal como las ruinas de una pirámide maya. Si ya no me reconocía en la chica de veintitrés años que un día fui, ¿cómo iba a poder reconocerle a él, que siempre fue un extraño?
Mucho después, cuando yo ya tenía cuarenta y tantos, me propusieron que le hiciera una entrevista para El País. M. había mantenido una estupenda carrera profesional y acababa de ganar un Oscar como actor secundario. Volé hacia la ciudad en la que reside con una desagradable sensación de inquietud. Yo ya era otra, era una mujer mayor que había conocido la felicidad y el sufrimiento, el éxito y el fracaso, la irreparable muerte de los seres cercanos; era una señora que había vivido con dos hombres y que en la actualidad convivía felizmente con el tercero, era una novelista veterana y una periodista con callos en los oídos de tanto escuchar a los entrevistados. No tenía nada que ver con aquella disparatada muchacha que escapó de la Torre de Madrid, y M., en quien nunca pensaba, no me importaba lo más mínimo. Pero ahí estaba yo con ese ligero y molesto temblor en el estómago, como quien se encuentra en la sala de espera del dentista.
Entré en la suite del hotel en donde se celebraba la entrevista con una coraza de aplomo profesional. Nos dimos la mano cortésmente, nos sentamos en los sillones gemelos tapizados a listas de color grosella, comenzamos la charla. Él, como era de esperar, no me reconoció; yo, como es natural, no dije nada. M. rondaba los sesenta, pero se conservaba bien. Tan bien, de hecho, que sospeché con cierta malignidad alguna intervención de cirugía plástica. Las cosas en la vida, ya se sabe, casi siempre se logran a destiempo; y así, aunque yo ahora dominaba el inglés, ya no estaba interesada en hablarle, sino en escucharle; intenté fomentar su locuacidad, como siempre hago en las entrevistas, y descubrí que, ahora que le entendía, me parecía un hombre introvertido y tímido, razonablemente culto, razonablemente inteligente. Un tipo agradable. El diálogo discurrió con facilidad, sin grandes hallazgos y también sin escollos; pero, a la media hora o así de estar hablando, vi que empezaba a mirarme de una manera un poco rara, con cierta perplejidad, cierta insistencia, ladeando la cabeza como un pavo curioso, como si estuviera arañando en su memoria un vago recuerdo que se le escapara. Hasta que al fin, al terminar la entrevista, cuando corté la grabadora, no pudo evitar hacerme una pregunta directa: «¿Nosotros no nos conocíamos de antes?». Sonreí con incomodidad y creo que incluso enrojecí. «Sí, fue hace muchos años… un verano… en Madrid… cuando usted rodaba la película XXX… cenamos con Pilar Miró y con el director de cine ZZZ…» Vi que M. empezaba también a sonreír mientras iba centrando el recuerdo, mientras se iba acercando a la pequeña luz que acababa de encenderse en el fondo de su cráneo; hasta que, de pronto, se abrió su memoria; y vi que el pasado atravesaba por su cara como la sombra de una nube. El gesto se le crispó y encogió levemente la cabeza entre los hombros, como si quisiera defenderse del amago de un golpe. Y pensé que pensaba: Atiza, la loca. Pero luego, en un vértigo de clarividencia, reflexioné sobre algo en lo que nunca antes había caído, y me pregunté qué memoria guardaría M. de todo aquello; tal vez ahora no estuviera pensando en mí, sino en sí mismo; en ese mes en el que quizá también él desbarrase, en esa carta suya que yo no leí y que pudo ser tan delirante como la mía. Tal vez se acordara de sí mismo y no se reconociera, de la misma manera que yo no me reconocía en aquella chica de veintitrés años, porque ninguno de aquellos yoes remotos formaba ya parte de nuestra narración actual. Fuera lo que fuese, ahí estaba M., absorto y envarado, con sus ojos verdes extrañamente oscurecidos, mirando hacia dentro, hacia el pasado, y lo que veía no le gustaba nada. Así es que se puso en pie con rígidas dificultades de reumático, carraspeó, tragó saliva y, tras despedirse con apresurada y somera cortesía, se lanzó hacia la puerta. Esta vez fue él quien salió huyendo.