Tengo que retroceder aún. Retroceder siempre. Toda huida es siempre una fuga hacia el pasado. El último refugio del perseguido es la lengua materna, el útero materno, la placenta inmemorial donde se nace y se muere.
En medio de la hirviente oscuridad salpicada de luna, me dio el saludo de entrada el portoncito trasero con sus tres chirridos constipados de orín.
– ¿De dónde vienes? -preguntó, indiscreto como siempre.
– De por ahí… De ver cosas…
Eché una larga meada sobre sus costillas de palo para descargar el azufre que me ardía en los riñones, tras las obscenidades que había visto después del ataque de la enorme víbora contra el pequeño tren.
Alcé los ojos y vi el cielo puro y azul. Rodeaba por todas partes a las sierras el Ybytyrusú. Nubéculas de gasa, celajes dorados y verdes, flotaban sobre ellas. La luna apareció de tres cuartos de perfil entre dos cumbres y las revistió de un halo transparente.
– ¿Nadie pudo llegar nunca a las cumbres del Ybytyrusú? -pregunté a mi vez para esquivar el tema.
El portón tardó en responder, intrigado por lo que notaba en mí de extraño.
– Nadie -dijo-. Sus precipicios y abismos están llenos de almas en pena que buscan sus cuerpos destrozados y helados.
– Las sierras sólo desde muy lejos caben en los ojos… No es como tú. A ti te puedo rodear con los brazos -le dije abrazándolo para desagraviarlo del baño de orina.
– La montaña tiene su lugar en el alma. Y es ahí donde está más cerca… -respondió aún ofendido-. Es ahí donde debes verla.
– Yo prefiero verla de lejos. Tapa el horizonte detrás de ella.
– La montaña es un horizonte en lo alto -dijo sentencioso y acatarrado el portón.
– No deja ver el horizonte del Guaira -repliqué.
– La montaña es el horizonte de algo que retrocede sin parar…
Las imágenes se movían conmigo en los bandazos del tren. Las ráfagas de polvo entraban por las ventanillas y empañaban esas historias de vida.
Iba a contarle al portón el fabuloso ataque de la gran víbora contra el tren. Preferí quedar callado. Evitar el cuento de nunca acabar. El portón quiere saber siempre todos los detalles, por escabrosos que sean.
Dentro de muy podo tiempo yo debía alejarme de Iturbe (que entonces no se llamaba todavía Manorá). Dentro de mí me escocía ya la anticipada nostalgia de la partida.
Le pedí al portón verde que me retuviera, que no me dejara marchar.
– No quiero dejar esto. No quiero ir a ninguna parte… Quiero quedarme aquí… -me quejé mimoso.
– ¿Qué puede hacer la montaña si no crees en ella? -rechinaron los dientes del portón-. ¿Quién puede ayudarte?
Le puse la mano en el hombro. Empecé a pasar las uñas sobre los arañazos que dejaron en la pintura verde las garras del onza que mató mi padre.
– ¿Qué puedo hacer yo sin moverme de aquí? -chirrió el portón-. Te irás nomás a la ciudad y te convertirás allá en un fifí.
– Bueno, está bien… -dije-. Tienes razón.
Con el portón no se podía conversar mucho tiempo. Se ponía pesado enseguida. Era preguntón y quería dar consejos.
Con los de papá ya tenía bastante.
Entré a mi cuarto a horcajadas por la ventana entreabierta procurando hacer el menor ruido posible.
El brillo tierno y fantasmal de la luna menguante iluminaba parte de la habitación. Hacía sus rincones menos oscuros que la noche.
Me acodé en el antepecho. La mancha luminosa y alargada de la Vía Láctea semejaba un emparrado de miríadas de astros azules como el hielo de las cumbres en las serranías.
Alguien todopoderoso escribía también a la luz de esas luciérnagas encerradas en el frasco infinito del cosmos. Eran letras que componían una palabra sola. Resumían todo lo creado y, según doña Rufina, la contadora de cuentos, esas letras decían D-i-o-s.
Doña Rufina era analfabeta. Mal podía leer la palabra escrita en el cielo.
Alguna noche, al levantar la cabeza, yo leería la palabra m-a-r, o a-m-a-r, más sencilla y agradable para todos. O alguna otra palabra misteriosa que yo no podría descifrar.
Lo que doña Rufina sabía contar eran los cuentos de Las mil y una noches, en guaraní. Decía Chezenarda, en lugar de Sheherezada. A saber cómo y cuándo habría aprendido el árabe.
El emparrado de estrellas enfriaba de tal manera el calor crepitante de la noche, que me hizo estornudar. Arrojé un beso con las puntas de los dedos a mis constelaciones predilectas.
La Vía Láctea ondeó levemente con sus racimos de astros removidos por el viento que soplaba desde el fondo del universo.
Caminé de puntillas hasta la mesa. Había allí un ramito de jazmines y madreselva en un vaso con agua. En un plato de barro cocido, de los que hacía mi madre, lucían plateadas una naranja y una chirimoya.
La flor de trigridia, que traje ayer de los pantanos calientes donde desovan los cocodrilos hembras, estaba también sobre la tabla donde yo hago mis deberes durante el día y escribo mis papeles a escondidas por las noches. Estaba puesta ahí como un aviso espinoso de doble faz.
La quise apartar. Me clavaron las espinas de la corona. La dejé caer en el suelo.
Empezó a mirarme como un pedazo de cadáver decapitado. Lo empujé con las patas de la silla, lo metí bajo el catre, y empecé a preparar mi escritorio y mi lámpara de muäs.
Mi pensamiento estaba ahora en otra cosa.
Mientras comía la chirimoya y escupía por la ventana las semillitas negras, me acordé de los cuervos que planeaban sobre el gentío enloquecido, sobre el tren descarrilado.
La gran víbora, abierta en canal, barriendo el aire con la cola. El pájaro blanco que subía recto en el aire como una flecha emplumada.
Vi de repente troncos verdes que flotaban como cuerpos hundidos en las aguas oscuras y cenagosas del estero.
Vi el tren pigmeo, destruido. La cabeza rubia del maquinista emergía del montón de leñas que había caído sobre él. Pero estaba vivo y se reía esperando que lo vinieran a sacar del aprieto.
Esto había sucedido muchos años atrás.
Se me superponían los recuerdos. Una aguda pitada quebró por un instante la ensoñación de la infancia.
No fue más que un leve cabeceo del tiempo. Huía en un tren de Liliput hacia la noche sin fin. Pero nadie podía impedirme que esos recuerdos de seis pulgadas de altura, vistos por Gulliver, recobraran su tamaño normal al aproximarse a mí entre el ruido y el polvo.
Quería rehilar el curso del pasado. Pero el pasado no es sino una multitud de momentos presentes devorados por voraces sustancias.
Acuden, se agolpan dentro de uno, al menor llamado. Se enlaberintan entre ellos, salpicados del moho lunar, queriendo formar su leyenda, sin lograr otra cosa que tejer el reverso de lo que no ocurrió.
Aquella noche de muchos días y siete años de mi vida llené de luciérnagas el frasco que usaba de farol para garrapatear furtivamente mis papeles. De venida por el terraplén del pueblo a la fábrica había recogido un montón de muas en el bolso que hice con mi camisa.
La oscuridad del cuarto parpadeaba en las muas que agonizaban en la limeta blanca y transparente.
Yo podía escribir hasta el alba, antes de que mi padre se levantara.
El fulgor tenue y fosfórico de los lámpiros no duraba más de dos horas. Morían de asfixia, amontonados en la limeta, a pesar de que les soplaba mi aliento por la boca de la botella.
Ya por entonces me preguntaba si era inevitable y necesario que la escritura tuviera que nacer de la muerte de la naturaleza viviente.
La luz de las luciérnagas muertas transformada en palotes de alguien que comenzaba a escribir.
No sentía arrepentimiento. Yo estaba entrando en el mundo sin noticias, sin recuerdos. Hacía lo que veía hacer. Estudiaba la soledad. Copiaba.
Inventaba el fuego y la ceniza.
Los lámpiros pronto morían. Las borras azules de sus cadáveres no servían ya para escribir. Todo lo más, para pensar qué lejos está uno de su deseo. Del deseo que es deseo mientras no se cumple.
Hay deseos que duran toda la vida. ¿Quién puede esperar que esos deseos se cumplan?
Las mujeres son hermosas, por lo menos mientras son jóvenes. Las viejas se mueren pronto, gracias a Dios. Los rostros de los viejos y las viejas se encanallan por la vejez y por las malas costumbres. No hay nada más feo que la vejez infame. Fealdad feísima.
La vejez es la enferma-edad: la enfermedad. La única enfermedad incurable que hay en el mundo y que mata a la gente antes de que ésta se muera.
Salvo mamá, que parecía cada vez más joven y más hermosa con sus cabellos rubios y sus ojos azules de cielo de atardecer.
Hay bellezas sublimadas, como la de mamá, en las que el alma rejuvenece cada día y adquiere la perfección de una flor inextinguible.
La belleza de mamá daba a su sonrisa el perfume de esa flor.
Fuera de papá, que era hombre recto y lleno de afecto por nosotros, para mí francamente los hombres no existían.
Sobre todo cuando eran hombres jóvenes y andaban con sus prometidas, sus novias o sus esposas de bracete por las calles, como exhibiéndolas.
Para mí no eran sino ladrones de lo más hermoso que existe en el mundo. Y lo más hermoso del mundo no puede ser propiedad de nadie. Cómo se podía admitir que a una mujer joven y hermosa se le exigiera firmar Fulana de Sutano, Mengano o Perengano de tal. El de, allí, no es de nadie. Por eso me alegro cuando las mujeres hermosas engañan a sus maridos y los dejan con el de del dedo propietario rascándose los cuernos. Alguna vez se acabarán los hombres, pensaba de chico, y todos andaremos mucho mejor.
El hombre como animal macho es horrible.
– ¡Son todos caínes y sultanes! -dije.
Mi madre, que siempre encuentra disculpas para todo lo malo, dijo que no todos los hombres son caínes. Dijo que también hay hombres justos.
– ¿Dónde están esos fulanos? -pregunté sin entender.
– Hay veinte y cinco justos en cada raza, en cada pueblo, en cada nación, en todo tiempo -dijo mi madre con un vago gesto de bondad-. No se los ve. No se distinguen de los particulares comunes. Salvo en el momento de la revelación de que son los elegidos de Dios.