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Decimotercera parte

1

Seguía al tren, abismado en mis pensamientos.

De un modo extraño, sentía de nuevo, súbitamente, el vago anhelo de retornar al pueblo natal, que a veces solía invadirme en la cárcel con punzante nostalgia…

«Lo haré cuando salga de aquí…», me consolaba sabiendo que eso no sucedería.

La vida son deudas que no se pagan. Son largas cosas que no se cumplen.

Ahora mismo, en este tren de un siglo, luego del largo y moroso recorrido de otro medio siglo por los subsuelos de mi memoria, resurgía, denso, entrañable, insistente, el deseo de retornar a contravida al pueblo de mi niñez.

Junto con este deseo me estaba penetrando cierta amnesia sobre mi situación. Experimentaba la sensación de que una vida otra comenzaba para mí en este viaje. Ya no era un hombre del pueblo peregrino.

Era un viajero que regresaba al lar natal.

Un fugitivo, sí, pero al mismo tiempo un desconocido envuelto en la sombra de un misterio al parecer impenetrable para los demás.

Me estaba acostumbrando a mi nueva identidad. Mi cara, mi aspecto, resistían bien los reactivos de las miradas más linces.

El instinto profesional, infalible, de la ex pantalonera y ahora soplona, que me había cosido los primeros pantalones largos, tampoco me había reconocido, pese a la lupa de sus sospechas, a sus insidiosos interrogatorios, a la telepatía infecciosa de los hechos que suceden en un momento determinado juntando largos intervalos de tiempo.

La pantalonera me hacía las braguetas más largas. El «pijero», decía ella. Me alababa el tamaño de la virilidad naciente.

¡Que Dios le conserve esta gracia, mi hijo!

Usted ve, doña Silveria Zarza, ex pantalonera de Manorá y actual soplona de la policía, le habría querido decir ahora, ve usted que su agüería de aquel tiempo no me ha servido para un carajo.

2

Tras muchas cavilaciones decidí descender furtivamente en Manorá, pasara lo que pasara.

Con ello iba a evitar la horquilla de los puestos policiales de frontera, que ya habrían recibido el alerta de la Técnica en el caso de que hubiesen desmontado el túnel y verificado la identidad de los enterrados, entre los cuales sólo faltaba uno.

He sido siempre un fronterizo, me dije. El hombre del último cuarto de hora. Vida y muerte sobran a mi vida. Y es mejor que el minuto del fin caiga sobre mí en Manorá.

Esa frontera con su nombre me está llamando al lugar de mi muerte.

3

Por otra parte, no se me ocultaba que este deseo de buscar refugio en Manorá no era más que el ensueño de todo desterrado, de todo prisionero, de volver a sus raíces, de recuperar la infancia perdida.

Lo último que le queda al hombre cuando todo lo demás se ha perdido.

Nadie sabe hasta qué punto ese mito es pérfido y malsano.

Nadie sabe la cantidad de tiempo que necesita el hombre errante para encontrarse a sí mismo, antes de que pueda golpear, como un mendigo inoportuno, la puerta del hogar paterno.

Viene en busca de un hogar que ya no existe.

La vida tampoco deja huellas vivas. No es más que el irle pasando a uno cosas en contrarias direcciones.

Las huellas del pie de doble talón del Pytayovai van escamoteando la dirección de la marcha hacia adelante, hacia atrás, hacia el pasado, hacia el futuro. Tiene que hacerlo bajo la sangre del sol del mediodía. Sólo así el fugitivo logra escabullirse de sus perseguidores en el no-tiempo, en el no-lugar.

Si la sangre como leche del fulgor cenital no gotea sobre las huellas de los pies bifrontes, éstas no plasman rastros fósiles.

El fugitivo cae sin remedio en poder de sus perseguidores.

En la dura intemperie del desierto no hay albergues acogedores. No hay más que rastros de sangre que el peregrino recoge. Los mete en su bolsa y los lleva consigo.

4

Ningún hijo pródigo -otra de las falaces parábolas del Nuevo Testamento- ha vuelto jamás al hogar paterno.

El mismo Cristo no será sino un extraño, un intruso, si logró entrar de nuevo en el hogar eterno, después de haberse hecho hombre.

La crucifixión y la muerte no redimieron la condición humana. La sellaron para siempre en su depravación originaria. De donde el hombre, ayudado por Cristo, el primogénito de los muertos, se ha convertido en la bestia más feroz que habita el planeta.

5

Mientras escribo esta queja contra la mentirosa parábola del Evangelio, oigo la voz del maestro Cristaldo que me habla desde alguna parte, fuera del mundo.

«…No se pierde la infancia. Se la lleva siempre adentro. ¿Cómo quieres regresar a un lugar de donde nunca has salido?»

«¿He salido yo acaso de la placenta que me contenía?»

«Hay lugares que subsisten solos y llevan su lugar consigo. Viajan dentro de ti…»

Tembló un poco la voz. La interrumpieron la tos y catarro que no le han abandonado aún.

Luego dijo: «Salvo que ese lugar se haya llevado su lugar a otro lugar… Pero entonces tú eres el que está perdido y ya nadie te encontrará jamás…»

En todos los libros que he escrito está copiada esta frase del maestro Cristaldo. Imprecación premonitoria. Como si todos hubiésemos nacido fuera de lugar y en tiempo ajeno.

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