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Cuarta parte

1

Cuando refloté del sopor, me encontré solo en el vagón, sin más compañía que la de la gorda chipera.

Me costó despegarme de aquellos sueños que un día habían sido realidad. La mujer hizo un comentario irónico sobre mi capacidad de dormir.

– El que mucho duerme sueña cosas feas…

Recordé en ese momento haber sorprendido un gesto de inteligencia entre la mujer y los torturadores durante el vodevil del mono.

Caí algo tardíamente en la cuenta de que la gorda chipera era una soplona. Hacía su trabajo en el tren. Ella misma había dicho que viajaba en forma permanente de Asunción a Encarnación, ida y vuelta. «No bajo casi del tren…», le había oído decir.

Las canastas de chipá, el anzuelo del mono salaz, no eran sino sus trebejos de atracción de feria para entrar en contacto con los pasajeros y encalabrinar sus simples entendimientos. Se me hizo evidente de pronto que la mujer albergaba sospechas contra mí y que me tenía discretamente en su mira.

La sagacidad de estas soplonas suele superar todo lo que su burdo talante hace esperar de ellas.

En un descuido, mientras echaba humo por la ventanilla, comprobé que en sus canastas no había ningún chipá, ninguna baratija que vender. Su mercancía era de naturaleza más sutil y más peligrosa. Su oficio, más fácil que luchar en los andenes de las estaciones con las competidoras, y estaba mejor remunerado.

– Busca algo, don… -preguntó de repente, volviéndose, al pillarme de reojo cuando escudriñaba sus alforjas-. Esta vida tiene sus mañas. Tiene sus vueltas. Todo puede suceder… -agregó irónicamente.

2

Mi mutismo se me complicó con una náusea de desprecio que me resultaba difícil ocultar.

Por alguna pequeña rajadura de mi disfraz espectral, el instinto de la soplona estaba empezando a sospechar qué podría esconder la naturaleza verdadera del pynandí que viajaba delante de ella, encerrado en hosco silencio, inconcebible en un genuino pynandípoi lo común jovial y dicharachero.

Mi rápido espionaje, en lugar de caerle como un agravio, la alegró. Confirmaba sus sospechas.

La lucha estaba entablada ahora entre ella y yo.

Pronto comenzaría sin duda a atacar, a picotear, a echarme arena en los ojos. En realidad ya había comenzado a tender sus fintas con frases y gestos ambiguos y equívocos.

Mi defensa quedaba librada a mi sola, cautelosa, simulada pasividad, muy inferior a los poderes de taimada marrullería de la exuberante mujer.

Se me hizo evidente que, en cualquier momento y ante el menor indicio de que sus sospechas eran fundadas, podía alertar por los medios más increíbles a los matones policíacos que seguramente se hallaban aún en el tren.

Debía ocultarme mejor. Debía hacerme invisible.

3

– Vea usted lo sin más pena que son -dijo la mujer observando hacia afuera el remolino de gente gritando y trotando alegremente en las trochas haciendo como que iban empujando el tren.

Las caras y las ropas tiznadas de carbonilla en un carnaval de improvisada locura. Los ritos y las máscaras salen de cualquier parte, en cualquier momento.

Seguí haciéndome el dormido, meditando cómo podría a mi vez neutralizar y embaucar a mi expansiva compañera de viaje.

El mono logró zafarse de su jaula y estuvo en un tris de saltar por la ventanilla para reunirse con los procesioneros.

– ¡Véngase aquí, Guido, mi piticau, che corazól ¿Adonde va a ir usted, mi rey, con esos tavyrai partida? Quédese con su mamá… -le tendió una confitura y le puso una correa al collar.

El mirikiná se hundió, mimoso, en el vasto regazo.

Las manos gordezuelas, increíblemente pequeñas, frotaban las orejas y la cola del mono, que masticaba la confitura con las encías violetas, arremangadas, los ojillos girando en todas direcciones, mientras escupía las cáscaras del maní como proyectiles.

4

Hubo una llamarada hacia el exterior.

Una enagua de fibra estaba ardiendo sobre el cuerpo de una mujer joven. La muchacha trató de liberarse de los andrajos ardientes. Se los arrancó a manotazos y quedó en cueros en medio del campo, sólo quejándose un poco para sus adentros.

Echaban humo la cara y el cuerpo ampollados de quemaduras. Ardía el sol sobre el cuerpo desnudo que se doblaba con los brazos entrelazados sobre los muslos.

Los ojos machunos se quedaron contemplándola con viscosa curiosidad.

– ¡Bersabé… tapate na la vergüenza, che ama! -le gritó la mujer arrojándole un manto encima como quien apaga una vela.

Desde la ventanilla la chipera la insultó en guaraní.

La muchacha corrió para alcanzar el tren. Se subió y se acurrucó junto a su canasta, de seguro también vacía de mercancías.

Se quedó dormida. Se quejaba en sueños. Me acerqué a observarla. Los rostros dormidos son impenetrables.

La gorda mujer protestó, como desde la repentina acidez de un cólico moral.

– ¡Ya no tienen vergüenza las muchachas de ahora!

– Las chispas del tren le quemaron la ropa -la defendió el viejo-. Ella no tuvo la culpa.

La mujer continuó sin oírlo:

– En nuestro tiempo la vergüenza era una prenda que una llevaba cosida bajo la ropa. Y yo, señor, le diría que la teníamos zurcida en la piel. No hay mejor remiendo que la tela del mismo paño.

– ¿Es su hija? -le preguntó el viejo.

– Casi. Bersabé es huérfana de padre y madre.

La cara de la muchacha, ulcerada por las quemaduras, le daba un aire fantasmal. Estrellas inflamadas le supuraban en la cara.

– La estoy criando yo. Es sorda. No habla -dijo la mujer echando humo de su cigarro despachurrado-. Pero los mudos y los sordos, cuánto hacen hablar.

– ¿De dónde es ella? -preguntó el viejo.

– Eran del pueblo de Tava'í -contó la mujer-. Las guerrillas del 14 de Mayo anduvieron por allá hace dos años. Arrasaron el pueblo. Mataron a los hombres, violaron a las mujeres. Menos mal que las tropas del general Colman fundieron a los guerrilleros. No quedó ni uno para remedio. Pero ya el daño estaba hecho. Bersabé perdió el oído. Perdió la familia. Perdió todo. Quedó sola. No me tiene más que a mí. Éstos son los resultados de la acción de esos subversivos que quieren salvar la patria, ndayé.

Sus pequeños ojos marrones me escrutaron. Esperaba sin duda que la contradijera.

5

El rostro inflamado de ampollas daba a la muchacha dormida un aspecto espectral.

Detrás de su sueño, la muchacha parecía despierta.

Supe que me miraba. Su aparente indiferencia escondía el desprecio, el odio, el miedo. No un miedo cerval, sino la paralización de sus sentimientos más íntimos. Sólo el temblor de su cuerpo, acurrucado bajo la cobija, delataba la intensidad de su desdicha, de su inconsciente condenación.

Para esa muchacha, si la mujer no mentía, violada por los soldados junto a los cadáveres de sus padres, la vida se había cerrado sobre ella, como su mudez.

Bersabé estaba muerta como mujer. No tenía más esperanza que su odio. La soplona la utilizaba como sirvienta. Luego la haría trabajar como prostituta. La vendería a vil precio a sus clientes viciosos o la regalaría a algún oficialito a cambio de pequeños favores.

6

– Y usted, ¿de dónde es, don? -me preguntó la mujer, observando el paisaje.

Oí sus palabras lejanas en el entresueño de la modorra.

– De dónde es usted -repitió como tomando mis medidas.

– De Encarnación.

– Yo también soy de Encarnación. No lo suelo ver por allá.

– Hace mucho que falto…

Volví a cerrar los ojos acogiéndome al disimulo del sueño.

– Yo voy para desobligar a mi hija que va a tener familia. Soy comadrona también. No hay cosa que no sepa hacer. Una tiene que estar preparada para todo.

Se acomodó el cigarro en la comisura y empezó a echar humo. Ahora se le calentaban las palabras en la boca de querer largarlas todas juntas.

Iba a mudarme a otro asiento. Me retuvo con un gesto.

– Le oí soñar en voz alta hace un rato. Le oí decir cosas… -murmuró probando terreno-. Usted anda también por allá lejos, si no me equivoco.

– Sí -admití sin la menor convicción.

– Le han maltratado mucho, parece.

– Tuve una caída. Salí ayer del hospital.

– ¿Cuánto hace que falta del país?

– Desde el 47.

– Ah… desde la revolución de los pynandí. Una vida entera en el destierro… -cloqueó la mujer-. Es corto el tiempo y la desdicha es larga. En un descuido se sube encima de uno la tierra y se acabó el cuento. Lo peor es cuando se le cae encima a uno la tierra ajena.

7

Con la mayor indiferencia que podía aparentar, le pregunté a mi vez:

– Esos señores que venían en el tren, ¿se bajaron ya?

– ¿Qué señores? -fingió sorpresa, inquiriendo con las cejas fruncidas el sentido de mi pregunta

– Esos señores que venían de Asunción Eran tres Estaban ahí cuando el mono hizo sus chafarrinadas

– No sé de qué me habla, don -se desentendió del asunto con tranquila inocencia

Me recosté contra el duro respaldo y volqué el ala del sombrero sobre los ojos, dispuesto a no dejarme envolver por la cloqueante y húmeda charla

– ¿Y a dónde va, si se puede saber?

Ante mi silencio, insistió

– ¿A dónde va?

– A Encarnación

– ¿Y qué piensa hacer allá? Digo, si se puede saber No quiero ser curiosa ni que usted se amoleste

– Vengo a buscar trabajo -tardé en responder

– La querencia tira, ¿ayepa?

La mujer escupió hacia afuera La lloviznita volvió a entrar por la ventanilla

Me pasé la mano por la cara para enjugar el rocío que apestaba a tabaco

No dijo nada más Juntó las manos y se puso a musitar un rezo inaudible que le hacía temblar todos sus bloques de carne blanda Iba a agregar algo Quedó callada Sabía algo, pero no lo quería soltar

La miré hondamente, como si de esa tosca mole humana pudiera venir una revelación

La revelación vino, pero bastante después

Creí que se había quedado dormida Me estaba estudiando con los ojos cerrados

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