Aquella madrugada del lunes 14 de junio desperté en el hueco calcinado del tarumá.
No podía decir que había dormido a pata suelta. Pese a la amplitud y comodidad del hueco, mi propia angustia y los dolores del castigo me hundieron en una dolorosa pesadilla. Me encontré al despertar engurruñido, doblado, en posición fetal.
En la claridad brumosa del amanecer había yacido en el agujero como un muerto. Un muerto que continuaba quejándose de toda su vida pasada y sobre todo de la que le esperaba.
Me despertó una vara verde como desgajada del árbol que me golpeó el cuerpo. Abrí los ojos pesados de sueño y entreví que el trozo de bejuco semejaba una regla escolar, tosca y chata, llena de muescas.
La regla volvió a golpearme suavemente en las piernas. La punta cambió del verde al rojo al tocar las úlceras.
Era mi sangre.
Me incorporé de golpe y me dejé caer sobre la tierra mojada de rocío. Frente a mí se hallaba un hombre muy pequeño y enjuto de no más de una braza y media de estatura, que me ayudó a incorporarme.
El niño con cara de viejo y el viejo con cara de niño nos miramos. En la lechosa claridad no reconocí en el primer momento al maestro Cristaldo.
– ¿Qué haces aquí?
– Me escapé de casa anoche… -respondí en un murmullo.
– ¿Por qué te escapaste?
– Necesitaba verlo a usted.
– Me ibas a ver de todos modos en la escuela.
– No podía esperar, señor…
– Quien sabe esperar vive.
El maestro me observó como si me auscultara.
– Estás quemado como una leña. Estás lleno de cardenales, de escoriaciones de látigo. ¿Caíste en un nido de escorpiones, o qué?
A sus preguntas fui asintiendo con gestos.
Me puse de pie en silencio, con la cabeza gacha, frente al hombrecito no más alto que yo.
– Después de los guascazos, papá me ató con lazo trenzado al portón. Sabía que mamá estaría llorando también sin poder venir a consolarme para no enojarlo más a papá -le seguí contando-. Después de mucho forcejear pude liberarme del lazo. Le pedí al portón que me dejara escapar.
«Puedes salir», me dijo, «pero debes volver a la madrugada. Te ataré de nuevo con el lazo. Antes de que se despierte el viejo…»
Vine corriendo sin parar hasta aquí. El cuerpo me quemaba por todas partes. No pude cruzar a nado la laguna. Quería verlo a usted, maestro Cristaldo.
– ¿Para qué? -preguntó el hombrecito, algo hosco-. Yo no recibo a nadie en mi casa. Ni al bichofeo color pytä forrado de viento sur.
– Me sentía morir… -murmuré en un sollozo.
– A cada momento muere un moribundo. ¿Qué querías que hiciese por ti?
– Que me salvara…
– Eso es asunto de cada uno. ¿Por qué fue el castigo?
– Ayer, domingo, fue el día de mi cumpleaños.
– ¿Y ése fue el regalo de tu padre?
– Era también el aniversario de su casamiento.
– No veo la razón del castigo -dijo el maestro.
– Debía ir con ellos a pasar el día en la chacra. Me hice el enfermo. Les dije que iría más tarde, cuando me pasara el cólico. Les acompañé hasta el portón. Para despedirlos. En realidad, para comprobar que se iban tranquilos y confiados en mi promesa de portarme bien. «¡Mucho cuidado con largarte al río!», me intimó papá, amenazándome con un arreador todavía imaginario.
Pasaba un fotógrafo ambulante, amigo de papá. Le pidieron que les sacara una foto de aniversario. Se pusieron en pose de espaldas contra el portón, que protestó porque quería más espacio para él. Mamá estaba muy hermosa bajo su sombrilla celeste. La felicidad iluminaba el rostro curtido y lleno de cicatrices de papá.
Se besaron largamente ante el ojo oscuro de la cámara y el encapuchado que estaba detrás.
Yo no quise salir. Temía que se descubriera en la placa la cara de mentira que tenía esa mañana, al cumplir los trece años.
El fotógrafo se metió detrás del trípode. Se cubrió con la cortina negra y apretó por tres veces la perilla de goma, una por cada pose distinta.
Les di un beso, les deseé muchas felicidades. Partieron con la canasta del pollo asado y los mejunjes. El aroma exquisito del pollo casi me dio una arcada de verdad y debilitó por un instante el sabor de la proyectada aventura.
El amago de arcada certificó mi presunta indisposición.
– Cuídese, hijo -me recomendó mamá.
– Sí, mamá. Voy a estar un rato más en la cama. Después me voy…
No dije: «Después me reúno con ustedes…»
Esa frase no dicha me escoció la boca. Hube de pagarla bien caro.
No fui al picnic de la chacra.
El festejo campestre de los aniversarios se frustró.
Me escapé al río con los otros mita'í.
Teníamos que buscar los cadáveres de los que se habían ahogado la noche de borrachera del sábado.
El maestro tosió. Escarró y escupió un moscón que se le había metido en la boca.
– Nosotros vicheábamos observando desde el yavorai de la barranca la balsa de Solano -continuó el chico-. Vimos caer al agua a los troperos. Uno por uno. Contamos hasta cinco. Se hundieron para no volver a salir. Leandro Santos dijo: «Vamos a ir a sacarlos en un momentito…»
– Teníamos que sacarlos antes de que se hincharan demasiado. Entonces se vuelven más escurridizos que anguilas. Cuantimás que vienen el juez, el alcalde, el cura, los vigilantes de la comisaría, todo el pueblo en procesión. Ya no se puede más trabajar…
– ¿Por qué has hecho eso? -le interrumpió el hombrecito. Su voz colérica, más grande que él, le salía por la espalda.
– Había que salvar a esos muertos… -dije.
– No pueden sacar ahogados por unos níkeles, como si vendieran sus cuerpos. ¡Dónde se ha visto!
– Papá me pegó mucho con su arreador. Me sangraron hasta los talones.
– ¡Bien hecho! -dijo el maestro.
Se acercó y empezó a pasar levemente la contera de la regla sobre las escoriaciones y los hematomas. A cada toque de la regla iban desapareciendo. En el lugar de las cicatrices quedaban unas rayas blancas de piel nueva. No podía dejar de llorar a remezones.
– No ha de llorar un hombre grande como usted que salva a los ahogados… -ironizó el maestro.
– Lo peor fue el susto. Papá me mandó a buscar la llave de la casa que habían dejado olvidada en la chacra. Al cruzar la alcantarilla me salió al paso el hombre sin cabeza que viene allí a dormir las noches en que amenaza tormenta.
– No seas patrañero -dijo el maestro dándome un coscorrón.
– Me cortó el camino, señor. A la luz de la luna vi el muñón del cuello degollado. La voz le salía por la garganta rota como el mugido del buey que degüellan en el matadero. Disparé entre los yuyales. No paré hasta la chacra…
Recobré el aliento y seguí contándole al maestro. Al fulgor de la luna la llave brillaba sobre la mesa donde habían comido el asado.
Di un largo rodeo por el pueblo para no volver a pasar por el puente del Degollado. En la corrida de regreso la llave se me cayó y la perdí. Papá tuvo que romper la puerta de la casa. Después me rompió a mí.
El hombrecito me golpeó la cabeza con la regla.
– A más de uno tendrían que ponerle la cabeza en su sitio.
En realidad lo que yo ardía por contarle al maestro era lo otro. Pero él no dejaba de hacer preguntas.
Al final me animé.
– Quise venir mayormente para pedirle perdón, señor maestro… -dije aprovechando el ataque de tos que le sacó el resuello por un rato.
– ¿Perdón? -preguntó sin entender la palabra, con la pasividad más absoluta del mundo.
– Yo espié su casa el mes pasado… Escuché la conversación con su madre sobre ese problema de morir y nacer otra vez… Unos días después entré en su casa y descubrí esa bolsa para nacer tan parecida al nido de la garza del sol…
La expresión del maestro no cambió en lo más mínimo. Era como si yo le hablase de algo absolutamente desconocido para él.
– Lo oí y lo vi yo solo. El secreto no salió de mí…
– Eso lo habrás soñado anoche en tu pesadilla -dijo casi irónico, tras una larga pausa-. El hueco del tarumá es un lugar malsano para que un chico de tu edad se ponga a dormir allí. El zumo de las hojas del tarumá produce alucinaciones. Además el árbol está embrujado desde que el rayo le quemó las entrañas…
Se oyeron pasos que se venían acercando.
El maestro se volvió y tendió la mano en dirección al ruido de las enérgicas zancadas.
– Ahí viene tu padre a buscarte con el arreador.
Se puso a andar. Yo le seguí, la cabeza hundida en el pecho, la espalda arqueada en espera del inminente castigo.
La voz de mi padre resonó fuerte:
– Así que de conciliábulos los dos, maestro y alumno. Tal para cual…
Levantó el látigo en dirección al hijo rebelde.
– No lo castigue más, don Lucas. Ya está suficientemente castigado… Este chico sufre de pesadillas terribles
– ¡Quién le manda a usted meterse en cosas que no le incumben!
– Me incumben, sí señor don Lucas. Cómo no… -replicó sin inmutarse el hombrecito, sin detener su marcha- Soy el maestro de su hijo. Mis alumnos me incumben por partida doble. Por los padres y por mí.
– iBastantes cosas innobles le enseña con sus excentricidades! Ahora quiere usted además azuzar su rebeldía, levantarlo contra mi autoridad.
– Jamás lo haría si no se trata de una injusticia.
– ¿Me acusa usted de haber cometido una injusticia con mi hijo?
– Los castigos excesivos por lo general suelen ser injustos y los vuelven más rebeldes -dijo el maestro con un hilo de voz- Crueldad no es saber. Y poder hacer no es hacer poder.
– ¡Este chicuelo díscolo y mentiroso pudo ahogarse en el río!
– Entre perder la vida en el río salvando ahogados y hacerle enloquecer de susto no hay mucha diferencia. Por más díscolo y mentiroso que sea, el chico puede enloquecer si usted lo desloma a rebencazos por cualquier travesura y encima le manda a enfrentar al decapitado de la alcantarilla.
Mi padre se puso lívido y estalló sin poder contenerse.
– ¿Qué cosas está diciendo, viejo mentecato, miserable nonato? ¿Cómo puede hablar de locura o de vida alguien que cree no haber nacido?