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Quinta parte

1

El tren estaba repechando las lomadas de Paraguarí.

Bajé para desentumecer las piernas. Sobre todo para escapar del acoso de la soplona. Caminé pegado a los flancos de la máquina saltando sobre los carcomidos, resonantes, aletargados durmientes.

Me adelanté a la locomotora.

Vi el escudo engarzado en la nariz de la máquina.

El escudo originario estaba ahí sobre el óvalo de oro. El león parado se erguía asido a una lanza. El gorro frigio y la estrella coronaban el ramo de palma y olivo.

El escudo de la nación era ese huevo negro y chato que refulgía en los bordes. Semirroído y ennegrecido por los cálidos humores silvestres, por el hollín y los vientos de cien años, mostraba, bastante empañado, el orgullo de los viejos tiempos.

Solamente en los bordes el oro bruñido brillaba a los rayos del sol. Irrisorio vestigio de la grandeza pasada.

El huevo de la patria, desovado por una gran gallina negra, estaba allí, aplastado contra la nariz de la locomotora legendaria.

Una patria ecuestre de huevos enormes como los caballos de bronce.

El escudo de oro del patriarca don Carlos custodiaba la locomotora de 1857.

Nadie había osado desmontarlo, robarlo, de ahí. Ni siquiera el caudillo José Gil que tenía empedrada la boca con dientes de oro fundidos con el oro de los lingotes robados al Banco de la República.

El lampo de oro de esa boca fanatizaba a las multitudes hambrientas. Las arrastraba a las feroces batallas por la libertad.

No había necesidad de discursos ni de proclamas. Bastaban los gritos inarticulados, el tableteo de las ametralladoras, el trueno del cañón. El rayo. El relámpago de oro en la boca de los caudillos.

En ese escudo había material al menos para otras veinte jetas colmilludas.

En la inscripción ennegrecida se leía la siguiente leyenda:

Locomotora Paraguay - 1857

Presidente Don Carlos Antonio López

Una fábula de la historia patria. No importaba eso demasiado ahora.

La locomotora rodaba con nosotros como negación de todo lo posible.

2

Cuando empezó a funcionar regularmente, una especie de locura colectiva se abatió de improviso como una peste sobre la colonia de ingenieros y técnicos ingleses instalada en torno a los altos hornos de Ybycuí.

La pequeña ciudad iba creciendo con aires de aldea inglesa, en la que el estilo tudor se mezclaba con el barroco hispano-guaraní.

Los matrimonios convivían en aparente armonía, dados a sus fiestas familiares, fieles a sus costumbres, a su religión anglicana, a su té a la inglesa El Times de Londres les llegaba con dos meses de atraso. Todo iba a pedir de boca.

Un buen día el ingeniero jefe apuñaló a su esposa.

A intervalos regulares, los asesinatos continuaron. No sólo de las esposas. Se les sumaron suicidios y muertes súbitas.

La epidemia se extendió rápidamente.

Era algo semejante a una ceremonia de sacrificio colectivo. Alguien había comenzado a comer hongos alucinógenos, o algo por el estilo. El apetito mortal se extendió.

3

Gente inteligente y refinada, pareció atacada de súbito por la peste de una locura desconocida. Caballeros irreprochables sacrificaban a los suyos a puñal, veneno o cuerda.

La violencia remaba allí en un desencadenamiento inmóvil que de pronto podía aplastar a todos. Los exorcismos del pastor no dieron el menor resultado.

El pastor amaneció un día colgado de una de las vigas de la pequeña capilla.

La floresta apacible se había transformado en una jungla de insectos monstruosos, de ponzoñosas emanaciones, de aguas cenagosas y palúdicas.

La felicidad de esa gente extranjera no era entonces sino la máscara de una obsesión. Ser felices a toda costa en la tierra bárbara, semejante sin embargo a una Arcadia. Los ingleses eran los nuevos árcades en el Paraguay.

Las estrellas brillaban puras sobre la catástrofe.

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Los magistrados británicos dictaminaron.

La causa evidente del inaudito pandemónium eran el clima, la naturaleza inclemente, emanaciones de ciertas plantas, hongos onirófagos, mosquitos letales, vampiros portadores de pestes malignas, insectos monstruosos, miasmas pestilenciales, árboles tibios de humedad venenosa.

Recordaron algunos episodios semejantes sufridos por los colonos en la India, en Malasia y otros sitios inhóspitos de las posesiones británicas.

El ingeniero jefe quedó con el color de una hoja seca. Estaba mortalmente enfermo. No pudo asistir al juicio. El pelo rubio encaneció de golpe. Le salían gusanos amarillos de las fosas nasales, de los oídos. Perdió el habla. Mejor dicho, dejó de proferir insultos soeces contra el jefe de Estado.

– Nadie sabe de qué negras raíces crece la perversidad de los hombres… ¡Duro con ellos!… -dicen que dijo el presidente López cuando le llevaron la noticia.

No había policía ni ejército. La guardia de los altos hornos entró en acción. Los uxoricidas fueron apresados y repatriados, cargados de grillos.

Los que todavía no lo eran fueron separados de sus mujeres, de sus niños y también repatriados.

Todos sufrían el espanto de contemplar el fondo de la botella.

5

No acabó todo en estos episodios semejantes a fenómenos de brujería.

Sucedió algo aún más extraño. Las esposas sobrevivientes, menos dos o tres, no quisieron volver a Inglaterra. Asumieron su condición de viudas honorarias.

Se convirtieron en campesinas, trabajaron la tierra y se mezclaron con la raza a la que en un comienzo habían despreciado. Aprendieron su idioma, sus costumbres, comían sus comidas. A los pocos años no se distinguían de las mujeres locales, salvo por el color del pelo y de la tez.

Aprendieron de ellas el estoicismo ancestral.

Olvidadas de la tragedia fueron envejeciendo en la suave felicidad de los simples. Algunas volvieron a tener hijos.

Como los de las mujeres nativas, éstos también eran hijos de padres desconocidos.

Ninguna de ellas quiso revelar el origen de tales nacimientos.

6

Cuando estos muchachos se hicieron hombres el gobierno les dio puestos en el ferrocarril y otorgó pensiones a las madres.

Por mucho tiempo fue fama el que los maquinistas del Ferrocarril Central del Paraguay eran casi todos rubios.

El de nuestra locomotora también lo era. Cabellos lacios de fino oro. Rasgos típicamente británicos. Fumaba en pipa. Anillos de humo se apelotonaban en su cabina y escapaban por el tándem de las leñas.

Conversé un rato con él caminando al costado de la máquina. A una pregunta que le hice sobre la historia de los ingleses, se burló de mí con un brulote en guaraní, el más indecente de todos.

Debí comprenderlo. Nadie se apiada de sí ante los demás por pura vanidad o autocompasión. Nadie descubre sus secretos de familia al primer recién llegado, y menos aún a un palurdo del campo, de ridícula facha y rostro desfigurado.

Este Adonis fundido en el crisol de dos razas se sentía desbordado por la alegría de vivir.

Hombre recio, fino, parecía un dandy de manos toscas, bronceado de sol, dándose aires de rústico patán.

La vida sería siempre para él demasiado poco. Y algo mucho menos que poco la historia de sus antepasados. No dejaría escapar jamás la más ínfima sombra de una confidencia.

Seguí al tren andando por la trocha como los demás.

7

Poco después, el maquinista me llamó con un movimiento de su pipa.

– ¿Quiere usted saber de aquello? -me preguntó casi con sorna, arrojándome a la cara anillos de humo.

No dije nada. Capturé con el índice uno de los ondulantes anillos.

Mientras marchaba pegado a los flancos de la locomotora, contemplaba el vaivén de las bielas.

Empezó hablando de cualquier cosa. Luego me contó la historia despojada de sus excesos, de su grandeza siniestra, reduciéndola a una simple querella de familias mal avenidas.

Lo más grave que había ocurrido no era sino el ojo negro que un caballero irascible le había puesto de un puñetazo a una viuda algo ligera de cascos.

Un relato misérrimo.

El asunto se tornó indigno hasta de ese incoherente relato.

Dijo que todo no había sido más que un cuento urdido por los espías del gobierno.

A las cansadas me reveló que era bisnieto de gente muy principal.

– ¿Usted es un Whytehead? -murmuré descolocado, completamente confuso.

– No -dijo con un guiño divertido-. Soy bisnieto del pastor Mulleady. Vamos, el que bendijo esta locomotora cuando la inauguraron en 1857. Fue una fiesta nacional. Era la segunda versión de la locomotora de Stephenson. La primera en las Indias Occidentales.

Tras una larga y sonriente pausa, agregó:

– Poco después de la inauguración, mi bisabuelo el pastor amaneció colgado de una de las vigas de la capilla. Pesaba más de diez arrobas. No se pudo sospechar de mi bisabuela, su mujer.

8

El bisnieto del pastor se hallaba a gusto en la tierra bárbara. Se había integrado totalmente a ella.

Su voz abaritonada estaba libre de reminiscencias del inglés del siglo xix, pero también de acentos regionales, tanto del español y del guaraní, como de su infame mezcla bilingüe.

El rubio maquinista, maculado de aceite y carbón, era ya un hombre de aquí, aunque su rostro sólo podía estar en un cuadro de la National Gallery. En un retrato de Gainsborough o de Reynolds.

Con voluble humor y muchas interrupciones contó que la viuda del pastor, su bisabuela, se había casado con un teniente de la guardia de los altos hornos, veinte años más joven que ella.

Se interrumpió con una carcajada.

Dijo que desde entonces su familia había seguido sufriendo la plaga de sementales nativos pijoteros.

Se corrigió y dijo:

– De maridos paraguayos. No eran más que arribeños que desembarcaban de sus jangadas por algunas noches. Llegaban y se iban.

– Los arribeños son así -dije.

– Las mujeres inglesas hacían de abejas reinas del colmenar. Los mandaban al muere en seguida.

Tras una pausa agregó:

– Los mestizos paraguayos son muy haraganes. Zánganos de tomo y lomo. Duermen todo el día, mientras disponen de mujer y comida. Tienen mucha energía al pedo. No son más que unos braguetas rotas de buenas pelotas. No sirven más que para eso.

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