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En mi confusión ensayé loas a los británicos en el Paraguay. En particular, a la constancia y paciencia de esas abejas reinas de la rubia Albión.

– No se canse, amigo -me exculpó-. Los gringos son también muy sinvergüenzas y pijoteros. Ahora suba al tren. Estamos por pasar el puente de las bombas en Sapucai.

El puente que la tradición llamaba Los suspiros de las ánimas.

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El tren hacía rechinar y bambolear el largo puente de madera. Miles de ánimas gemían en las podridas maderas.

Estaban allí hacía más de medio siglo sobre el enorme foso abierto por la explosión del tren cargado de bombas durante el levantamiento agrario del año 12.

El puente no se sostenía sino en la seguridad casi milagrosa de que sólo iba a desmoronarse al día siguiente. Y así un día tras otro.

No hay fe mejor que la seguridad de lo imposible.

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En mi primer viaje a Asunción, a los diez años de edad, acompañado por Damiana Dávalos, dormimos en ese cráter. Muy apretados por el frío y por las tibias caricias de la joven criada de mi madre.

En ese cráter lunar, la silenciosa y ardiente sabiduría de Damiana Dávalos me inició en la hombría antes aun de que hubiese tomado la Primera Comunión.

Lo cual no era un mal comienzo.

Damiana (a quien yo llamaba Diana) me enseñó que si el amor existe es gracias a Dios pero que si el amor se hace es gracias a dos.

Deduje que Dios no puede todo.

Desde entonces el salado y suave sabor de un sexo de mujer me iba a recordar para siempre aquella fosa inmensa y oscura, llena ahora de espesa vegetación, sobre la cual avanzaba el tren retumbando como sobre un acueducto.

Creí siempre que aquello había sido un sueño de mi pubertad.

El sueño es siempre el recuerdo de algo que no sucedió.

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Ahora, en mi adultez, en este día de poco y víspera de nada, aquel sueño del cráter es un recuerdo más nítido e indeleble que el sueño de un niño. Un recuerdo molido y destilado por los mismos olores, por los mismos deseos, por el mismo delirio.

Un cráter lunar en el mito de la inocencia perdida.

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La gorda mujer -porque esta soplona era a pesar de todo el inconmensurable prodigio de una mujer- se persignó durante toda la travesía del puente bisbiseando la letanía de una sola palabra: Dios… Dios… Dios… en una explosión de pequeñas toses que hacían temblar su papada.

Cuando el tren dejó de retumbar en el maderamen canceroso y tembleque, la mujer exhaló una prez y suspiró con los ojos cerrados: ¡Dios te salve María purí sima… sin pecado concebida…!

– Las desgracias vienen cuando ya ha pasado lo peor -murmuró como en una jaculatoria final-. Las cosas buenas sólo suceden al día siguiente de lo malo.

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Se dirigió a mí:

– Se me antoja que viene muy sufrido, don. Viaja muy callado. ¿O es que también le duele hablar?

Me alcé de hombros mirando el cráter.

– Hace bien -dijo la mujer-. No hay cosa tan bien dicha como lo que no se dice. Yo en cambio soy muy palabrera. Y eso me mata.

– Usted no habla por hablar -dijo el viejo con cachaza-. Usted habla buscando la vuelta.

– La purísima verdad, señor -admitió la mujer-. La riqueza del anillo está en su vuelta…

Levantó las manos y los antebrazos chaparros, enchapados con pulseras y anillos de chafalonía. Los hizo tintinear en lo alto.

También los anchos pies palmípedos mostraban los dedos enjoyados de anillos baratos pero luminosos, lustrados con saliva, operación a la que se dedicaba prolijamente a cada tanto en lucha contra el polvo tenaz.

– Yo soy de Encarnación pero viví mucho tiempo en Iturbe. Lindo pueblo, Iturbe. Trabajé de costurera y pantalonera en Iturbe -dijo la mujer-. Yo cosí los primeros pantalones largos a los muchachos de aquella época. Ahora, si viven, tendrán la edad de este señor.

En mi interior agradecí a la soplona que omitiera el nombre de Manorá. No podía ignorarlo. Pero era un homenaje el que la voz indigna no mencionara el nombre de Manorá ni nombrara al maestro Gaspar Cristaldo, su fundador, el personaje más importante que vivió allí.

Era evidente que la soplona no conoció al maestro. O que lo negaba a propósito, a saber por qué motivo.

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De uno de sus bolsos sacó una antigua foto y me la mostró con orgullo. Vi el pueblo, la fábrica y el río.

Del sobado mazo extrajo y exhibió otras fotos. En una de ellas -la emoción me ató un nudo en la garganta- vi a papá y mamá atendiendo a los heridos que volvían del frente después de tres años de guerra.

Los catres y camillas estaban esparcidos bajo los árboles, bajo una enorme bandera nacional.

Seguí contemplando las fotos.

La chimenea altísima rayaba las nubes sin echar gota de humo por la boca de bronce. El pararrayos ya estaba colocado y despedía chispitas verdes, amarillas y azules.

Un día a los doce años de edad, con la complicidad de los obreros foguistas, trepé en el interior de la chimenea por la escalerilla en espiral. Casi no hubo necesidad. El poderoso tiraje me levantó en vilo, chupándome hacia lo alto hasta que el viento de las alturas me golpeó la cara.

Abrazado al pararrayos, había visto el pueblo más pequeño que en la foto. El pueblo más pequeño del mundo.

Vi el humo de las olerías. Como hileras de hormigas, las mujeres transportaban sobre sus cabezas inmensas cargas de ladrillos, recién moldeados, hacia los grandes hornos envueltos en llamas.

Vi una olería microscópica.

En el patio de casa, más pequeñas e insignificantes que dos hormiguitas blancas, mis hermanas amasaban el barro, llenaban los moldes y los tendían a secar en hileras bajo el sol de fuego.

Habían formado su cooperativa propia. Años después se les unió el hermano benjamín. Era un científico y un hombre de empresa. El negocio les iba bien. Padre cuidaba de que no se le subieran de nuevo al cadete los humos de su implacable y autoritario capataz.

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La voz monótona del viejo enumeró con el sarcasmo de los que ya nada tienen que esperar:

– En Sapucai los sapuqueños tienen a los leprosos, la salamanca de las bombas. En Iturbe las inundaciones. Las grandes tormentas que hacen volar las casas. Las olerías con el trabajo esclavo de las mujeres. Los trapiches y alambiques de caña clandestina, los ladrones de ganado…

– No vaya a creer, don -le atajó la mujer-. En Iturbe hay también algunas cosas buenas. Los iturbeños no son orgullosos. El orgullo es la virtud del que no tiene nada.

Lanzó una bocanada de humo.

– Hay la azucarera de los catalanes Bonafé -continuó la mujer-. Véala usted -le alcanzó una cartulina coloreada-. La primera del país. Riqueza del pueblo, de toda la nación. Orgullo de la paraguayidad, dicen los que saben hablar. Hay un gran cuartel de caballería como de diez cuadras, cuyo jefe es el futuro presidente de la República.

Hizo un gesto de reverencia.

– Eso está muy bien -dijo el viejo, burlón-. Un presidente en el Paraguay no puede ser sino un jefe de caballería.

– Y está también el gran puente sobre el río Tebicuary que construyeron los soldados. No esta porquería de puente remendado, que un día se va a ir al fondo de la salamanca con todos nosotros hechos bosta.

– ¿A qué hora pasaremos por Iturbe? -preguntó el viejo.

– A medianoche, seguro -informó-. A veces el tren ni para allí. Salvo que traiga carga para los comerciantes del pueblo o para la azucarera. Iturbe es ya ahora una ciudad. Hay que ver la iglesia de los evangelistas, construida sobre un zócalo de mármol rosa en el lugar donde antes estuvo la laguna muerta de Piky.

Sentí el estrujón del corazón isquémico.

En medio de esa laguna muerta el maestro Gaspar Cristaldo había construido su rancho lacustre. Tenía su canoa atada a un pilote para cruzar la laguna. Él transformó ese pantano en un jardín. Cuando él murió volvió a convertirse en una laguna podrida.

Se había ocultado el sol. Cayeron de golpe las primeras sombras desprendidas del cielo tierno del anochecer. Las chispas bailoteaban entre el humo como cocuyos excitados por el olor de los leños que se quemaban en la caldera.

Mis recuerdos de Manorá eran cada vez más intensos.

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