¿Qué quiso decir la soplona cuando me reveló el secreto, que «podía costarle caro», alertándome sobre el supuesto complot que se tramaba contra el ya extinto maestro Cristaldo?
Silveria Zarza, la antigua pantalonera, en la actualidad soplona de la policía, hacía de lo oblicuo la clave de su profesión.
Por cálculo propio o por indicaciones de la Técnica, el aviso de la mujer trataba de inducirme a descender en Manorá, donde los mellizos Goiburú, mis enemigos de infancia, aguardaban para liquidarme.
La trama se iba cerrando con el drapeado de un tejido fantasmal. La mujer sabía que el maestro ya no existía. No ignoraba que la simple mención de su nombre era un poderoso acicate en clave para que yo descendiera en Manorá.
Durante mi larga y abstraída caminata por la trocha, al costado del tren, la imperceptible mutación de los astros había puesto en orden las cosas de este bajo mundo.
Les había dado un nuevo sentido del cual yo estaba ausente, como si ya no formara parte de lo que iba sucediendo un grano de arena rodando sobre la inmensa masa de la materia en movimiento.
Estaba por llegar el tren a la estación de Iturbe-Manorá. A lo lejos parpadeaba el farol de señales acercándose. La presencia del pueblo invisible aceleró mis latidos.
En noches de luna se hubieran visto las casas, el campanario desmochado de la iglesia. Ahora el pueblo estaba enterrado en la oscuridad.
El fuego de la caldera no alumbraba sino el interior de la máquina y la cabeza rubia del maquinista que iba comiendo naranjas.
Con los ojos cerrados fui contando las casas que se escalonaban junto a la vía férrea. Iba nombrando en un susurro a los vecinos mas conocidos. No sólo los nombraba. Los veía a todos y a cada uno, como a la luz del día, en el recuerdo que, en los chicos, dura toda la vida.
Contemplaba las fachadas, las puertas, la gente sentada en las aceras. Iba señalándola con la mano Iba saludando a cada uno con el pensamiento.
Saqué la cabeza por la ventanilla. Sentí los ojos húmedos como la vez en que me alejé del pueblo en este mismo tren.
La brisa me escarchó los párpados.
No iba a poder divisar en la oscuridad la gran curva de las vías que rodean la laguna de Piky.
Silveria Zarza había dicho que habían cegado la laguna con un zócalo de mármol y levantado allí el templo de los evangelistas.
A la pantalonera y soplona no se le podía creer todo lo que inventaba.
Cuando el tren se detuvo, entre el chirriar de los frenos y el silencio de los pasajeros dormidos como muertos después de la tercera noche en vela, me adelanté hacia la salida en medio de bultos, atados y equipajes, jaulas con pájaros y perrillos ladradores, ahora dormidos como sus dueños.
Alguien, al pasar, me aferró la muñeca con una fuerza fina y a la vez descomunal. Pensé en Guido Saben, el mono lascivo de la soplona.
Toqué la mano que me oprimía. Era una mano de mujer. La mano de Bersabé, húmeda de úlceras todavía ardientes.
Adiviné su rostro inflamado en la oscuridad. Sólo veía el brillo de sus ojos. Y en esos ojos, el palpitar de su corazón que la muerte y la soledad habían macerado y roto para siempre.
Tiró de mi brazo, me hizo bajar la cabeza y me dio un largo beso que ardía en fiebre.
No podía entender ese gesto inexplicable. ¿Quería significarme algo la muchacha muda? ¿Retenerme? ¿Agradecer a un hombre que la había mirado con ternura? ¿Despedirse de un condenado a muerte?
Me desprendí como pude de esa garra a la que la desgracia comunicaba tanta fuerza, tanta desesperación.
Me escurrí por el lado contrario a la estación y me lancé a las tinieblas.
Choqué contra un vagón de carga descarrilado en una vía muerta. Me recosté contra las chapas abolladas y me quedé contemplando la sombra del tren perfilado por el reverbero del farol.
Oí al final los gritos del jefe de estación. Reconocí la voz un poco gangosa de Máximo Florentín.
El toque de la cascada campana dio la señal de partida. El maquinista hizo sonar el silbato que quebró en añicos el silencio del pueblo.
El tren se puso en marcha. Lo vi alejarse con su herrumbroso estrépito. Los faros de la locomotora iban horadando la noche con sus haces amarillos.
Diminuto, arriscado, invisible, el tren parecía ahora inmenso. Tuve la impresión en ese momento de que la locomotora centenaria me recordaba vagamente a alguien.
No era un parecido físico sino de destino. Pensé en el hombrecito de edad indefinible. Mi maestro fue. Mi mejor amigo. Mi deudo inolvidable. Mi impagable deuda.
¿No venía acaso a Manorá a buscarle a él, a que me enseñara la última sabiduría? Un ser ínfimo, irrisorio, dotado de energía sobrehumana.
Un ser natural en lo sobrenatural.
Nacer otra vez tras las muertes sucesivas constituía el mayor poder del maestro.
No me iba a sorprender en absoluto saber que continuaba viviendo en su cabaña lacustre. Verlo bajar como siempre de su bote al pie del tarumá, su árbol protector, y caminar rumbo a la escuela en la mañanita húmeda de rocío, sin prisa, sin edad, erguido, oscuro, siempre el mismo y siempre diferente.
Con la muerte del maestro Cristaldo también Manorá se perdió, desapareció. Acaso sólo se ha vuelto invisible, cansada, perseguida por la violencia, por la perversidad de los hombres.
La aldea muerta, al igual que el maestro, puede nacer otra vez.
Y cuando ella sea recobrada arraigará con tanta fuerza en el corazón de los iturbeños y de los manoreños, que no volverá a perderse. Nada podrán contra ella la ambición de poder, la discordia, la persecución, la violencia.
El sol saldrá a la misma hora para todos. Las noches recobrarán el perfume de los antiguos tiempos. Las historias que habitan la memoria de los hombres, las mujeres y los niños, ya no podrán borrarse porque estarán escritas en el corazón de los futuros tiempos.
A lo lejos, en la curva que contornea la laguna, se iba perdiendo la lucecita trasera del tren. El punto rojo desapareció.
A partir de ese momento, no supe a dónde ir. Me movía como un autómata. El dolor de la chapa acanalada del vagón en ruinas me punzaba el hombro con un dolor lejano.
Empecé a caminar a la deriva. Descubrí que iba andando por el viejo terraplén, en el que trabajó mi padre, medio siglo atrás, cuando no era más que un peón para todo servicio, durante la construcción de la fábrica.
Mis pasos se orientaban a ciegas, pero con seguridad. Los ojos y los oídos no veían ni oían nada. Salvo el murmullo de las casuarinas. No olía nada, salvo el aroma de los lapachos en flor.
El olor de melaza fermentada del ingenio empezó a llegarme como desde otro tiempo.
No era época de zafra. Se oían ruidos fantasmas. Imaginé el ingenio tumbado como un pesado buey a orillas del río.
El terraplén llevaba a las casas del ingenio, una de las cuales había sido la nuestra.
Entraría furtivamente por el portoncito verde antes de que nadie se percatara de mi presencia, como cuando era un muchachuelo.
Mientras caminaba en lo oscuro, iba pensando en el portón verde.
Lo contemplaba en mis recuerdos. Seguramente habrá desaparecido, pensé, como tantas otras cosas de aquel tiempo. Ahora me parecían borrosos periodos de fiebre.
Ese pequeño portón verde abre y cierra esta historia.
No puedo entrar en el Manorá de aquel tiempo si no es por ese cancel plantado sobre la raíz firme de las cosas. Estaba allí, en el traspatio de la ruinosa casa que nos dieron para habitar, a cincuenta metros de la barranca del río.
Si todavía estaba allí a despecho de los años, de las inclemencias del tiempo, de los hombres, de los infatigables comejenes, del sol al rojo blanco que calcina hasta las piedras, ese portón tendría ahora más de cien años.
Su pintura verde corrugada, su madera llena de grietas, parecía sin embargo intacta y cambiaba de color según los estados del tiempo.
Mi madre sabía, observándolo, cuándo iba a llover. Anunciaba tormentas, sufrimientos, muertes; pero también las alegrías de la vida, la visita de algún ser querido.
Cuando mi padre le echaba cadena y candado, el portón se volvía violáceo de bronca. Sólo recobraba su color natural cuando la serenidad devolvía a mi padre la sonrisa, y éste le sacaba del cuello la pesada cadena y el candado.
Entonces el portón me dejaba salir.
Ese portón estaba allí desde antes de la construcción de la fábrica; al menos antes de que yo naciera.
La casa que nos dieron para habitar fue la primera que existió en el lugar deshabitado y boscoso. Mi padre se ingenió para restaurar la ruina abandonada y hacer de ella un albergue habitable.
No quiso tocar por entonces el portón verde. Decidió cercar y amurallar al patio trasero que daba al río. Yo tenía dos años. «Pero va a crecer -decía a mi madre-, y entonces la tentación del chico será la barranca y el agua embrujada del río.»
Cuando el río estaba bajo, la barranca de asperón tenía allí siete metros de altura. En el fondo se arremansaban las aguas de un remolino subterráneo. Una roca puntiaguda como un cuchillo emergía del remanso apuntando al cielo.
Fue siempre el terror de mi padre, acompañado por la angustia de mi madre. Me veían ya ensartado en el cuchillo de piedra, como ya había ocurrido con otros chicos del pueblo. Y no se les ocurría cómo evitarlo.
– Tendremos que mudarnos a otra casa -suplicaba mi madre-. A un rancho del pueblo.
– Tiempo al tiempo -dijo mi padre.
Lo único que hizo fue plantar alrededor de la casa una empalizada de amapolas, reforzada con alambradas de púas que prefiguraban un campo de concentración o una trinchera.
Encadenó al portón. Poco a poco se olvidaron de él. La gente no puede vivir sola todo el tiempo, sin tener alguien con quien comunicar sus pesares, sus secretos más íntimos.