Le pedí autorización para usar el argumento de su relato, uno de los más hermosos de la literatura latinoamericana.
Me miró hondamente, apoyado en su muleta de lisiado de guerra.
– Las historias del sufrimiento humano no tienen dueño -dijo-. Nadie ha escrito algo sobre eso por primera vez.
Escribí Misión.
Lo hice morir a Cristóbal Jara ametrallado en el camión que llevaba agua al batallón cercado en un cañadón de Yujra.
No sucedió así. Quedó allí, en el cementerio de Costa Dulce, enterrado vivo bajo la pesada caja del juez Clímaco Cabañas, en la sepultura cubierta de tierra bien apisonada.
Salu'í, la prostituta convertida en enfermera de guerra, enamorada hasta los huesos de Cristóbal Jara, le acompañó y murió con él en la aventura imaginaria del camión aguatero. Desaparecieron devorados por la inmensidad del desierto chaqueño, con otros cien mil combatientes.
Fue así como escritores de dos pueblos hermanos, enfrentados en una absurda guerra instigada y financiada por el petróleo, escribieron un relato con parecido final. El episodio ambivalente podía darse en cualquiera de los dos campos, sin negar en ninguno de ellos la idea de patria ni el heroísmo de los anónimos servidores del agua que luchaban y morían en los frentes de batalla del inmenso desierto.
Yo visitaba a Salustiana Rivero en un prostíbulo de Asunción, en la calle General Díaz, cerca del Hospital Militar. La apodaban ya Salú'í, apócope de su nombre, de su oficio, de su armoniosa figulina. Pequeña-salud.
Pero entonces su vida no estaba cumplida aún. Su cuerpo diminuto y ardiente brillaba en su desnudez como una flor oscura, como una estatuilla de greda modelada por los alfareros de Tobatí.
Yo no hacía el amor con ella. Pagaba mi óbolo a madame Paulette, la patrona del burdel, y aguardaba pacientemente mi turno.
Me gustaba mucho conversar con Salú'í. Tenía la sabiduría y la dignidad natural de los seres simples, la calidad profética de la mujer, propagadora de la especie, que conserva la pureza del corazón.
Me enseñó cosas más importantes que hacer el amor en la soledad de dos en compañía.
Amaba su oficio de dadora de placer.
– Yo puedo entregarme a los hombres que me pagan -decía-, porque no he encontrado todavía el hombre a quien yo pueda pagar con mi amor.
Cuando se declaró la guerra, Salú'í entró en el hospital. Se alistó como voluntaria y marchó al frente como caba de sanidad.
De la sombra mortecina surgió la silueta alta y desgarbada de Sergio Miscovski, el médico ruso. En un principio, antes de que le sobreviniera la catástrofe de su alma, fue el protector de los pobres del lugar.
Sergio Miscovski fue un tiempo el más pobre entre los pobres. Solitario, austero, poco atado a las palabras. No tenía más patrimonio que su tabuco de paja y adobe, su pipa de arcilla, su perro siberiano, que estaba siempre junto a él y al que le hablaba en ruso cuando iba a visitar a sus enfermos.
En sus ratos libres, María Regalada venía a cocinarle su frugal refrigerio y a limpiarle el tabuco. Él le dejaba de vez en cuando algún dinero sobre la mesa de la cocina.
Nunca cambiaron una sola palabra. El médico ruso tenía siempre la mirada perdida en la lejanía de estepas y recuerdos.
María Regalada estaba habituada al silencio de sus muertos. Le daba igual que estuviera o no el doctor. Ella limpiaba y aseaba el tabuco como lo hacía con las tumbas del cementerio.
Un paciente trajo al doctor una talla muy antigua de san Roque y su perro.
Una siesta, mientras el doctor dormitaba en su hamaca, la talla cayó de la mesa donde la había depositado. Saltó la tapa del zócalo. Del hueco de la imagen rodaron varias monedas de oro y plata y se desparramó un sartal de joyas de artesanía.
Vestigio tardío de plata yvyguy, aquellos tesoros privados, escondidos durante la Guerra Grande en los sitios más increíbles, hacía más de un siglo.
Sergio Miscovski exigió a los enfermos más acomodados que le trajeran tallas de santos para pagar las consultas. Una enferma muy rica de Asunción, a quien el doctor curó de una avanzada flebitis, le trajo un altar de las misiones jesuíticas.
Todo fue en vano. Los santos de palo no le ofrecieron más riquezas escondidas en sus entrañas.
Sergio Miscovski se transformó por completo.
En un acceso de locura destrozó las tallas, enfurecido contra la avaricia de los santos.
Violó a María Regalada sobre las imágenes degolladas, enfurecido contra su pasividad absoluta.
Sergio Miscovski, médico de la corte imperial, exiliado en Paraguay desde el triunfo de la Revolución de Octubre, tuvo ese triste fin en un país casi desconocido de América del Sur.
Huyó como un poseso y desapareció para siempre.
El perro siberiano continuó haciendo cansinamente el trayecto desde el tabuco al almacén, ida y vuelta, con el canasto vacío de las compras entre los dientes. Algunos veían seguirle una silueta humana en forma de una mancha de niebla iluminada.
– ¡Allá va el doctor!… -murmuraban las lugareñas santiguándose.
El almacenero echaba en el canasto alguna que otra butifarra, algún pelado hueso de puchero. Los chicos, por burlarse, ratones muertos e inmundicias.
Un tiempo después el perro murió de vejez y de tristeza, arrollado en sí mismo, a la puerta del tabuco de donde nunca se movía esperando a su dueño.
Al cabo de muchos años, se supo que el médico ruso era sacerdote en un poblado de Kenya.
Yo tuve en mis manos copia de los documentos de las ordalías a que le sometieron en el Vaticano tras un largo proceso de expiación y penitencia cumplido bajo las más duras penas en un convento de capuchinos.
No había prueba de las imágenes degolladas.
María Regalada estaba muerta y enterrada en su querido cementerio de Costa Dulce.
Su hijo, llamado también Sergio Miscovski, había desaparecido igual que su padre.
Veía yo -o leía en la memoria de un libro- a los leprosos bailando en los festejos del santo del pueblo, en Sapucai, para servir de escudo a los guerrilleros escondidos en el salón de la Municipalidad.
Las patrullas militares detuvieron el baile y ahuyentaron a culatazos a los malatos protectores, pero los guerrilleros ya habían huido.
Tampoco eso era verdad. Los guerrilleros fueron apresados por tropas del ejército y los malatos huyeron al leprosario.
Esto es lo malo de escribir historias fingidas. Las palabras se alejan de uno y se vuelven mentirosas.
Los personajes que viven y mueren en un libro, cuando las tapas caen sobre ellos, se esfuman, no existen, se vuelven más ficticios que el ficticio lector.
El cierre de este ciclo infernal era, cada vez, el fogonazo del túnel desmoronándose y sepultando para siempre a los excavadores. El angosto agujero de medio kilómetro de largo debía desembocar en los bajos del Parque Caballero en una hondonada boscosa de la bahía.
El sordo trueno subterráneo debió conmover los cimientos de la cárcel.
Tras el fragor asordinado por el polvo espeso el silencio del agujero era en sí mismo un sonido sepulcral. Perucho Rodi y yo éramos los últimos de la fila. Tenía medio cuerpo enterrado por una masa de lodo y de enormes trozos de asperón.
Fueron inútiles todos mis esfuerzos para arrancarlo de la trampa mortal en que estaba atrapado desde la cabeza hasta las rodillas.
Yo había descubierto de pronto el agujero de la alcantarilla, que nos ofrecía una inesperada brecha de escape. Le gritaba con todas mis fuerzas para darle ánimo, para decirle que había una salida al alcance de nuestras manos.
Perucho Rodi, compañero de estudios, camarada en la lucha política, no podía ya oírme.
Sólo dejé de tironear de sus pies cuando noté que quedaron yertos tras el último pataleo tetánico de la asfixia.
Se me clavó en la mente la última frase que dijo Perucho Rodi al entrar en el túnel, rumbo a lo que creíamos era la libertad.
«Debo conservar -había dicho riéndose- por lo menos el derecho de enamorarme de la muchacha más hermosa de la ciudad…»
El joven de origen griego, bello como Apolo, fue cazado por la novia que estaba enamorada de él, desde su nacimiento.
La raja polvorienta de sol se filtraba en lo alto mostrándome el camino. Me zafé por el hueco de la cloaca y me orienté hacia las barrancas, mientras oía a mis espaldas el rabioso tableteo de las ametralladoras en el patio de la cárcel.
La anciana, sentada en el borde de la zanja, dijo con cierta intención:
– De los treinta y siete presos que intentaron escapar, no hubo ningún sobreviviente. Cuantimás usted es el único… -dijo con algo parecido a una sonrisa de conmiseración.
Sus comentarios apenas balbuceados no correspondían a los hechos más que en lo oblicuo de los rumores.
Tal vez yo estaba más engañado que la anciana bajo los poderes de fantasmagórica creación que posee la fiebre. A los temblores del paludismo se sumaban ahora seguramente los de la infección generalizada.
No entendía lo de sobreviviente. Parecía más bien un sarcasmo.
La anciana transmitía el runrún de la ciudad.
Lo que no sabía era que la boca de entrada del túnel, en el cuadro Valle-í n° 4, había inspirado y justificado la versión policial de la tentativa de fuga y del ametrallamiento de prisioneros políticos.
La televisión oficial exhibía en los noticieros el tendal de cadáveres en el patio de la cárcel. El gran portón de hierro extrañamente abierto de par en par. La anciana había visto las imágenes en el receptor de un almacén. El comunicado se guardaba de hacer la menor alusión a los enterrados vivos en el desprendimiento.
Eso era verdad, hasta cierto punto.
Las autoridades no podían saber todavía que había un sobreviviente de la masacre colectiva.
Se me ocurrió pensar que la Técnica parecía establecer por el momento que los que no habían sido liquidados a la salida, estaban sepultados en el túnel bajo toneladas de piedra y lodo. Más adelante, cuando el revuelo se hubiese calmado, un poderoso buldózer abriría el angosto socavón, para verificar un recuento más ordenado y establecer la identidad de los enterrados.