Subir al viejo carromato de fierros viejos y descalabrados era meterse en el asilo de la paciencia.
Más que un viaje en tren aquello era una procesión.
La locomotora liliputiense, empenachada de humo, de chispas oliendo a densas resinas quemadas, traqueteaba a la vertiginosa velocidad de una legua por hora, sobre ruedas esmirriadas, semejantes a piernas muy combadas de pájaro.
Cansado de los duros asientos, del interminable traqueteo que petrificaba los cuerpos, el centenar y medio de pasajeros se largaba de los vagones a las trochas y seguía al tren en una festiva caravana, ruidosa de gritos, de cánticos, de motes burlescos, de una ingenua alegría infantil.
El pequeño santo patrono de hierro, de fuego, de humo, era empujado por sus fieles a lo largo de trescientos ochenta kilómetros, en tres días y tres noches de peregrinación.
La fiesta de san Tren.
Había otra clase de peregrinaciones, que no usaba el ferrocarril. La de los migrantes que trataban de llegar a la capital, a pie, desde distintos puntos del país, para instalar nuevas villas Miseria.
Las migraciones internas a las ciudades en busca de trabajo, de comida, de albergue, eran rechazadas en los alambrados de los mataderos.
Se registraban sus nombres, sus impresiones digitales sobre mesillas roñosas de grasa, de costras de sangre seca Imponían a los adultos el tributo de una pequeña mutilación, la última falange del dedo meñique, un trocito de lóbulo de oreja.
Luego, hombres, mujeres y niños eran cargados en los camiones de ganado y llevados a lugares parecidos a campos de concentración.
Todavía se ve vagar por los pueblos en mansa locura a menesterosos greñudos con el infamante muñón del meñique o el colgajo disecado de una oreja.
Estas procesiones y peregrinaciones no se dan tregua. Forman parte de la gran fiesta nacional, celebrada a perpetuidad.
Ahora los campesinos sin tierra invaden los latifundios enormes como países desiertos que simbolizan en la extensión sin límites la sagrada propiedad de la tierra.
Antes de salir de la capital, vi una manifestación de muchos millares de campesinos. Cada manifestante portaba como pancarta una larga tacuara con una ranura en la punta donde muchos de ellos habían colocado un dedo meñique modelado en arcilla y teñido con el rojo purpúreo del urucú.
La multitud desfiló en silencio ante el Palacio de Gobierno. El denso bosque de tacuaras fue dispersado por los carros de asalto de las fuerzas antidisturbios.
Hay otra migración más ínfima, que tampoco utiliza el ferrocarril la de los brotes y semillas de los bosques talados.
Capullos de selvas enteras tratan de huir, invisibles, a favor de los vientos, entre el rocío de la noche. Dejan atrás el hacha, las motosierras, los camiones del contrabando.
Desde el tren se veían pasar entre las nubes los brotes de las selvas migrantes. Los veíamos atacados por los pájaros. Cazaban los brotes verdes y tiernos como avío para el viaje. Con lo que las selvas germinales eran taladas de otro modo y quedaban nonatas en el buche de los pájaros migratorios.
El tren era una reliquia de los viejos tiempos. Un pequeño fósil de la Revolución Industrial, que los ingleses trajeron al país a precio de oro hacía siglo y medio.
Aún sigue rodando en una especie de obcecación elemental. Puja en las cuestas, en los puentes rotos, en las vías torcidas, bataneando con un ruido infernal en las junturas comidas por la herrumbre. Si marchaba todavía era porque en su ridícula pequeñez una fuerza inmemorial ponía en movimiento bielas, cilindros, fantasmas de vapor.
Avanzaba con el siseo asmático de la caldera, los estertores de la maquinaria, el misterio del ingenio humano.
La robusta salud de la Colonia.
Aquel tiempo antiguo era sin embargo más joven que los que íbamos envejeciendo en la procesión. Hombres, mujeres y niños, igualados, canosos por el polvo seco de la llanura, quemados por el sol y el humo oleoso de la locomotora, iban también envueltos en la memoria del presente.
A lo largo de más de cien años, la vida del país había quedado detenida en el tiempo. Avanzaba a reculones, más lentamente aún que el tren matusalénico.
Giraba la llanura inmensa hacia atrás, lentamente.
El pequeño tren daba la hora al revés, dos veces por semana, para los pueblos de la vía férrea.
Esta vía férrea, la primera del país, el más adelantado y próspero de América del Sur en el siglo pasado, era también la única.
Estaba destinada a ser la última.
Marcaba una frontera interior entre dos clases de país. No en su geografía física. Más bien en su topografía temporal.
La frontera de hierro separaba dos tiempos, dos clases sociales, dos destinos.
De un lado estaba lo antiguo, la gente campesina que conservaba en su modestia y pobreza la dignidad y austeridad de antaño.
Del otro lado, los acopiadores, los grandes propietarios, los funcionarios civiles y militares instalados en suntuosas mansiones. En grandes coches blindados japoneses o alemanes, de cristales opacos y rojas chapas oficiales, rodaban como bólidos por las calles de la ciudad, por autopistas y carreteras, sin respetar en lo más mínimo las señales del tránsito.
Los pueblos dormidos en el sopor del verano mostraban la tierra de nadie. La frontera de hierro era en todo caso una valla inexpugnable contra el futuro; un mentís rotundo a las glorias del pasado.
Las poblaciones sembradas en los campos retrocedían hacia atrás, hacia atrás, hasta desaparecer.
El tiempo no contaba allí. Nadie pensaba en el mañana. Menos aún en el ayer.
La gente simple no tiene poder sobre la hora.
Del otro lado del alambrado de las estancias vacunos esqueléticos, reses flotando en la vibración del sol en los alambres, nos miraban pasar.
Cuernos apuntando la tierra, ojos hundidos en lo oscuro, colas tiesas, chorreadas de bosta seca, caídas hacia el pasto vitrificado.
Raspaban con el morro la tierra dura.
Quién ha de saber si el ánima del hombre sube hacia arriba en tanto que el ánima del animal se hunde bajo tierra. ¿O es a la inversa?
Esas bestias debían de saberlo.
No parecían animales vivos. No eran sino bestias inanimadas. El cuero ceniciento era lo único que les quedaba sobre los huesos.
Osamentas en pie sobre los campos calcinados de luz inmóvil.
Esperaban el llamado de la tierra para entrar.
Arriba esperaban las aves carniceras vigilando las carroñas que aún se movían.
De repente, como surgido de la tierra, un caballo de ahilada estampa, crines revueltas, larga cola erizada por el viento, pasó al galope en dirección contraria al tren, lanzado a toda carrera, en el delirio de su propio ímpetu.
Un caballo malacara. No el doradillo de pelaje rojizo con una mancha blanca en la frente, que es el auténtico malacara.
Todo blanco, la cabeza embozada de manchas negras, galopaba flotando en medio del polvo y del viento.
Un caballo enmascarado.
Sin brida, sin aparejos de montura, sin jinete, era un caballo suelto, salvaje.
Escapaba de algún perseguidor tan fantasmal y delirante como el malacara.
Aparecía y desaparecía en los desniveles del terreno, agitando la cabeza, el cuello corvo lleno de músculos, aceitados de sudor.
Llamaba a alguien con poderosos relinchos que se oían claramente a pesar del ruido del tren.
– ¡Him… lo'mitá!… ¡El malacara del coronel Albino Jara! -exclamó un viejo-. ¡Ya está galopando otra vez!
– Su pora suele aparecer cuando va a haber tormenta -comentó otro.
El malacara agitaba la cabeza bebiendo los vientos.
– No para de galopar. ¡Hace cincuenta años que busca a su patrón! Desde los cerros de Paraguarí hasta Carapeguá anda en busca del coronel, a quien llevan herido de muerte en una carreta -comentó el viejo.
– Algunos han visto al propio don Albino, en uniforme de gala, galopando sobre su malacara al frente de sus famosos cadetes… -dijo una mujer inmensamente gorda. Llevaba a sus pies un canasto de chipaes y una jaula cerrada, hecha con varillas de tacuara y cubierta de un paño rojo. Al parecer iba encerrado en ella un perrillo o un gato.
– Hombre muerto no pelea -dijo el viejo-. Y el coronel Albino Jara hace mucho que murió.
– Esos hombres únicos no mueren -dijo la chipera imitando el tono patriotero de las apologías televisivas-. Quedan vivos en la memoria de la gente.
– El coronel Albino Jara sólo quiso ganar la revolución para tener a su disposición todas las mujeres del Paraguay -comentó burlón el viejo.
– No le hacía falta para eso una revolución -sentenció la mujer con exaltado fanatismo-. Las damas de lo más café de la época le andaban detrás en procesión. Una de ellas hasta se suicidó porque el coronel no le llevó el apunte. Él era un patriota, no un mujeriego.
– El coronel Jara se murió de susto, acorralado por los gubernistas en Carapeguá -dijo la voz cavernosa del viejo.
– ¡A quien de susto se murió en su mierda se lo enterró!… -refraneó un muchacho gigantesco con un pañuelo colorado al cuello.
– ¡No hay que ser malhablado, mi hijo! -protestó la mujer.
El caballo braceaba en el aire como si el suelo le fuera faltando ya bajo los cascos. Removía la cabeza, lleno de furia, como queriendo desprender el antifaz de manchas negras que tenía sobre los ojos.
De los ollares brotaba un vapor azul. Alguien le pegaba tironazos y lo hacía caracolear erguido sobre las patas traseras.
Un jinete, invisible en la luz, cabalgaba el espléndido corcel.
Las crines le habían crecido al malacara de tal manera que semejaban, a sus flancos, dos alas fabulosas batidas por el viento.
Tras un último corcovo, en el que pareció que iba a emprender vuelo, la silueta blanca, vaciada en negro, desapareció tras la ceja del monte.
– Yo viajo permanentemente -dijo la mujer doble ancho-, Asunción-Encarnación, ida y vuelta. No me bajo casi del tren. El caballo siempre sale a galopar, a la misma hora, en estos mismos campos de Paraguarí. Espero ver un día al propio coronel Jara montado en ese caballo de otro mundo.