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El habitante invisible de la jaula se removía con chillidos y zarpazos de furia.

– ¡Pobrecito Guido, mi piticau! -se condolió la inmensa mujer-. ¿Te falta aire y estás hambriento, ayepa?

Empinó con esfuerzo la mole de su corpachón y extrajo de la jaula un pequeño mono, que al verse libre hizo mil morisquetas y besuqueó a su dueña con voluptuosidad casi humana.

De la familia de los cebidae-mirikiná, el simio díscolo y movedizo era en sí mismo un espectáculo sorprendente.

La miniatura estaba revestida de sedosa pelambre color canela. Los pelos parecían teñidos en las puntas de un tierno matiz de rosa silvestre. Dos manchas albinas alrededor de los ojos enormes y saltones destacaban un iris rojizo, llameante, casi magnético. La cabeza aún más pequeña que el cuello no cesaba de moverse en una constante vibración que parecía irradiar ondas tornasoladas.

La dueña lo acarició soñadoramente. El mico enrolló la larga cola a su cuello y se esponjó en total inmovilidad, como esperando la dádiva habitual.

La chipera arrancó una banana de oro del cacho que tenía en otra canasta, la peló y la tendió al mono. Éste la puso entre las piernas con cierta actitud c'.obscena, que parecía ensayada, y empezó a masticar la banana con sus dientes muy pequeños y agudos.

– No sea zafado, mi rey, delante de la gente -le regañó la chipera propinándole un leve coscorrón en la cabeza y arrojando el trozo de banana por la ventanilla. El cuerpecillo del mono se bamboleó fingiendo un desmayo tan perfecto que pareció estar muerto.

La mujer lo acarició. El mono se incorporó de un salto, lanzando agudos chillidos de alegría.

El monicaco se convirtió en centro de interés y en hazmerreír de los pasajeros que se fueron amontonando en torno al improvisado espectáculo.

Trepó el mono al pecho de la mujer y paseó sus miradas victoriosas sobre todo el concurso. Sentado en la blanda y vasta meseta, se aplicó en alisar las crenchas de su dueña y en acariciarle el rostro con las manos enguantadas de una pelambre rosa y gualda.

Los espectadores aplaudieron. La mujer se esponjó de orgullo.

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De pronto la escena cambió. La pelambre que cubría el vientre del mirikiná mudó de color repentinamente.

La silueta del pigmeo, acurrucado sobre esos pechos, cobró una apariencia humana alucinante.

Era una especie de viejecillo enano, de ojos libidinosos, dibujado a perfil contra la inundación verde del cielo en el recuadro de la ventanilla.

La dueña buscó esquivar las extralimitaciones que se hacían cada vez más abusivas. Terco y obstinado, el mono no cesó en su acoso de seductor, de violador.

Entonces ocurrió lo impensado.

El rostro primitivo se iluminó en una llamarada de pasión incontenible. Rápido como el rayo metió las dos manos en los senos de la mujer. De los genitales del mono brotó un chorrito largo y espeso de esperma que cayó en la falda de la mujer.

– ¡Aña-rekó! ¡Mono puerco y zafado!… -le insultó la mujer dándole esta vez un fuerte papirotazo.

La tez retinta del rostro mulato se cubrió de un rojo violáceo, como bañada de cinabrio.

Los pasajeros ulularon de placer.

La chipera se arrancó el mirikiná de los pechos y lo encerró a bofetones en la jaula, barbotando maldiciones. Éste le respondía desde adentro con carcajadas atipladas y estridentes de viejo verde, embistiendo por dentro la jaula en un alud de arañazos.

– ¡Cállese, Guido, mono de mierda! -vociferó la mujer, descargando un manotazo sobre la jaula.

El mono empezó a aullar como un perrillo ladrador. Cada vez con más furia cuando la mujer lo llamaba por su nombre de pila.

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En medio de la explosión de carcajadas y gritos, vi algo que me heló la sangre. El viejo síncope del miedo, que creía haber olvidado, volvió a retumbarme en las sienes.

Detrás de la aglomeración, en la penumbra del vagón, divisé las siluetas de tres hombres corpulentos con la inconfundible traza de matones de la policía política. Comentaban, divertidos y excitados, las hazañas del mirikiná.

Reconocí a uno de ellos. Lucilo Benítez, alias Kururú-piré. El más tristemente famoso torturador de la Técnica. La cara cribada por la viruela le había valido el apodo de Piel de sapo, que resumía su salvaje catadura de batracio, de saurio, de fiera.

Siete años atrás, cuando caí preso, me torturó a su antojo durante meses hasta que un infarto me libró de sus manos, semicadáver.

El otro era el no menos famoso Camilo Almada Sapriza, conocido simplemente por el apodo de Sapriza, compañero y émulo de Kururú-piré.

Junto a ellos estaba Hellmann (a) Himmler, torturador y matador de campesinos.

Recorría los pueblos sembrando el terror y la muerte al menor brote de insurgencias, de ocupaciones de tierras en los grandes latifundios, de formación de nuevas ligas agrarias clandestinas.

Sus facultades eran ilimitadas para disponer de las fuerzas policiales y militares que necesitara.

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A Hellman (a) Himmler y a Sapriza yo no los conocía. Era fácil deducirlo. Estas tres siniestras estrellas de la Técnica (apodadas las Tres Marías) andaban siempre juntos en sus viajes de cacería por el interior, cuando había algún «trabajo» importante.

Hellmann, oriundo de la colonia alemana Hoenau, como el dictador, se había formado con los camisas negras de Himmler. Lucía efectivamente una camisa negra, pantalón y botas del mismo color, reminiscentes del uniforme de los ss. Del cinturón lustroso y anchísimo le colgaban sobre las caderas dos pistoleras sujetas por correas a los muslos, y en ellas los pistolones de calibre 45.

No los había visto subir al tren en ninguna estación del trayecto. No los vería descender tampoco.

Ubicuos, invisibles, compactos, podían estar en varios sitios al mismo tiempo. Sapriza y Kururú-piré volaban adonde hiciera falta su mano de hierro, su implacable y fría ferocidad. Hellmann, el mercenario asesino, los esperaba con el plan de ataque preparado.

Rara vez se dejaban ver en público. El tren era casi un vehículo de ultramundo en el que todos viajaban en total anonimato.

Los tres hombres estaban juntos. Pero solos. La aguda, codiciosa, siniestra crueldad de sus caras los hacía iguales, idénticos.

Allí estaban los tres, apartados en la penumbra del traqueteante vagón, riéndose a mandíbula batiente como los demás pasajeros. Unidos en la misma turbia, morbosa excitación que las monerías eróticas habían desatado.

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El miedo instintivo, aun en los que no conocían a los execrables personajes, creaba alrededor de ellos un vacío hechizado que nadie se animaba a franquear.

Lo primero que se me ocurrió fue que los tres grandes popes de la Técnica no me hacían el honor de venir personalmente a capturarme. Eso resultaba totalmente absurdo en el escalón de las jerarquías y funciones policíacas.

Ellos no iban en busca de los delincuentes políticos. Se los traían servidos en bandeja para el trabajo de fondo en el aquelarre de la cámara de torturas.

Yo debía intentar, de alguna manera, hablar con ellos. Oculto en mi espectral condición, puesta a prueba con éxito varias veces, debía averiguar qué se proponían con este insólito viaje en el tren tortuga.

Superado el síncope, me invadió una sensación de seguridad, de inmunidad casi absolutas, ante esos bestiales figurones del averno de la Técnica, que afectaban forma humana y hasta un aire sonriente y bonachón. Por lo menos, en Kururú-piré y Sapriza.

La férrea máscara de Hellman (a) Himmler no mitigó en ningún momento su depravada catadura.

¿Qué hacían estos hombres en este tren? ¿Qué se traían entre manos?

Ellos disponían de poderosos automóviles y hasta de helicópteros. Los mismos desde los cuales eran arrojadas las víctimas, aún vivas, sobre las selvas, cuando no eran «empaquetadas» y enterradas en baldíos y hasta en los jardines de mansiones de familias enemigas del régimen como macabros presentes.

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Más de una vez las miradas de Lucilo Benítez se cruzaron con las mías. Fingió no reconocerme. O quizás efectivamente no me reconoció. De esto no me consideraba del todo seguro.

Lucilo Benítez, alias Kururú-piré, debía suponer que yo estaba sepultado en el desmoronamiento como los otros fugados. Pero no podía estar enterado todavía de que yo era el único sobreviviente, salvado por azar del derrumbe.

Salvo que los técnicos de la policía hubiesen desmontado ya el profundo y estrecho túnel, y que el recuento de los cadáveres hubiese arrojado la falta de uno.

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Debía considerar todas las variantes posibles; situarme en el punto de vista, casi omnisciente, de los torturadores.

¿A qué atribuir el especial privilegio de este «encuentro», si no se debía a una mera y casi inverosímil jugada del azar?

Me negaba a admitir en aquel momento que los tres sicarios mayores de la Técnica me hubiesen reconocido.

En la lógica demoníaca de la represión, esto era casi imposible.

Es sabido y está comprobado que los torturadores nunca olvidan ni el rostro ni los nombres de sus víctimas.

Estos tres expertos destazadores añadían a su fama otra no menos taumatúrgica: la memoria indeleble, fotográfica, de los cuerpos que destruían, de los nombres que borraban del mundo de los vivos, de los destinos familiares que descuajaban en los húmedos sótanos de la cámara de torturas.

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Yo debía aferrarme con uñas y dientes al hecho increíble de que mi torturador no me había reconocido. En mi vida a salto de mata por las praderas del azar había ensayado, casi siempre con éxito, esta facultad, en cierto modo paranormal, de hacerme invisible, o por lo menos de pasar inadvertido de la gente a quien no quería ver o que deseaba que no me viera.

En mi caso, se sumaba a mi favor el hecho de que «técnicamente» yo estaba muerto y enterrado bajo las toneladas de tierra del desprendimiento.

Un torturador no puede admitir que viaja por casualidad en compañía de un fugitivo dado por muerto. Y menos aún que el azar los hubiese reunido en una carambola diabólica.

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