Estaba claro que ellos no habían subido al tren sabiendo de antemano que yo iba a embarcarme en la diminuta y lenta antigualla.
Un torturador nada sabe del cálculo de probabilidades, del universo matemático de los grandes números, de sutilezas estadísticas.
No cree en el azar, pero sí cree en Dios a pie juntilla, o en la potencia política a la que sirve con religioso fanatismo.
Pensé que el azar sólo es posible porque existe el olvido. El azar repite sus jugadas, sólo que de manera diferente cada vez. Olvidar sus variantes es igual a no conocer sus leyes, probablemente las más rigurosas que rigen los movimientos del universo.
¿Quién puede jactarse de andar como guiado por un hilo por este laberinto inescrutable, velado de espeso polvo matemático?
Los sicarios -uno de ellos sobre todo- no podían haberme olvidado. Los descolocaba sólo la fractura de espacio y de tiempo en que mi presencia estaba instalada, en un recodo de laberinto fantasmal.
Me pensaban sepultado en el socavón hacía diez días. No me imaginaban viajando con ellos en un tren tan viejo como el país y tan destartalado como él.
De haberme reconocido, Lucilo Benítez (a) Kururú-piré no habría podido dar crédito a tal espejismo, semejante a una brujería, que disminuía y anulaba su poder.
Una sola alternativa destruía estas posibilidades: la presencia de los tres esbirros mayores de la Técnica no era más que el producto del obsesivo temor encarnado en esos matones rodeados de un aura siniestra.
Yo estaba viviendo una obsesión, una nueva fantasmagoría de la fiebre.
La presencia de los tres sicarios era pues puramente imaginaria. La reflexión parecía correcta. Pero esta alternativa podía formar parte, a su vez, de la obsesión que me dominaba.
Ellos estaban allí.
El grotesco y lúbrico entremés del mirikiná había hecho olvidar por completo la presencia de los torturadores. Me extrañaba, sin embargo, que nadie hiciera alusión al insólito encuentro.
– Su mono le ganó al coronel -rió el viejo con su cloqueo acatarrado, en un eco tardío de la conversación anterior-. ¿No es verdad, señora?
La interpelada no contestó, como si no le hubiera oído.
Esa gran mujer estaba dispuesta a humillarse, pero no hasta la maceración.
Encendió dignamente el gran cigarro que había estado fumando cuando la aparición del caballo fantasma, y empezó a arrojar bocanadas de humo por la ventanilla, como si echase a volar sus recuerdos al aire de la calcinada llanura.
– ¿Por qué le puso a su mono nombre de cristiano? -tornó a preguntar capciosamente el viejo.
– El mono es el animal que más se parece al cristiano -condescendió a responder-. Es ya casi un cristiano luego, en forma de un pequeño hombre peludo. Le puse Guido en memoria de mi marido, Guido Antonio Salieri, un señor de familia aristocrática de Asunción, de origen italiano. Era músico y escritor en joda. Le gustaban los monos. Éste me lo trajo del Brasil, un poco antes de morir. Mucho también le gustaban los caballos de raza… y las mujeres. Yo era la sirvienta de la casa nomás, a la edad de Bersabé. Era linda como ella. Cuando murió su señora, Guido me pidió que me quedara a vivir con él. El mono era como nuestro hijo. Por eso le puse el nombre de Guido. Así cada vez que lo llamo me acuerdo de Salieri… mi infiel, mi recordado, mi querido Guido Antonio… Mi Guiducho…
El viejo se había dormido.
El auditorio se disolvió. Los torturadores desaparecieron. Alguien comentó que se hallaban encerrados en la cabina del comisario bebiendo interminables jarras de tereré helado, ensopado de hierbas medicinales contra las enfermedades venéreas. Tema obligado de coloquios machunos en torno a la guampa de tereré, transpirada del frío sudor del hielo.
Hasta en las sesiones de tortura Kururú-piré sorbía sin pausa la gruesa bombilla de plata labrada con embocadura de oro brillando en la enceguecedora luz de los reflectores y de la soldadura autógena de la picana.
El esfuerzo de pensar en qué forma podía intentar el abordaje de los matones me había sumido en un profundo adormecimiento semejante a un estado de trance.
Nada recuerdo de ese oscuro estado segundo, salvo la sensación de haber conversado apaciblemente con Lucilo Benítez, (a) Kururú-piré, en un intervalo de las torturas. Luego, en el pasillo del tren. Luego, en el cruce de los dos trenes gemelos.
La escena de la conversación con mi torturador era nítida, real, como contemplada al sesgo desde muy abajo. La otra escena del sueño, en segundo plano, pero constante y vertiginosa, era la de dos trenes gemelos, como éste, que se cruzaban a toda velocidad.
En la ventanilla de uno iba Lucilo Benítez. En el otro iba yo del mismo lado. En los cruces, los vagones se rozaban arrancándose chispas y pedazos del maderamen.
En fracciones de segundos, que parecían alargarse al infinito, Lucilo Benítez y yo nos mirábamos cambiando palabras que el ruido nos impedía escuchar.
Detrás del vidrio la cara mofletuda, cribada de viruelas, se deformaba y se inflaba como un globo en una sonrisa idiota pero llena de suficiencia y poder a punto de estallar. Así incontables veces, hasta que en uno de los cruces los dos trenes chocaron y penetraron uno dentro de otro en un terrible estrépito de hierros y cristales destrozados. Yo sentí que mi cuerpo entraba en el de Lucilo Benítez y que su cabeza sustituyó a la mía, llenándose de agujeros como los del queso gruyere. La vi derretirse en una masa blanduzca, llena de sangre, que chorreaba por la ventanilla. El estruendo me despertó. Me fui incorporando con lentitud infinita en la masa de tierra y de polvo del desmoronamiento, tosiendo, al borde de la asfixia.
Por el cambio de luz comprobé que había dormido varias horas. Acaso un día entero. Un día y una noche. No lo sé.