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Décima parte

1

Con los alumnos de la escuela el maestro Gaspar construyó un columbario en el cementerio, trabajando sábados, domingos y fiestas de guardar.

El maestro explicó un poco de arquitectura romana antigua. Habló del coliseo, el gran anfiteatro circular donde los cristianos eran echados a las fieras y los gladiadores luchaban entre ellos y con las fieras en honor del César dictador, como para que la gente se divirtiera un poco y el tedio no se apoderara del imperio.

El columbario, en cambio, explicó el maestro, era un mausoleo donde los romanos colocaban urnas y vasijas funerarias. Dijo que nosotros íbamos a construir un columbario para la gente viva, donde la idea de la muerte fuera desterrada para siempre.

El columbario quedó terminado en poco tiempo.

A la par que la escuela, el columbario era el monumento más hermoso del pueblo. Podía estar en la plaza, en lugar de estar en el cementerio.

Con ese monumento de gracia, de color, de vida, el cementerio mismo podía lucir en la plaza en lugar de la fea rotonda de palo, paja y barro levantada frente a la iglesia en ruinas.

Después de las lluvias el columbario parecía un huevo inmenso y transparente de todos colores, acabado de poner. Los huecos de los nichos vacíos daban la impresión de que el columbario se hallaba encerrado dentro de un coliseo también transparente.

Las golondrinas que venían del frío tejían sus nidos dentro de los nichos. Alimentaban a sus pichones picoteando las velitas de sebo y los dulces de ka'í-ladrillo que dejábamos allí para regalo de las almas en pena y de los polluelos de golondrinas y gorriones.

Los escueleros estábamos orgullosos de la obra maestra que nos había hecho hacer el maestro.

Daba alegría ver esa hilera de nichos, todos vacíos, adornados de filetes y filigranas al estilo árabe, que el maestro había pintado con las tinturas del bosque en colores rojos, azules, negros y amarillos. Hasta el negro del oxiacanto era más vivo y alegre que el púrpura del urucú o del achiote. Menos triste que el celeste del mercurio de plomo parecido al color turbio y azulado del ojo tuerto.

Una dicha para ver y recordar siempre.

Allí aprendimos que la muerte no existe cuando no se ve el cuerpo muerto.

Cuando no hay nada que enterrar, nada que recordar bajo tierra, la vida se pasea por todas partes como dueña y señora.

Los nichos vacíos con una flor y una velita encendida ahuyentaban la muerte. Como si la retaran:

– ¡Fuera de aquí, cangüetona!

No entendíamos, no queríamos aceptar que con la muerte todo se acaba sin esperanza. Como si el alma de los difuntos no pudiera estar sino bajo tierra, como la de los animales. O bajo agua, como la de los ahogados.

2

En el tiempo de antes la vida en Manorá era una fiesta para nosotros, los escueleros. El maestro Gaspar velaba por nosotros.

A cada cabeza, su seso, decía.

Los domingos y días de fiestas de guardar, el maestro repasaba la pintura de los floreritos con colores diferentes, de modo que siempre estaban nuevos y luminosos. Se subía a pintar hasta los capiteles de las columnas y las cupulitas del columbario. Una vez rodó desde lo alto pero cayó de pie, como los gatos, sin hacerse ningún daño.

Los alumnos barríamos y hacíamos relucir de limpio el columbario parecido a un panal de muchos colores, a un alhajero de plata, a una colmena cruzada por las franjas del arco iris.

Vivíamos de lo vivo a lo pintado.

Todas las semanas, ida y vuelta, pasaba el tren frente al cementerio con largas pitadas de saludo al columbario y a la escuela.

El maquinista se sacaba la gorra negra con brillante visera de hule, gritando: «¡Salud, maestro Cristaldo!… ¡ Salud… lo' mitaí-partida!»

También los pasajeros nos saludaban con gritos alegres, sacando medio cuerpo por las ventanillas y tosiendo en medio del humo.

Entonces nos parecía que Iturbe y Manorá salían de su aislamiento y se juntaban con el resto del país, mediante el trencito de morondanga que subía y bajaba la frontera de hierro.

La figura de pájaro con ruedas y las pitadas del tren eran las cosas más queridas para los que no teníamos otra diversión que verlo pasar con su inmensa cola de humo.

El ruido del tren resonaba todo el tiempo en el pueblo como un temblor de tierra y de felicidad. Lo oíamos en nosotros aun durante el sueño.

3

El maestro entregó a cada alumno el nicho que debía cuidar. ¡Y guay del que se olvidara de poner su flor en los floreritos de cerámica fabricados y pintados por el maestro!

Los chicos llenábamos los nichos vacíos con nuestro propio deseo. Los más grandullones, con la imagen soñada de sus prometidas o de sus novias secretas.

A veces, hasta con la novia del amigo.

Las chicas eran más honradas y soñadoras. Ponían las fotos de sus artistas de cine predilectos, recortadas de las revistas que llegaban de tanto en tanto de Villarrica.

Yo puse en el nicho que me correspondía cuidar la imagen de Lágrima González, que fue mi prometida de toda la vida hasta los trece años.

Por su aroma y lo pintado, mi flor valió poco.

Lágrima, a los quince de su edad, fue a Villarrica a seguir con sus estudios.

Allá se le ocurrió dedicarse a otra cosa.

4

Lágrima rebosaba de vida, de viajes, del yo quiero ahora mismo, del abran paso y anchura que aquí va la hermosura. Tenía cara de no haber suspirado nunca.

Era demasiado buscona. Traviesa de cuerpo. Muy bellacona y tunanta del ombligo para abajo. Era la única chica que se animaba a bañarse desnuda en la playa entre los varones, tentándoles con los contoneos de sus caderas y senos en la danza del vientre.

No era para estar encerrada en un nicho de cementerio, en la flor de la vida, como la flor de un día en un florerito pintado.

No estaba hecha para sentir y soñar lo sutil del vivir. Le gustaba tocar todo con la piel.

Lágrima era capaz de desatar todos los nudos en su apuro, con uñas y dientes, por duros y tupidos que fuesen.

Yo la amaba por eso.

Cuando supe que se había hecho mujer de la vida, la quise mucho más. Había encontrado su camino.

Se había encontrado a ella misma.

Le seguí poniendo en su florerito la rosa más linda, mojada con el rocío mañanero y con mis lágrimas nocturnas. Le enviaba un beso en cada pétalo.

No sufría por ella. Sabía que a Lágrima no le iba a faltar nada, nadie nunca. No le iban a faltar hombres. A virgo perdido nunca le falta marido, decía el signore Octavio Doria cuando la veía pasar con su leve contoneo de cabrita medio chiflada.

Yo sabía que nada podía ensuciar ni corromper su sangre caliente de animal joven hecho para vivir.

Tuvo muchos nombres, muchos alias. Uno nuevo para cada nuevo amante. Hortensia, Idomenea, Sulama, Florinda, Niñón, Filomena, Leticia.

Se quedó en Lágrima, que era el más alegre, el que mejor le sentaba.

5

El maestro tenía también su limbo de personajes que habitaban los libros de historias fingidas que él había leído y amado.

No se trataba de una biblioteca común ni comunal.

En todo el pueblo no había ninguna.

Eran muy pocos -por mejor decir ninguno- los que en su vida habían leído un libro de esta especie. Y menos aún los que supieran qué cosa es un libro.

El limbo del maestro Cristaldo era exactamente eso: un lugar parecido a los sueños, fuera del espacio y del tiempo, donde moraban los personajes de las historias inventadas.

Vivían allí, siempre en presente, en los estados de vida después de la muerte que únicamente los personajes de la imaginación pueden vivir.

Ese limbo era un estante de la memoria colectiva. La mente poderosa del maestro Cristaldo había podido construir uno de esos libros, tan necesarios para los pueblos. Lo tenía guardado en la cueva subterránea situada bajo la laguna.

Él la denominaba mi Taberna de Almas.

Los escueleros sabíamos de este culto que él dedicaba a los personajes que vivían en los libros y cuyas aventuras comenzaban cada vez que alguien abría un libro y comenzaba a leerlo.

Nos llevaba a veces a leernos esos libros, a contarnos sus historias. A imaginar otras, a partir de ellas. A incitarnos a crear limbos que no estuvieran ocultos en cavernas sino abiertos a la comunidad.

– Hay muchos que odian los libros -dijo con un rictus de amargura-. Serían capaces de quemarlos. El jefe político Fidel Enríquez sería el primero en hacerlo. No hay nada que humille tanto a los ignorantes como un libro.

Ninguno de nosotros, ni bajo pena de muerte, hubiera descubierto el secreto del maestro.

Éramos los socios de su sabia vida.

6

El sacristán espió al maestro y descubrió el misterio de esa gente extraña que tenía escondida en la cueva.

Ni corto ni perezoso, don Gumercindo chivateó al cura sobre el hallazgo inopinado de esa grey clandestina que no era la de la Iglesia.

Hubo un gran jaleo en el pueblo.

Con el auxilio del juez y del alcalde, el cura revestido con ornamentos fúnebres encabezó la procesión de las cofradías.

El jefe político Fidel Enríquez, instigador de la muerte de Leandro Longino Santos, le hacía escolta con su escuadrón de gendarmes montados en soberbios alazanes.

El cura Orrego se llegó hasta la «taberna de perdularios» escondida bajo la laguna.

Solemnemente mandó cerrar «ese antro del demonio -dijo en su violento sermón- donde el maestro tenía asilados y acaudillados a truhanes y gente de avería, salidos de libros blasfematorios y sacrílegos…»

– ¡Vade retro, Satanás! -increpó el cura al maestro-. ¡Usted es un maldito negro del demonio!

– Aunque negro soy y no nacido, alma tengo… -replicó mansamente el maestro.

Los personajes se negaron a salir.

Armaron su contraprocesión, dirigidos por el propio Supremo Francia. Éste mandó leer un bando de repudio contra las autoridades abusivas.

El que tocaba el tambor del bando era el sargento músico Efigenio Cristaldo, bisabuelo del maestro Gaspar. Se le veía la gran joroba callosa en el pecho que le había criado el borde filoso del bombo después de haberlo tocado día y noche por más de cincuenta años.

El Supremo Francia exigía más energía y ritmo al viejo tamborero. Se notaba que quería por fin reivindicarse ante el pueblo, él, que había sido en su tiempo el hombre más culto, el más poderoso del Paraguay.

24
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