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Oí por segunda vez la risa senil a mis espaldas.

Giré desconcertado ante la inexplicable actitud de la anciana.

Una niña de rizos rubios venía haciendo rodar un aro por la acera. Se me adelantó y desapareció en una esquina.

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Hice todo lo contrario de lo que me había recomendado la anciana.

El deseo de probar mi nueva identidad usurpada, incolora, impersonal, ardía en mí como un frío afán de venganza, como el único poder del que puede disponer un espectro entre los vivientes.

Pasé frente al Departamento de Policía, erizado de agentes uniformados y en atuendo de civil, de patrullas fuertemente armadas, abarrotado de tanquetas. Me detuve allí un rato y me mezclé con los servidores del orden.

Nadie pareció fijarse especialmente en mi persona. No se ve todos los días a un muerto paseando por la calle.

Era una segunda prueba victoriosa. Confortó en mí la sensación de segundad y naturalidad que trataba de aparentar.

Me observaba de paso en las vitrinas y comprobaba satisfecho la verosimilitud de mi nueva identidad

Bajo la ropa y los desperfectos del rostro que ocultaban la mía, era un Pedro Alvarenga muerto y resucitado.

Hubo momentos en que hubiera querido gritar a voz en cuello.

«¡Mírenme reconózcanme soy yo el único escapado del túnel el solo y único sobreviviente de la matanza de la cárcel!»

En un quiosco de la Plaza Uruguaya compré un lápiz y un grueso cuaderno de escolar sin un fin preconcebido. Algo absurdo. El reflejo mecánico de la antigua obsesión.

El quiosquero Pablo, que antes vendía mis libros, me observó arrugando un poco la nariz. Tampoco me reconoció. Me ofreció un libro sobre ocultismo y la revista pornográfica Interviú.

Dije no con un gesto.

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