– No toque usted, señor don Lucas, misterios que no puede entender. Lleve usted a su hijo. Cuídelo con alma y vida para que sea hombre de provecho.
Yo me quedé atrás para no seguir escuchando la discusión. Todavía oí que el maestro decía «No olvide, don Lucas, que hasta el morir todo es vivir>>
El maestro iba erguido en su braza y media de estatura, sin disminuir el ritmo de su marcha. Los pasitos cortos hacían trastabillar las zancadas de mi padre, a quien le costaba mantenerse a la par de su interlocutor.
Dije «¡Qué alto es mi padre! Sobre todo cuando está enojado…» Parecía caminar en puntas de pie.
Noté que mi padre se iba calmando. El tono de su voz se suavizó y me pareció que le estaba pidiendo disculpas al maestro por haberle ofendido.
El maestro marchaba silencioso, impasible, pensando en sus cosas, como si sus pies no tocaran el suelo.
La pelusa rosada del amanecer ponía una especie de tenue luminosidad en el ala de su oscuro y estropajoso sombrero de paño.
Vi a mi padre que se doblaba y torcía para mantenerse a la altura del maestro y no interrumpir el hilo de su hablar. Daba la impresión de que iba caminando de espaldas. Una posición tan forzada era imposible mantener por largo trecho.
Las largas piernas de mi padre se enredaban en extraños pasos de danza. Perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el polvo del camino.
El maestro se detuvo, serio, afligido.
Tendió la mano de pasita de uva a mi padre. Mi padre se la tomó y se incorporó escupiendo tierra.
La escena pintoresca y absurda me hizo reventar de risa por dentro y logró que me olvidara de las penurias sufridas.
Sólo dije: «Papá y el maestro Cristaldo son iguales de altos.»