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Mi padre apreciaba en ese momento mi callada humildad.

Me daba un beso en cada mejilla y un abrazo en señal de reconciliación. Calmada su agitación, se iba más sereno a su sueño.

Cojitranco, dividido por la mitad, como el Jacob de Lucha hasta el alba, yo no encontraba mi lugar entre esos seres queridos que se habían adaptado al desnivel que sufríamos en el entramado de una sociedad de amos y siervos.

Duro y compacto, mi padre era inmune a los trastazos e injusticias de los desequilibrios sociales. Para él los amos estaban arriba y los siervos abajo. Para mí los verdaderos amos eran esos chicos libres, sucios y hambrientos, comedores de tierra, cuya compañía me estaba vedada por la doble barrera del idioma, por los prejuicios de clase, pero a los que yo amaba y admiraba.

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Más tarde comprendí que mi padre se enfurecía contra mí por su propio pecado. Él también escribía sin cesar.

Escribía cartas dignas del mejor epistolario clásico de la Iglesia.

Conservo una con especial devoción: la que me escribió cuando comencé mis estudios en Asunción, en casa de mi tío el obispo.

Me hablaba en ella de su hermano, a quien consideraba un verdadero santo, como en verdad lo fue. Este prelado pobre, amigo servicial de los pobres, vivía relegado en su vieja casa, deliberadamente olvidado por la joven clerecía. Apenas se le mencionaba ya como ejemplo incómodo y anacrónico del viejo cristianismo «con olor a catatumba».

«¡Ese espíritu ya murió…!», clamaba mi padre.

En los años de mi vida, cuando me dediqué al estudio de los clásicos latinos, no leí ninguna hagiografía semejante a la escrita por mi padre en su larga carta sobre el viejo prelado, un verdadero justo entre los justos de la tierra.

El estilo carnoso, vital, de san Agustín, el estilo seco y lapidario de santo Tomás, se juntaban y resplandecían en sus escritos, menos abierto, más crispado sobre sí.

El estilo de padre era el de san Agustín, ciertamente, pero moderado por el sobrio latín de su conversor san Ambrosio.

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En aquella carta mi padre hacía también el conmovedor retrato de su hermana Raymunda, mi tía, mi segunda madre, sostén material y espiritual del obispo.

Esta santa mujer hizo nacer en mí el sentimiento de lo sagrado, la vocación de entrega a los demás, que no supe cumplir hasta sus últimas consecuencias, como ella me lo enseñara.

En aquella carta de mi padre se inspiró uno de mis primeros relatos, El viejo señor obispo. Lo que me convertía en plagiario de mi padre.

Mi único mérito consistió en copiar, casi literalmente, aquella carta; en robar su palabra para rendir homenaje a estos dos seres de venerada memoria.

El obispo de los pobres apacentaba la grey de mendigos que venían en busca de pan y de consuelo. En el relato sustituí esos mendigos por los sobrinos que eran doblemente mendicantes y orgullosos. Esa plaga de parásitos infestaba la casa del viejo señor obispo.

Me cuento entre aquellos falsos mendigos.

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El traqueteo de las ruedas del tren penetra por momentos en mi conciencia. Me recuerda mi condición de proscripto, de prófugo, de espectro errante.

No es esta huida sin esperanza, sin duda, lo que mi tío el obispo y mi segunda madre Raymunda habrían deseado para mí como última etapa de mi vida.

Me acompañan en el tren. Veo sus rostros en el espejo de polvo que llena el vagón. Escribo para ellos este envío.

Las palabras del alma no se pierden, decía mi tía Raymunda, y su rostro moreno se iluminaba con el resplandor del más allá.

«Estad seguros, seres muy queridos, veneradas sombras, desde aquí os digo en la seguridad de que la muerte ya cercana no me desdecirá, que este final extravío de mi vida no es sino la consumación de un voluntario sacrificio que me he impuesto como la única, como la última forma de expiación que me estaba destinada. Perdón y adiós…»

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