Puse al relato el título de Lucha hasta el alba, en el convencimiento de que con él anulaba y destruía la amañada versión de la Biblia y también la mía por contaminación con lo falso humano y lo falso divino.
Padre descubrió el relato. Me propinó duro castigo por haber escrito una historia inventada.
– ¡Esa herejía sacrílega, falsificando las Sagradas Escrituras! -bramó rojo de ira-. ¡Esto es intolerable!
Quemó el borrador y arrojó al río mi farol de luciérnagas. Fue lo que más me dolió.
Me ató con un lazo al portón para que me comieran los mosquitos gigantes que subían del río.
Dijo que me castigaba con todo rigor para impedir que niños rebeldes como yo se convirtieran más tarde en supremos dictadores de la República.
– Los Libros Santos -sentenció mientras me ataba al portón- han sido dictados por Dios y escritos por los pueblos para que los particulares lean. De otra manera, la palabra escrita por los particulares es siempre palabra robada.
El rigor de mi padre, que era un justo, fue injusto.
¿Por qué un castigo tan furioso por haber escrito yo una historia fingida, aun cuando fuese sacada de la Sagrada Escritura?
Ya entonces me pregunté: Y los libros que los particulares escriben a su sola inspiración, ¿qué pueblos los leerán?
Las bisagras del portón rechinaron.
– La palabra escrita es siempre robada, ha dicho tu padre. Y eso es una verdad grande como un templo… -chirrió profesoral el portón sin otorgarme el más mínimo óbolo de consuelo ni de justificación.
Me sorbí los mocos sanguinolentos.
Padre debía de tener razón. Ahora le comprendo.
Mi primer fracaso con la literatura lo experimenté en el primer relato que escribí, a la temprana edad de los cien mil años de escritura y a los siete de mi edad.
Un relato que tenía las pretensiones de enmendar nada menos que la plana al Génesis corrigiendo, es decir, destruyendo, una de las primeras historias bíblicas.
En Lucha hasta el alba yo no me había liberado del siniestro hermano Esaú.
El machetazo que trozó nuestros calcañares, la cadena de sangre y de hueso que nos condenaba a una unión perpetua contra natura, no logró sino algo peor.
El machetazo escriptural rebotó y me partió el alma. Me puso en su lugar el alma negra de Esaú. Esaú se encarnó en mí. Quiero decir, yo le encarné en mí. Esaú tenía todos los dientes podridos. Su aliento se asemejaba al vaho de las letrinas. Yo empecé a respirar ese aliento pestífero que impregnó y contagió las letras.
Dejé de ser Jacob para convertirme, con rasgos aún más sombríos, en el retorcido Esaú. Me miraba en el espejo y veía el rostro malvado de Esaú.
Con la palabra robada de la Escritura no había hecho sino apropiarme del alma de Esaú y sustituirla a la mía.
«No escribas, hijo mío, sobre la desgracia ajena…», oía resonar la sentencia de padre.
¿Y cuál desgracia más íntimamente propia que la de llevar adentro al hermano que nos odia más allá de toda ley humana y divina?
Mi padre había cursado el seminario hasta las órdenes menores. Era muy riguroso en la observancia de nuestra santa religión y en el respeto de los Libros Sagrados.
Castigó justamente mi despropósito.
Yo quería ser librepensador y anarquista como mi abuelo portugués.
Don Carlos sólo me hablaba de hombres y mujeres libres en una sociedad igualitaria de hermandad y reciprocidad donde cada uno es diferente y solidario del otro, de acuerdo a su modo de ser, a sus sueños, a sus aspiraciones.
Mi abuelo era un hombre manso y enorme. Yo lo veía avanzar en la oscuridad como un barco en medio de la tempestad.
Su pesado bastón de caoba se le adelantaba como el bauprés del navío. Cuando lo levantaba sobre su cabeza era el asta de la bandera de todos los ácratas del mundo.
Una bandera que todavía no tenía color ni escudo pero que era ya la insignia del futuro.
Mi abuelo profetizaba que el mundo sería anarquista si estaba destinado a sobrevivir en la hermandad, en la concordia y en la reciprocidad. De lo contrario sería destruido por los poderes del egoísmo, de la avaricia, de la discordia, de la violencia. El poder no puede estar fundado en lo peor que tiene la raza humana, decía. Sino en la hermandad de todos los hombres.
Antes de emigrar a América, a finales del siglo pasado, era maestro de la logia lisboeta El Mandil.
En Asunción, a los pocos años de llegado, había fundado ya la logia de los hermanos masones.
Conoció a Rafael Barrett. Quedó fascinado por ese hombre que ardía en su propio fuego, comido por la tuberculosis, devorado por el dolor de un noble pueblo condenado a la bajeza, a la depravación.
– ¡Éste es el hombre que necesita el Paraguay!… -exclamó mientras un síncope lo desmoronaba lentamente en medio del mitin multitudinaria de obreros y campesinos que la presencia de Rafael Barrett había convocado.
Inspirado en los pies de doble talón del personaje mítico llamado Pytayovai, encontré la manera de escribir relatos hacia atrás y hacia adelante, para que padre no pudiera descifrar mis manuscritos, ni seguir las huellas de los personajes, ni entender sus historias.
Lo peor era que después a mí mismo me costaba encontrar la línea verdadera, el sentido de esos relatos superpuestos, atravesados, enredados entre sí, destrozados, malogrados, arruinados, destruidos, por imposibles. Por destrucción de lo real.
La verdadera realidad no es para mí sino lo real de lo que todavía no existe. Lo que debe ser descubierto en sus caras más oscuras. Esas caras cambian de un instante a otro, pero ya están allí desde tiempo inmemorial contemplándonos. Yo buscaba esas caras oscuras.
Si alguna virtud tiene lo que escribo se reduce al hecho de que lleva en sí mismo el germen de su negación, de su destrucción.
Las tachaduras acaban por invadir los menores intersticios de lo escrito haciendo que las historias que debieron haber sido contadas no hayan sido contadas sino en permutación con otras que no fueron escritas.
No escribo para un público determinado.
El público crea su propio libro sin necesidad de autores. No escribo para la posteridad. La posteridad no es rentable. Nadie busca en la inmensidad del mar, entre tanto desperdicio, la botella que se supone lleva en su interior un mensaje destinado a sobrevivir a la nada.
Escribo sólo para mí. Para capturar la huidiza memoria del presente, por lejos que uno retroceda.
El verdoso fulgor del farol de luciérnagas volvió a brillar en la oscuridad de mi habitación.
La inspiración no es más que el sudor de una larga paciencia.
Reescribí la historia que yo recordaba palabra por palabra. Sólo que ahora me la robaba a mi propia imaginación.
Allá la Biblia y sus atarantados versículos.
En la nueva versión el castigo lo recibía Esaú, fiel a mi norma de que las historias fingidas deben contar la verdad como si mintieran.
Lucha hasta el alba no fue publicada jamás, pero en mi calcañar quedó impresa la cicatriz del machetazo que me liberó del odio de Esaú al precio de dejarme rengo por el resto de mi vida.
Mucho más tarde, en la universidad, escribí una nota. El cuaderno de apuntes se perdió, pero yo recuerdo lo que escribí en esa nota.
«El robo es lo mejor que le puede pasar a la palabra escrita porque siempre está abierta para que todos la usen a su talante. No es propiedad de ningún autor. Está ahí para eso, para que la tome el primero que pasa. Sin la palabra robada nadie habría podido comunicarse. No habría podido ser escrito ningún libro. Ni siquiera los Libros Sacros, que padre tanto aprecia y respeta.»
Oigo aún a mi padre amonestándome:
«Hijo, no escribas. La escritura es el peor veneno para el espíritu.»
Las desgracias ajenas yo las sentía como propias cuando las escribía. No existían otras.
Encontraba hermoso y terrible despegar las angustias ajenas en la letra escrita hasta que se convertían en las desgracias que uno mismo padece. Expresar el sufrimiento en el momento mismo de producirse.
El doloroso olor de la memoria.
Las filípicas de mi padre eran interminables. Cuando empezaba a despotricar, no se sabía nunca cuándo iba a cambiar y cesar el viento regañón.
El hormigueo de las rodillas del niño penitente hincado sobre la tierra cubierta de pedregullo se transformaba, crecía en dolor, subía por las vértebras hasta regurgitar en mareos y en vómitos.
Me abrazaba a la chimenea. Trepaba por ella hasta la cúspide para arrojarme por el vacío oscuro.
Mi padre decía aún:
– Guarda lo que tienes para que nadie te arrebate tu corona.
Las palabras de mi padre me hacían experimentar un angustioso encogimiento del corazón. Él era un perdedor nato. Había perdido todo. Era un pobre de solemnidad. Un misacantano que no tenía más corona que el rapado de la tonsura. Hasta el día de su muerte lució ese rapado circular en la coronilla como otra cicatriz de los parásitos.
– ¡Mantente firme, hijo mío! ¡Mantente firme en la pureza de tu corazón!…
– ¡Padre mío, padre mío, perdóneme!… -plañía yo transido de pena-. He pecado gravemente contra el cielo, contra el espíritu y contra usted… pero al menos déjeme habitar el rincón más pobre de la casa, en el corral de las vacas, en el cobertizo del excusado…
Mi padre me había enseñado el latín para impedirme que aprendiera el guaraní en mis «juntas» con los desarrapados chicos del pueblo.
Yo no reclamaba sino el derecho de poseer mi frasco de luciérnagas, escribir esos relatos nocturnos que eran mi lucha con el Ángel, y de día correr las aventuras del río con esos ángeles resplandecientes de libertad.
Debo decir que nunca levanté la voz ni discutí con mi padre. En realidad lo único que yo decía desde lo hondo de mi íntima furia, sin despegar los labios, era: «Padre mío, váyase mucho al carajo con sus puñeteras prohibiciones de catecismo…»