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Contamos los que había en Manorá: Papá, Macario Francia, Gaspar Mora, Cristóbal Jara. Y otros veinte, más o menos regularones. No había más.

Nos sobró un dedo de la mano. Faltaba un justo en Manorá.

– ¿Por qué no María Rosa, la que dio sus cabellos para la cabeza pelada del Cristo del Cerrito? ¿O Natividad? ¿O Salu'í? ¿O Serafina Dávalos, que es de Maciel pero cuyo espíritu está también en Manorá con los cañeros y obreros de la fábrica? ¿O tú misma, mamá?

– Porque, hijo, la tradición milenaria pide que los veinte y cinco justos sean todos varones.

– ¡Para más, esos justos ya están muertos, menos papá! -dije sin entender la teoría sobre los justos que sólo podían ser hombres.

– Los justos no mueren, hijo. Van a otra vida después de la muerte.

Pensé en el limbo del maestro Cristaldo. Allí había también mujeres justas. Mi madre no sabía de ese limbo. Yo no le podía revelar ese secreto.

Algún día, con el permiso del maestro Cristaldo, yo la podría llevar tal vez a visitar ese limbo que estaba en la cueva de la laguna Piky.

Gente que a fuerza de morir tantas veces, en las lecturas de los libros, había alcanzado una especie de relativa inmortalidad.

9

En nuestra casa en ruinas no había puertas ni ventanas. Mi padre la fue restaurando poco a poco con improvisado arte de ebanista y maestro de obras. No había más luz por las noches que los candiles de sebo que fabricaba mi madre.

El vapor y la electricidad sólo vendrían más tarde.

«Estamos viviendo el nacimiento de la Revolución In dustrial en medio de la selva… con un siglo de retraso… -solía decir- en un país que no ha salido todavía de la edad de las cavernas…»

En realidad, el ruido del tren liliputiense de 1856, réplica de la primera locomotora a vapor de Stephenson, era lo único que marcaba con cierta regularidad el paso del tiempo hacia un presente que todavía no existía, que nunca llegaría a ser futuro.

Sin el ruido del diminuto tren centenario, sin el gran ruido de las inundaciones, los iturbeños no hubieran sabido dónde estaban situados.

El periódico ruido del tren les daba la hora y la semana. El fragoroso estruendo de las aguas les marcaba el temblor de tierra de las crecidas de invierno y de las inundaciones que arrollaban las zonas bajas rompiéndolo todo a su paso.

Era hermoso ver la fábrica rodeada por las aguas. Un inmenso barco anclado en la bahía de las tormentas.

Cuando comenzaron las zafras en el ingenio, el ruido de las máquinas se sumó a los otros dos provocando al principio cierto pavor en los pobladores.

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La fábrica crecía lentamente con el trabajo de las mujeres en las olerías, de los albañiles en los andamios, de los peones y cuadrilleros en los caminos, en el tendido de las vías férreas, en la fantasmagoría del progreso.

Aviadores y mecánicos alemanes e italianos, que llegaron huidos de la Primera Guerra Mundial, se engancharon a trabajar en la fábrica de «la jungla».

Margaret Plexnies, la Gretchen del relato Carpincheros, era hija de uno de estos extranjeros escapados de la derrota. Gretchen huyó con los hombres del río. Su historia se perdió en los ríos del Alto Paraná. Su leyenda quedó viva en la memoria de la gente de Iturbe. Fue una leona en la lucha contra los malos jefes políticos, comisarios, capataces y aprovechadores de toda laya.

Su larga cabellera rubia, como una oriflama de guerra, sobre su cuerpo retinto por el sol, la mostraba siempre en la primera línea del combate.

La tuvieron que matar en una emboscada para poder dominar a los hombres.

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La historia del ingenio de los Bonafé yo la conozco bien. Crecimos juntos. Tenemos la misma edad.

Se desmontaba la selva, se abrían los primeros caminos, se tendió el desvío de la vía férrea hasta la azucarera.

Papá, con su cara comida por los terribles parásitos, pasó de peón cuadrillero a las oficinas de la administración. Los males traen a veces algunos bienes.

Humeaban las olerías por todas partes, día y noche, en la fabricación de ladrillos y bloques refractarios para las calderas y la chimenea.

Durante más de tres años, casi todas las mujeres del pueblo se conchabaron en ellas por salarios miserables, bajo el rigor de capataces que implantaron el régimen de esclavitud de los yerbatales y obrajes.

Trabajaban en tres turnos durante las veinticuatro horas. Muchas de estas mujeres venían con sus críos amarrados a la espalda en una bolsa.

No tenían más descanso que una hora al mediodía y otra a la medianoche para darles de mamar y comer ellas su ollita fría de locro y mandioca junto al fogarón de los hornos.

Morían muchos críos y mujeres por fatiga, por deshidratación, por malos tratos.

Desde su llegada, mi madre se horrorizó ante este triste espectáculo. Formó comisiones vecinales para tratar de aliviar la suerte de estas mujeres en el trabajo esclavo de las olerías.

Luego vino a ayudar a mamá la hija adolescente de los Bonafé, que se llamaba Musa Ardo. Se pusieron las dos a proteger a las mujeres de las olerías. Musa se transformó en líder, primero de las mujeres, luego de los obreros de la fábrica y de los cañeros de las plantaciones.

Musa era hermosa como la estrella de la mañana.

Musa Ardo tuvo que irse de la casa. Pero quedó en Iturbe. Su primer maestro fue Gaspar Cristaldo. Después fue alumna de Serafina Dávalos, a quien iba a visitar a Maciel. Ella le hizo entrar en la facultad. A los veinte años se recibió de abogada. Volvió a Iturbe y siguió luchando por los trabajadores, hombres, mujeres y niños.

Musa Ardo Bonafé era hermosa como la estrella de la mañana. Era inteligente como Minerva.

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Cuando mis dos hermanas crecieron y se me pusieron a la par, nuestro juego predilecto era hacer ladrillos. Ellas querían imitar a las mujeres de las olerías. Yo, al capataz dueño y señor.

Mis hermanas eran las peonas. Pronto prendió en mí con fuerza la autoridad del bruto que vigilaba a caballo los trabajos de las mujeres a punta de un largo látigo.

Mis hermanas trabajaban en el barro negro del patio, cargaban los moldes y ponían a secar los ladrillitos al sol.

Sentado a la fresca sombra de la parralera, con la guampa del tereré en una mano y el arreador de papá en la otra, con cara patibularia yo vigilaba el trabajo de las peonas, bañadas en sudor y en lágrimas.

Cuando las casitas estaban terminadas, trepaba sobre ellas para probar su solidez. Las casas se venían abajo en una masa de légamo.

Yo hacía zumbar el arreador en el aire, clamando destempladas amenazas contra las inservibles mujeres.

Había que comenzar de nuevo. La olería de juguete pronto se fue al demonio.

El círculo vicioso se rompió cuando el arreador, en manos de papá, se volvió contra mí y me sacó hasta la última gota los humos de torvo y feroz capataz.

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Entretanto, la construcción de la chimenea había producido ya varios accidentes mortales. Su altura sobrepasaba los cuarenta metros.

Los hombres no conocían la altura. El vértigo los volteaba desde los andamios colgantes. Algunos sufrían vómitos y convulsiones. Yo los veía agarrarse a los palos, a las cadenas, hasta que se dejaban caer en el vacío.

Quería escribir sobre todo eso.

Una noche me dormí. El candil cayó del cuello de la botella que lo sostenía. Mi sueño estuvo a punto de provocar un incendio. Me desperté cuando las llamas trepaban ya hacia el techo de paja.

El descuido me valió varias horas de estar hincado sobre los cantos del patio entonando sin parar hasta el amanecer la melopea: «¡No encenderé más candiles para escribir!…»

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Volví al fulgor de la luna llena cuando mostraba su cara redonda y luminosa y me amparaba para escribir. En las fases menguantes, las luciérnagas me proveían de su aceite y de su luz.

Escribí esa noche un relato sobre la lucha de Jacob con el Ángel que se cuenta en el Génesis.

Mi madre solía leer y comentar ese capítulo de los dos hermanos en las noches de invierno. Para que no fuéramos como ellos.

Ahora yo sentía necesidad de escribirlo de otra manera.

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La lucha de Jacob no era con el Ángel sino con su hermano Esaú. Yo era Jacob y Esaú era mi hermano. Imaginé que éramos como hermanos siameses. Estábamos unidos por los calcañares y nos odiábamos a muerte.

Éste es el nudo que el Génesis no pudo resolver.

Yo lo desaté a la luz de los gusanos de luz.

Luchamos toda la noche con los machetes de cortar y pelar caña.

Al despuntar el alba, con un certero machetazo trocé el calcañar que nos ligaba hueso a hueso y me liberé del pesado y negro Esaú.

Quedó como muerto.

Lo cargué en hombros y lo llevé hasta la casa paterna. Lo acosté en su lecho. Le vendé la herida con hojas de altamisa, de salvia y de banano.

Le puse sobre el vendaje la estola litúrgica del padre Abraham, que yo fabriqué con un retazo de lona. Parecía dormido. Iba a irme. Le di un beso en la frente. Me escupió en la cara su odio bíblico.

Me sequé el escupitazo con la estola y me fui.

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En la movilización del año 32 convocada para la Gue rra del Chaco, Esaú partió al frente de combate con el grado de teniente de la reserva, muy orondo en su flamante verdeolivo de campaña.

Murió en la batalla del fortín Boquerón, al comienzo mismo de la contienda fratricida, como la llamaba mi padre.

Esaú fue el primer muerto de la guerra. No digo que fue un héroe, porque lo mató una bala perdida en el cuartel general de Isla Poí.

Él mismo era una bala perdida.

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Lo enterraron con honores militares. Le dieron el ascenso póstumo a capitán y le otorgaron la cruz del Defensor del Chaco. Se izó la bandera a media asta. Se dispararon diez tiros de cañón. Se hallaba presente el comandante en jefe y todos los oficiales de su Estado Mayor.

El funeral fue oficiado por el arzobispo, concelebrado por el nuncio apostólico y la asistencia de todos los capellanes del ejército.

No podía ser menos por tratarse de persona tan principal. Un personaje de la Biblia que quiso morir en defensa de la patria.

Después del Introito se cantó en latín la historia de Esaú. Una gloria que Esaú no se merecía.

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