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POR QUÉ CONCEPCIÓN DEJÓ A BARRIOS

El 55 no fue un año bueno para Barrios. En realidad no fue un año bueno para nadie, en este país por lo menos, y hasta los que volvieron a estar por fin en el candelero, después de un paréntesis de abroquelada oscuridad, cuando, si es que lo hacen, piensan de pasada en el 55, deben sentir una cosa fría en el espinazo y por dentro un estremecimiento intolerable.

Barrios fue uno de esos hombres que sufrieron la cosa en carne viva, no porque la política le interesara mucho, sino exactamente por lo contrario; porque hasta antes del 55 había ido en busca de un mito con toda la fuerza de su corazón, que era propenso a la plenitud y a la magia, y si hubiese sido un político habría sido capaz de comprender los hechos que lo destruyeron, sin haber sido destruido por ellos. Por deficiencias de información, había amado siempre la lealtad y la justicia, y sus problemas se habrían reducido si en vez de periodista hubiese sido, por nacimiento o situación, chapista, ferroviario o carpintero. El haber sido secretario general del Sindicato de Prensa desde el año 48, fue una cachetada involuntaria que Barrios les dio a sus semejantes en pleno rostro, una cachetada que sus semejantes se cobraron, lógicamente y con usura, en el 55. La verdad es que ellos se habían herido a sí mismos mediante su falta de coraje, su vanidad, y sus intereses, y es sabido que no hay cosa que envenene más el alma de un hombre que estos tres elementos. Es sabido también que si un hombre quiere, puede disimular cualquiera de esas tres particularidades, o todo tipo de miseria moral, fingiendo que alguna otra esfera de su persona ha sido agredida o menoscabada; y que si un grupo de hombres apela al mismo subterfugio para justificar una actitud, el resultado puede ser una acción colectiva cuyas consecuencias hagan dudar con fundamento de la condición humana.

Cuando el 21 de setiembre de 1955 Barrios entró en el Sindicato de Prensa, no se le ocurrió pensar que esos quince hombres que lo aguardaban con rostro severo, de pie y en semicírculo, en el patio del edificio, bajo un prístino sol de primavera, pudieran sentirse tan ofendidos; tenían caras iguales, pero no por los rasgos sino por la emoción que los transfiguraba: más que una emoción que estuviese invadiéndolos parecía una emoción de la que se estuviesen recuperando. Lo que Barrios esperaba que sucediese era poco, casi nada; pensó que iban a decirle que el Sindicato acababa de ser intervenido y que su función había terminado. No fue así, sin embargo. Ninguno de los quince hombres habló; se limitaron a mirarlo fijamente, inmóviles, en semicírculo bajo el turbio cielo azul de primavera, en tanto el tumulto de la muchedumbre que recorría las calles llegaba hasta el patio del sindicato en ráfagas siniestras y sombrías. La muchedumbre, una columna llena de ímpetu y jolgorio que agitaba banderitas de papel desde las veredas o desde las ventanillas de los automóviles que avanzaban a lo largo de la calle San Martín haciendo sonar sin cesar la bocina, recorría la ciudad como un solo hombre, asaltando todos los sitios donde pudiera encontrarse cualquier vestigio de adhesión al peronismo. También ese exceso de barbarie era el resultado de una íntima convicción de falta de coraje y demasiados melindres para iniciar una acción, porque de los innumerables integrantes de las largas y unánimes manifestaciones, muy pocos habían hecho otra cosa que no fuese haber pasado los últimos días temblando de incertidumbre y espanto, sentados junto a la radio. Gran parte de los manifestantes hicieron pagar al peronismo la deuda que tenían con su propia conciencia. Si hubiesen sido lo suficientemente honrados como para reconocer el porcentaje de miedo que todo hombre razonable debe experimentar ante un gobierno cualquiera, en vez de tratar de ocultarlo detrás de una ideología mentirosa, su respuesta humana ante el peronismo habría sido menos salvaje y destructora. Por eso los quince hombres que esperaban a Barrios en el palio del sindicato, tiesamente reunidos en semicírculo bajo el sol de la mañana, permanecieron callados, mirándolo fijamente. De todos ellos, uno solo abrió la boca, pasado un momento. Lo hizo para comentar que una hora antes, en la estación de trenes, un grupo de ferroviarios había disparado desde los altos ventanales contra la muchedumbre que trataba de forzar las puertas para echar abajo las efigies del vestíbulo. La muchedumbre se había dispersado desordenada y locamente, y en el medio de la calle, recibiendo la luz solar en la mueca del rostro semiborrado por la muerte, había quedado un hombre tendido, la sangre manando en borbotones cada vez más débiles de su cabeza. El tono con que lo contó fue meramente informativo, y lo hizo en voz alta, sin mirar a Barrios, pero dando a entender que ese hecho era cargado también a su cuenta. La verdad es que Barrios no había cometido, no ya ese crimen, sino ningún otro; incluso había encabezado una vez un movimiento para ir a hablar con el general en persona y pedir un aumento de sueldo y una colonia de vacaciones en las sierras de Córdoba, en nombre de la filial regional de su gremio, y lo había conseguido. En realidad, el único delito que Barrios había cometido, lo había cometido contra sí mismo: su elección de diez años antes, reiterada a través de mil pequeños actos vehementes, había quedado suspensa en el aire, y esa mañana de primavera alguien le devolvía su apuesta tirándole el dinero en plena cara.

Dos por tres la débil brisa de setiembre llegaba cargada con el bramido de la muchedumbre, semejante al tumulto que uno escucha al pasar en tranvía frente a un estadio de fútbol, en la tarde del domingo. Una escena similar se había repetido en casi todos los sindicatos de la ciudad, en esos días. Pero en la mayoría de ellos la cosa había sido simple e impersonal: se trataba de un capitán o un mayor del ejército, corpulento, el pelo cortado al rape y el rostro perfectamene rasurado, haciéndose cargo de la intervención con fría y férrea afabilidad. Los miembros del sindicato, múltiples y anónimos, retrocedían en conjunto y provisoriamente, cargados de hostilidad colectiva, poniendo plazo a la cabeza del capitán o del mayor, y eso no significaba en sí ningún problema. Cada uno, el capitán o el mayor, por una parte, y ese conjunto de hombres desamparados y anónimos por la otra, aparecían nítidos y reconocibles, perfectamente separados, como dos medallones de bronce sólido puestos de cara uno frente al otro. Barrios en cambio no se diferenciaba en lo esencial de ninguno de aquellos quince hombres que lo miraban, sin pestañear a pesar de la luz cálida del sol, en el patio del sindicato. Como Barrios, cuatro de ellos pesaban más de noventa kilos, siete llevaban sombrero, también como él, nueve tenían el rostro limpio, sin bigote, exactamente igual al suyo, y los quince usaban la misma clase de traje de confección, comprados en las mismas tiendas del centro, según un sistema similar de crédito. Barrios se aproximó, sabiendo que por lo menos le pedirían la renuncia. Sin embargo, uno de los hombres, no supo cuál, gritó "¡Asesino!". Barrios se detuvo, sorprendido. No tenía miedo, pero al advertir que los demás desaprobaban ese grito exaltado, tratando de conservar la serenidad para sustituir sus móviles oscuros con alguna razón objetiva que les permitiese mantener un vestigio de frialdad, Barrios pensó casi con alivio que si hubiesen elegido lo contrario, la vehemencia o la indignación, habrían sido capaces de matarlo. Así que esperó, deteniéndose, eliminando de un modo mecánico la sonrisa de buena voluntad absurda que traía en el rostro. También simulaban raciocinio y frialdad para que él se sintiera más culpable, como esos padres que simulan paciencia infinita cuando reprenden a su hijo, y suspirando, le dicen muchas veces: "No, vamos a ver, otra vez, ¿quién rompió el jarrón?" cuando en realidad ellos ya saben que ha sido el chico, y que tiene miedo de confesarlo, y que ese interrogatorio, lejos de constituir una búsqueda más profunda de la verdad, no hace más que ahondar su angustia y su miedo. El que gritó hizo silencio, un silencio que se volvió grávido en el espléndido sol de la mañana. Tampoco Barrios podía hablar, porque cualquier palabra que saliera de sus labios iba a ser sin duda tergiversada, convertida en un insulto, una provocación o una burla. Aquellos hombres no hubiesen podido pensar de otra manera, aun cuando creyeran tener una voluntad ecuánime, porque es más fácil mantener una idea vaga sobre los acontecimientos, y obrar de acuerdo con ella, como generalmente sucede, que tratar de encontrar un sentido sólido de la realidad; y dada esa oscura tendencia humana a aceptar como clara e incontrovertible la borrosa imagen que se tiene del mundo, generalmente suele llevar años hallar, no ya un sentido sólido de la realidad, sino apenas un punto de partida para buscarlo. Eso convierte la vida en una comedia de equivocaciones. Por eso hasta la espera y el silencio de Barrios se convirtieron para aquellos hombres en un insulto, una provocación y una burla. Uno de ellos, un hombre de mejillas hinchadas y flácidas, ojos saltones y una boca amarga pero de cuerpo delgado y casi juvenil, que tenía un pullover blanco bajo el traje oscuro, rompió el silencio, tuteándolo: "Tenés cara para venir al sindicato", dijo. Antes de hablar parpadeó, como si con ese parpadeo hubiese tratado, mínimamente, de señalar el fin de un hecho y el comienzo de otro. Barrios se limitó a sonreír: "Puedo venir cuando yo quiera, estoy afiliado", dijo. El otro no dijo nada; miró al resto de sus compañeros y sonrió cabeceando hacia Barrios, como queriendo decir: "Atiéndanmelo". Los otros sonrieron y rieron, y después volvieron a su gravedad colectiva, al unísono y unánimemente. "Si te vemos otra vez por aquí, te rompemos la boca", dijo por fin. Barrios suspiró: "Este es mi sindicato", dijo y cuando avanzó dos pasos hacia la secretaría, los quince hombres se abalanzaron sobre su cuerpo torpe y pesado y comenzaron a golpearlo.

También Concepción lloró cuando lo vio llegar ese mediodía, lastimado y sucio, y no porque hubiese sido golpeado salvajemente, sino porque lloraba. Lloraba y hablaba sin cesar; tenía la boca hinchada y el cuerpo dolorido, la ropa como si hubiese estado revolcándose en un chiquero. Sin embargo, el dolor físico parecía haber pasado a segundo plano, como si hubiese sido aniquilado por el otro dolor, que era una mezcla de angustia, incredulidad y desamparo. No eran mejores que él, y él no los odiaba, decía secándose con la manga sucia del saco las lágrimas que corrían por sus mejillas golpeadas, pronunciando pesadamente las palabras de su letanía quejosa y a veces exaltada, una letanía que nunca terminaba. También hasta la casa llegaba el sonido áspero y ululante de la multitud, ubicuo y clamoroso, que sorpresivamente procedía de un punto de la ciudad opuesto y lejano al punto desde el cual se había hecho oír un momento antes. En medio de la habitación oscura a pesar del mediodía luminoso, en el corazón de esa casa sin patio, Barrios hacía una leve pausa a cada rumor de la muchedumbre. Su sufrimiento y su humillación parecían quedar suspendidos por un momento, mientras él, alzando la cabeza, afinando el oído, trataba de escuchar, como si quisiera corroborarlo para darle un sentido a sus quejas y a su llanto, el coro oscuro que resonaba llegando en ráfagas violentas desde todos los puntos de la ciudad. No eran mejores que él, recomenzaba Barrios, hipando y secándose torpemente las lágrimas con el dorso de la mano, no eran mejores, y él había luchado por ellos desde el sindicato. Había dado lo mejor de sí mismo y horas de sueño y de paz y había peleado firme en las paritarias y había hablado con el Presidente de la república y había conseguido fundar una colonia de vacaciones para todos ellos, en las sierras de Córdoba. Concepción lo miraba turbiamente a través de sus ojos arrasados de lágrimas; estaban solos en esa habitación oscura. Después lo abrazó, pero Barrios no pareció comprenderlo, ni siquiera percibirlo. Lenta y trabajosamente, oyéndolo hablar, aceptando con una suave paciencia todo lo que decía, Concepción logró por fin que Barrios se acostara. Le sacó los zapatos y lo desvistió, y arrimando una silla junto a la cama, siguió escuchándolo decir cosas que encerraban cada vez menos sentido, hasta que se quedó dormido. Durante largo rato, Concepción permaneció sentada junto a su marido, llorando en silencio. Cuando Barrios despertó, ya era el anochecer, el final de un crepúsculo azul, una cámara cálida de aire contaminado. Todavía resonaban en la ciudad los gritos de la muchedumbre.

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