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BARRIOS LE PIDE A SU MUJER

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

– Dos -dijo, complacido, en el momento en que Concepción, con la cucharita cargada de azúcar elevada e inclinada sobre su taza de té, lo miraba con una sonrisa inquisitiva.

Concepción dejó caer el azúcar en la taza de su marido, volvió a llenar la cucharita y después de echarla en la taza comenzó a revolver el contenido con una delicada pericia. Estaba de pie, inclinada sobre la mesita del jardín, preparando el té de su marido y el suyo. A pesar de su aire maduro, Concepción se conservaba todavía hermosa: era delgada, alta, y su piel tenía un ligero matiz oliváceo que le daba un aspecto sumamente interesante. Barrios la miraba emitiendo una sonrisa pensativa; miraba su blusita blanca, casi de niña, aplastando todavía más sus senos de adolescente, la cadenita de oro que colgaba bailoteando sobre el escote mientras ella se movía, de un lado al otro, inclinada sobre la mesa para servir el té; miraba su pollera floreada y acampanada como la de una niña y sus suaves y flexibles zapatillas rojas parecidas a las de baile. Todo lo demás, Barrios lo conocía. Suspiró, con tristeza, de un modo imperceptible, sin que Concepción lo notara. Ella echaba azúcar en su propia taza en ese momento, y se sentaba en el blanco sillón de hierro forjado, enfrente suyo.

– Estás hermosa, como siempre -dijo Barrios, sonriéndole.

Concepción sonrió para sí misma, con los ojos bajos, mientras revolvía el té de su propia taza. Se cruzó de piernas con sumo cuidado, dejando entrever sin embargo parte de sus delicados muslos largos.

– Los cuarenta están muy cerca, ya -dijo sin dejar de sonreír-. Nunca puede ser como antes.

– ¡No! -exclamó Barrios con vehemencia. Su gorda cara se echó hacia adelante, mirando a Concepción con los ojos muy abiertos-. Como siempre, y más todavía -dijo.

Concepción sacudió la cabeza.

– Tu té se enfría -dijo.

Los ojitos de Barrios miraron hacia la mesa, con sumo placer. El té, para decir la pura verdad, nunca le había gustado, pero recibirlo de manos de Concepción, en ese atardecer de diciembre, ¡ah, eso lo convertía en un deleite extraordinario! El murmullo del agua emergiendo de la manguera que serpeaba semioculta por el césped, el verdor apacible de los canteros que se extendían a lo largo de la galería, atravesados por unos caminitos rojos de polvo de ladrillo, y ese sol de la tarde dorando, en el fondo, un grupo de amplios árboles, producían en Barrios un estremecimiento de paz. El orden, la paz, y la limpieza y la bondad; todo eso constituía el universo de Concepción. Barrios se sentía a sí mismo en ese momento, de un modo secreto, como una gran mancha disonante en medio de todo eso. El reloj de la iglesia de Guadalupe dio las siete. Las campanadas, resonantes y regulares, medidas y equilibradas, permanecieron vibrando gravemente en el oído de Barrios hasta unos minutos después de haber dejado de sonar. Las escuchaba viendo al mismo tiempo como Concepción, con una leve sonrisa destellando en sus ojos dorados, retiraba la taza de sus labios y la depositaba otra vez sobre el plato produciendo un leve tintineo. Era un hermoso espectáculo; nunca olvidaría ese momento, se dijo Barrios, con un ligero desasosiego.

– Has tenido una buena idea al decidirte a construir lejos de la playa -dijo.

Concepción meditó un momento y respondió seriamente. Sabía hacer eso con frecuencia: elevaba el labio superior y arrugaba la frente con aire pensativo antes de hablar.

– Un poco por obligación -dijo-. Cerca de la playa los terrenos son demasiado caros. Y un poco para tranquilidad mía y de mamá también. Dentro de unos días empieza la temporada oficial y esto se convierte en una romería.

Hacía apenas dos meses que Concepción había ocupado la casa; durante el año anterior había ido retocándola poco a poco, así que cuando entró a vivir definitivamente en ella no faltaba casi nada: casi nada, pensó Barrios, viendo en medio del cantero de césped sobre el que el agua de la manguera corría produciendo un murmullo débil, un rosal cuidadosamente estacado sobre el que resplandecía una gran rosa amarilla. La casa le había sido entregada a Concepción el año anterior, pero debido a las amortizaciones del crédito mutual mediante el cual la había construido, se había quedado sin el dinero suficiente como para amueblarla y adornarla. Había preferido vivir un año más en el departamentito al fondo de un largo pasillo, que ocupaba en el centro de la ciudad, hasta tener la casa en condiciones. En ese departamento habían vivido juntos Concepción y Barrios, hasta que se separaron, en el año cincuenta y seis. Durante ocho años, desde que volvieron del viaje de bodas, habían vivido en ese departamentito oscuro y sin patio, algo viejo, abarrotado de muebles extraños, papeles y las colecciones de diarios viejos que Barrios conservaba con casi ninguna utilidad y excesivo e inexplicable orgullo. Al separarse, Concepción había permanecido en la casa y Barrios había comenzado a deambular de pensión en pensión, como continuaba haciéndolo todavía.

– Te debía esta visita en tu nueva casa -dijo Barrios, sorbiendo un traguito de té. Sus dedos regordetes estaban imposibilitados de enganchar en el asa, así que se resignó a sostener la taza con la palma de la mano, ciñéndola con los dedos, como si se tratara de una copa de cognac. En otra circunstancia la taza le hubiera quemado la mano, pero en ese momento Barrios se hallaba demasiado extasiado con lo que lo rodeaba como para advertirlo. Los canteros verdes, los senderitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla, el sol dorando en el fondo las copas de los árboles agrupados y la presencia de Concepción, a la que había visto por última vez hacía ya casi un año, en la calle, de pasada, todos esos detalles mágicos colmaban y casi rebasaban los sentidos de Barrios, impidiéndole percibir cualquier otra cosa. Estaba como elevado en una atmósfera extraordinariamente viva, intensa y real y por un momento olvidó su barba de tres días, su olor a bebida, los ciento veinticinco kilos de su cuerpo enfundado, en pleno diciembre, en un traje negro cuyo pantalón, desde hacía por lo menos cuatro días, no se sacaba ni siquiera para dormir. Sobresaltado, Barrios se miró la mano, el dorso de la mano, las uñas; las uñas estaban adornadas en el borde por una pareja franja negra. Rápidamente dejó la taza sobre la mesa y cerró las manos, ocultándolas entre sus gruesos muslos. Eso era lo único real; sus uñas sucias y su olor a bebida, pensó; pero al comprobar que Concepción había recibido con una sonrisa agradable sus palabras, con una sonrisa casi misteriosa, Barrios volvió a olvidarse de sí mismo para penetrar enteramente en ese mundo elevado, hermoso y mágico.

– Sin embargo, la última vez que nos vimos te escondiste en una zapatería para no saludarme -dijo Concepción.

Barrios se sintió enrojecer; así que ella lo había visto.

– ¿Qué? -dijo, echándose hacia adelante con una sonrisa incrédula.

– Así como suena -dijo orondamente Concepción, sonriendo también-. Con todos los kilos que has engordado en los últimos años, como para no reconocerte. Y encima, ese traje negro. ¿No tenés otro?

Barrios mantuvo su sonrisa, con la mirada fija en el rostro de Concepción; si ella lo había visto, quizás había adivinado la razón que lo impulsó a obrar así. Había sido en pleno centro; al verla, su corazón comenzó a palpitar violentamente y el rostro le ardía. Inexplicablemente, había sentido el impulso de ocultarse, de no ser visto. Se había metido en una zapatería hasta que la vio pasar por la vereda de enfrente; esperó un momento y después salió viéndola doblar la esquina, alta y delgada, con su paso plácido, bajo el sol de la mañana.

– ¿Tanto te pesaba saludarme? -dijo Concepción.

– Estás equivocada. De veras -dijo Barrios.

– Ay, Alfredo, siempre mentiroso, vos -dijo Concepción-. ¿Qué te costaba, digo yo, cruzarte y saludarme?

Barrios sintió otra vez, inexplicablemente, el impulso de emitir una sonrisa ambigua y malévola. Mientras sonreía pensó que era mucho más conveniente para él dejar que su mujer imaginara que la había evitado no por temor ni vergüenza, sino por simple desprecio. Se sintió mal mientras trataba de dar esa sensación, pero continuó sonriendo.

– No hablemos de eso ahora -dijo con aire misterioso-. Qué linda tu casa.

La galería en la que se hallaban sentados, en esos sillones de hierro blanco trabajosamente construidos, sobre almohadones de provenzal floreado, estaba en la parte trasera de la casa, y el piso era de mosaicos de un rojo intenso, oscuro y fresco; una franja de portland, angosta y regular, separaba la galería de los canteros de césped sobre los que el agua de la manguera se deslizaba produciendo un leve murmullo, atravesados irregularmente por los senderos rojizos de polvo de ladrillo. Más allá, en el fondo, un grupo de árboles, de amplia copa, recibía la luz dorada del crepúsculo. Era el día cinco de diciembre del año 1962. Seis años antes, Concepción se había separado de su marido declarando que no volvería a compartir su vida con él, salvo que Barrios cambiara la suya propia. Barrios había aceptado la decisión, tranquilamente; pesaba treinta y cinco kilos menos entonces, y no tenía más que treinta y nueve años. Se afeitaba todos los días, o día por medio a más tardar, en aquella época.

Concepción hizo una mueca triste y dejó la taza sobre la mesa.

– ¿Cómo estás, Alfredo? -dijo.

Barrios emitió una risita cascada, como la de un hombre no de cuarenta y cinco sino de noventa años.

– Bien -dijo.

Meditó sobre un hecho muy curioso mientras lo decía: había aceptado tranquilamente que Concepción lo abandonara, casi lo había deseado, pero cada vez que se encontraba con Concepción y Concepción le preguntaba "¿Cómo estás?", él respondía con la misma palabra: "Bien", acompañando su respuesta con una risita seca que quería significar todo lo contrario. Salvo aquella mañana en que se había escondido inexplicablemente en la zapatería, siempre procuraba, delante de Concepción, referirse a sí mismo con un aire de despecho y amargura.

– El té, Alfredo -dijo Concepción-. Se enfría.

Barrios recogió la taza, obedientemente, y se bebió todo el té de un solo trago. Después dejó la taza sobre el plato, produciendo un tintineo seco, y suspiró con satisfacción.

– ¡Qué bien se está aquí! -dijo.

Se sintió nuevamente elevado a esa atmósfera nítida, hermosa y mágica. ¿Cómo podía haber despreciado miles de momentos como ése, al lado de aquella mujer, de Concepción, que ahora le sonreía con paz y alegría? No sabía cómo. El rostro oliváceo de Concepción se mantenía suave y joven; apenas si algunas arrugas alrededor de los hermosos ojos dorados revelaban el paso del tiempo. Nadie le hubiese dado más de treinta años. Tal vez ella estaba negándose a envejecer hasta que él volviera a su lado. La idea le gustó. Habría llegado a celebrarla con una sonrisa de no haber visto, al bajar la cabeza, las manchas de grasa que exhibía, innumerables y antiguas, en las solapas todas arrugadas en los bordes de su saco negro. Concepción lo pescó en el momento en que se cruzaba de brazos para ocultarlas.

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