"Sabías muy bien lo que iba a pasar, no digas ahora que no sabías. Sabías. Sabías. Venís sabiéndolo desde que naciste. ¿Y ahora? ¡Pobre Concepción! Para qué habrás nacido. Hubiese valido más no haber nacido. Miserable. ¿Te viste la cara en el espejo? ¿Te viste bien? Es asquerosa, repugnante. Y todos esos, atrás tuyo… no son mejores. Ahora ella estará acostada, dormida, entre las sábanas, como cuando llegabas borracho todas las noches. Te gustaba la idea de separarte, canalla. Ibas a andar con putas, de farra en farra. Ya no aguantabas vivir cuando no eras nadie, cuando tenías que empezar a pelear. ¿Qué vas a hacer con los mil que te quedan? Se los vas a ir a llevar a Concepción, seguro. No, ¡qué se los vas a llevar! Vas a jugártelos, creyendo que con eso vas a recuperar la máquina. Hay que tener guita, mucha guita para recuperar. Los bacanes son los que recuperan, imbécil, esos que están ahí atrás. Pero vos ya estás listo, liquidado". Barrios contemplaba el patio a través de la ventana abierta; ahora era una masa de oscuridad cerrada, iluminada de vez en cuando por un súbito relámpago de luz azul. Se oía tronar desde la lejanía, con intermitencias. Barrios tenía los ojos enrojecidos, y casi no parpadeaba; miraba fijamente la densa oscuridad. Ni siquiera oía el murmullo de las voces detrás suyo. Tenía una mano regordeta apoyada en el marco de la ventana mientras con la otra apretaba el billete de mil pesos dentro del bolsillo del pantalón. "Por qué no nos borrarán de la faz de la tierra", pensó, amargamente, pero en seguida sacudió la cabeza como saliendo de un ensueño; no tenía que dejarse abatir, sino la angustia iba a volverse intolerable. Era verdad que había perdido nueve mil de los diez mil que le habían dado por la máquina de Concepción, pero todavía tenía mil pesos más en el bolsillo. Un trueno cercano lo sobresaltó, pareció resonar sobre el techo mismo de la casa; todo el patio se hizo visible otra vez a la luz gris, casi blanca, de un relámpago y en seguida otro trueno resonó sobre la casa. No estaba derrotado por completo todavía. Era un exceso de responsabilidad hacerse todos esos problemas, pero esos mil pesos que le quedaban en el bolsillo y que apretujaba sin cesar con la mano húmeda, atestiguaban que todavía podía empezar a recuperar lo que acababa de perder y pasar después a la cabeza. Podía tranquilamente pasar a la cabeza y entonces elevar el monto de sus apuestas y hacer una enorme diferencia. Era estúpido lamentarse de antemano, pero él era así, pesimista, qué le iba a hacer; su exceso de lucidez lo había vuelto pesimista, y ahora veía una catástrofe en un hecho que no implicaba más que una pequeña batalla perdida.
Se volvió hacia la mesa, en el momento en que el tallador de bigote entrecano gritaba: "Ganó el punto, señores", y una exclamación de la concurrencia produjo un estruendo apagado en el interior del salón. El estruendo declinó convirtiéndose en un murmullo múltiple y desparejo. Barrios se detuvo junto al tallador de bigote veteado de gris. Al otro lado de la mesa, el doctor acomodaba un montón de fichas de todos colores. Hacía pilas con ellas de acuerdo a su valor. Después se cansó diciendo "¡Total!" en voz alta, y las mezcló nuevamente convirtiendo las pilas a medio ordenar en un montón considerable. Debía estar ganando por lo menos cincuenta mil pesos. "Canalla", pensó Barrios, mirándolo. El doctor alzó la cabeza y lo vio.
– Véngase para este lado, gordito. Así me da suerte -dijo.
– La próxima mano, doctor -dijo Barrios, con una sonrisa forzada. "Te voy a dar gordito", pensó.
– Esta noche el doctor paga un whisky para todos -dijo el tallador rubio, mientras acomodaba pilas de fichas sobre el tapete verde. Desde todos los puntos de la mesa llovían fichas para cubrir la banca."Y usted, doctor ¿no juega esta mano?", preguntó el tallador rubio. El hombrecito se echó a reír y respondió con su voz chillona: "Si el gordito no viene a mi lado, no juego". Todos rieron. "Si es así, doctor", dijo Barrios, "me paso de su lado". Riendo quedamente, Barrios dio la vuelta alrededor de la mesa y se ubicó detrás del doctor. "Pajarraco histérico", pensó.
– Así está bien -dijo el doctor. Retiró tres largas fichas rojas y se las entregó al tallador rubio-. Póngame estos tres mil a punto, Lastra -dijo.
"Payaso", pensó Barrios.
A punto o a banca, el doctor ganó todos los pases siguientes. Su montón de fichas crecía cada vez que hacía una apuesta. También su buen humor iba en aumento a medida que ganaba; parecía hacerse más efectivo, más preciso, como si su aptitud histriónica se perfeccionara a cada recolección de fichas. Parecía existir una relación estrecha entre su talento y su dinero. Y cada una de sus observaciones, sus chistes o sus exclamaciones era recibida por los presentes con un coro de súbitas carcajadas. A veces sus palabras motivaban alguna respuesta por parte de los otros jugadores, y entonces el doctor la festejaba golpeando la palma de la mano contra el borde de la mesa y acompañando su gesto con una risa chillona.
Barrios jugó contra él los mil pesos y los perdió. No dijo nada; respiró hondamente y apretó el puño dentro del bolsillo del pantalón, mirando fijamente la nuca del doctor. Sentía la sucia camisa adherida a la piel de la espalda, y la frente fría. No habría podido pronunciar inteligiblemente una sola palabra; sentía la lengua pesada y la mente confusa, atravesada de vez en cuando por unos destellos de desesperación y de miedo, como el denso espacio negro del patio era iluminado por esos súbitos relámpagos fugaces. Nadie entre los presentes pareció advertir que había perdido hasta el último centavo y que nunca podría recuperar la máquina de escribir que Concepción había pedido prestada al ministerio. Nunca podría devolvérsela. Sintió un temblor en el estómago. Nunca iba a poder ni siquiera mirarla a la cara. Como aquella mañana en que se había escondido en la zapatería hasta que Concepción dobló la esquina, estaba condenado, por el resto de su vida, a ponerse a temblar y a ocultarse cada vez que corriese peligro de enfrentarse con ella. Debería borrarse de la faz de la tierra. Eso era lo que debería hacer. Ya no tenía porqué soportar ese cuerpo pesado y sucio que le había sido asignado como una condena, y que volvía a la vida intolerable y trágica. Si se le ocurría agarrar el cuello frágil del doctor, y empezar a retorcerlo como al de una gallina, por ejemplo, estaría haciéndole un favor, no un perjuicio. Se lo merecía, pero, por otra parte, ¿por qué estaba ahí? ¿Por qué estaban todos esos ahí? Súbitamente, sin proponérselo, tuvo conciencia de que todos los que rodeaban aquella mesa de juego, habían sido, igual que él, condenados a vivir, y que nadie se hallaba plenamente a gusto en la existencia. Pero era demasiado tonto o simple pensar que por el hecho de tener cierta inclinación al juego, o a la bebida, o a lo que fuese, ya se estaba demostrando una interioridad trágica y desdichada. Podía decirse directamente que cualquier hombre era la prueba de una interioridad trágica y desdichada, por el solo hecho de ser hombre. Aunque no alcanzara a formularlo claramente, los sentimientos indicaban a Barrios que quizás el hombre y su rasgo distintivo, la conciencia, eran una florescencia superflua de la vida, y que lo más prudente, ya que no podía exterminar a todos los hombres de la faz do la tierra era sentir compasión por toda la humanidad. Eso era lo que pensaba, viendo a los hombres rodear la mesa de juego, y prorrumpir en exclamaciones y murmullos cada vez que el tallador de cara redonda y rosada, y bigote veteado de gris, recogía las cartas dadas vuelta y gritaba los puntajes. El doctor acumulaba increíblemente más fichas todavía. Parecía no haber perdido una sola mano. ¿Y qué? Eso no era una prueba de nada. Sin embargo, Barrios debió confesarse que había algo atrayente, algo neto y preciso, en la circunstancia que el doctor atravesaba en ese momento; parecía rodeado por un halo mágico. Sus rasgos se habían afinado notablemente y parecía menos decrépito; el pelo gris se le había desordenado un poco cayendo sobre la sien izquierda, y sus ojos emitían un brillo vivo. Sus manos producían gestos precisos. Parecía verdaderamente un muchacho con esa chomba blanca debajo del saco azul. Un adolescente algo ridículo, sí, lógicamente, pero la sensación equívoca que le produjo verlo por primera vez, al entrar en el coche en Guadalupe (sensación que quizás producía en todos los que lo veían por primera vez) había desaparecido. En ese momento, el hombrecito comunicaba cierta vivacidad, una vivacidad irresistible que alcanzaba no sólo a sus gestos, sino también a sus aptitudes más profundas, como su humor y su inteligencia comunicándole rapidez y claridad. El montón de fichas incluso, parecía más cuantioso de lo que en realidad era. Y el sonido de las fichas de colores, al entrechocarse unas con otras, o al ser arrojadas con pericia por la mano del jugador de bigote entrecano, o la del tallador rubio llamado Lastra, tenía cierta armonía secreta, imposible de precisar. Seguramente el doctor recordaría siempre esa noche; haría una abstracción inconsciente de los detalles y a su memoria retornaría siempre esa noche mágica, completa y perfecta, como un medallón prolijamente trabajado. El rostro de Barrios estaba tenso; de pie detrás de la silla del doctor, parecía su guardaespaldas o más bien su contraparte oscura, su reverso. Parecía como si el doctor hubiese constituido el límite de lo neto y organizado, de lo ordenado y lo simétrico, y él, Barrios, todo el excedente amorfo, oscuro e irracional que suele rodear a veces a una islita de claridad y de orden. La esfera de la magia y su contraparte ingobernable, parecían. Barrios se retiró un paso, quedando a un costado del doctor, y no exactamente atrás de él, como había estado hasta entonces, viendo ahora su perfil, su nariz recta y pequeña, sus labios finos, su casi ausente mentón. Tenía unas vetas grises, ínfimas, en la piel rojiza del rostro. Barrios pensó que era fácil adivinar su miseria debajo de esa atmósfera espléndida que lo circundaba, pero también hubiese sido fácil adivinar la miseria de la vida de Concepción, por ejemplo, destruyendo la imagen radiante de la tarde que había pasado en su compañía. (Recordó nuevamente la limpia galería, el césped húmedo, la declinación de la tarde y contra el tenso azul del cielo prenocturno, la masa prieta y fría de los árboles obsidiana.) Él, Barrios, había vivido ese momento. ¿No era nada eso, no implicaba una refutación de hecho a su piedad un poco desesperada hacia toda la raza humana? (¡Concepción!) Las rodillas de Barrios temblaron, flojas, y estuvieron a punto de entrechocarse, sosteniendo a duras penas el viejo cuerpo gastado. Su rostro empalideció y sus labios temblaron imperceptiblemente. (¿Ella iría a buscarlo a la pensión? ¿Y qué le iba a decir sobre la máquina? ¿0 lo encontraría en la calle, sin darle tiempo de esconderse, y se la pediría?) Quizá correspondía que él fuese a la casa de ella a contarle todo. La sola idea de una perspectiva semejante estuvo a punto de producirle convulsiones y vómitos. No. No podía ser. Tenía que recuperar la máquina de cualquier manera, su vida de cualquier manera, su vida gastada, dilapidada, incierta, imprevisible, que había vivido impulsado por una fuerza ciega e irracional, una rueda loca girando en el vacío sin destino ni finalidad.