– ¡Imagínese! -dijo el doctor, sumamente excitado y acalorado, mientras trataba de acomodarse mecánicamente, una y otra vez y sin conseguirlo, el mechón de pelo gris, lacio y suave, que le caía sobre la sien izquierda. Hablaba sin cesar, con su voz chillona y aguda, incontrolable, en medio del círculo de caras compungidas que lo rodeaban, de pie junto a la mesa abandonada, sobre la que permanecían aún los naipes del punto mostrando un seis de pique y un as de diamantes, y los de banca junto al borde de la mesa, cinco o seis plazas más allá de la que correspondía al doctor, sin haber sido dados vuelta todavía. Dos o tres sillas estaban caídas alrededor de la mesa. El jugador de bigote veteado de gris se había agarrado con dos dedos el borde de la pechera de la camisa desabrochada, sacudiéndosela para darse aire. El tallador rubio llamado Lastra miraba el suelo con una sonrisa pensativa, las manos en los bolsillos de su pantalón de poplín gris. "Yo lo dejé hacer", dijo el doctor, "pero ya lo había visto. Y cuando puso la mano sobre la ficha se la agarré así" (el doctor alzó la mano en el aire, en forma de garra, y apretó el aire, rechinando los dientes y no lo soltaba. "Apreté hasta que largó las fichas. Y todavía me dice miserable. Imagínese. Miserable". "El hombre había perdido como diez mil pesos", dijo el tallador de bigote entrecano, sin dejar de sacudir la camisa. "¿Y qué culpa tengo yo? ¡Imagínese!" dijo el doctor. Él no tenía ninguna culpa, al contrario, había sido gracias a él (y ahora se arrepentía) que el ratero consiguió entrar en la casa. Él mismo lo había invitado, porque estaba con un taximetrista conocido, un muchacho respetuoso, por el que él ponía las manos en el fuego. A lo mejor lo había trabajado también al taximetrista ("Mire, imagínese") seguramente se había creído que porque él iba ganando, el culo se le había subido a la cabeza y no se daba cuenta de lo que estaba pasando a su alrededor. "Y encima me dice miserable, y me da un empujón", dice el doctor. "Sí", dijo el jugador del bigote entrecano; se miró los nudillos rojizos y comenzó a abrir y cerrar la mano para comprobar si había sufrido alguna recalcadura. "Menos mal que lo serví enseguida; le di bien en la cara", dijo. "Sí", dijo uno de los que rodeaban al doctor, un individuo de duros bigotes negros, que parecía sonreír constantemente debajo de ellos. No sonreía, pero esa era la impresión que daba superficialmente su cara. "Yo también alcancé a darle en la boca; mire como me manchó". Efectivamente, tenía una manchita roja de sangre en la camisa blanca, a la altura del abdomen, y un rastro de sangre en el dedo. "Sí", dijo el doctor. "Sí, menos mal". Él también había tratado de pegarle, pero cuando se armó el lío grande, y todos empezaron a darle golpes y empujones al gordo, él no había podido encontrar un resquicio por donde colarse y dar también. "Y cuando lo vi en el suelo, en el patio, me dio lástima". Pensar que si se las hubiese pedido, él le habría dado las dos fichas. Él siempre había sido gaucho en el juego; el tallador de bigote entrecano, que lo conocía, podía atestiguarlo. El tallador de bigote entrecano sacudió solemnemente la cabeza, con los ojos cerrados, dando fe: él conocía muy bien la generosidad del doctor, todo el mundo la conocía; ni por dos mil, ni por doscientos mil, el doctor iba a mostrar la hilacha en una mesa de juego. "¿Y vio cómo le saltaron las lágrimas, doctor?" dijo el tallador de bigote entrecano. "La bronca misma lo ha puesto así al hombre. Como el golpe le salió mal, de la furia le saltaron las lágrimas". "¿No ve que le dijo miserable? Él roba, y le dice miserable al doctor". Un murmullo creciente, gradual, brotó del círculo de caras compungidas. Él había robado, y le había dicho miserable al doctor. Pero, ¡había que arreglarse! Semejantes cosas pasaban en este país, nomás. ¡Qué cosa seria! Eso sí que era el colmo de los colmos. "Yo tengo la culpa por haberlo traído", dijo el doctor. "Qué me iba a imaginar que era un ratero. Parecía decente. Me dijo que era periodista, imagínese". "Qué va a ser periodista", dijo uno de los que componían el círculo de caras compungidas. "Si ése es periodista, yo soy Carlitos Gardel", dijo. Todos los presentes se echaron a reír, menos el tallador rubio llamado Lastra, que miraba el suelo pensativamente, y el doctor, que había sido interrumpido en el uso de la palabra y esperaba que el murmullo de las risas y las voces se acallara para recomenzar. Tenía el bolsillo lleno de fichas. Llevaba ganados alrededor de ochenta mil pesos. Ni un sólo momento, en la fiebre de la buena racha, había dejado de calcular una a una las entradas y salidas. En cambio el tallador rubio parecía haber sido arrojado fuera del presente por el incidente ocurrido, a un hecho del pasado que quizá estaba rodeado de circunstancias análogas, y que había absorbido por completo su imaginación volviéndolo pensativo y melancólico. Debido a la confrontación con el pasado su expresión parecía revelar un cauce de experiencia mucho más profundo, haciéndolo sonreír, aunque tal vez solo la timidez era la causa de su sonrisa, porque cuando el doctor siguió hablando, el tallador rubio recibió sus palabras con una sonrisa más amplia, alzando la cabeza y volviendo a bajarla sin dejar de sonreír. "Es que yo soy gil, no hay caso", dijo el doctor. "Tenía una máquina de escribir y se la hice empeñar con Solari". "Vaya a saber adonde la habrá afanado, la máquina", dijo el tallador de bigote veteado de gris. "Vaya a saber", dijo el doctor. Pero eso les iba a servir de escarmiento al gordo y a él. El gordo iba a tener más cuidado con meter la mano donde no debía, de ese momento en adelante. "Y yo", dijo el doctor, "no paso más por comedido". Tenía razón el doctor, dijo el tallador de bigote entrecano, no había comedido que saliera bien; hablaba con razón el doctor. Pero ¡qué quería! "Cuando uno es bueno con la gente, la gente le paga con mierda a uno", dijo. El doctor asintió. "Con mierda, efectivamente", dijo. "Y me dice miserable, y me da un empujón". Un murmullo de indignación brotó del círculo de caras compungidas; le había dicho miserable al doctor. Pero eso sí, se había llevado una buena biaba encima, una buena paliza. En el patio se había puesto a gritar como un loco, sin que nadie llegara a entender una palabra, en medio del desorden fenomenal que se estaba produciendo; gritaba cosas y movía los brazos dando trompadas furiosas al aire, mientras todos lo contemplaban agolpados en la puerta iluminada de la casa. A la luz de los relámpagos, lleno de tierra y sangre, el rumor de sus gritos apagados por el estruendo de los truenos, parecía un cerdo vestido, parado sobre las patas traseras, chillando antes de ser degollado. ¡Ja, ja, ja! Un cerdo degollado; y ellos que habían estado jugando decentemente toda la noche, como caballeros, habían tenido que ensuciarse las manos golpeándolo. ¿Qué se había creído ese canalla, que ellos eran malandras? Había profesionales, comerciantes, ganaderos, militares entre los presentes. Hasta había un senador provincial y un miembro del Rotary, miembro a la vez de la comisión de carreras del Jockey Club. A la luz verde de los relámpagos, de ese fuego verde, había estado gritando como un loco, agitando los brazos en el aire. ¡Hijo de mala madre! Pero se iba a andar con cuidado de ahora en adelante, ya lo había dicho el doctor, que en ese momento trataba vanamente de acomodar el mechón de pelo gris que le caía sobre la sien izquierda. Parecía un muchacho, algo decrépito, equívoco, pero un muchacho al fin a pesar de sus cincuenta y tantos, con esa chomba blanca debajo del saco de hilo azul. La magia que había estado nimbando su persona había desaparecido; ahora sólo quedaba el prestigio de su magia, y su corolario material, el dinero. El círculo de caras compungidas se apretó más a su alrededor cuando se dispuso a retomar el uso de la palabra. "Pero siempre he sido así, qué le voy a hacer", dijo; ("imagínese"). Su padre, que había sido un hombre recto, lo había educado así; y su madre (una anciana fuerte como un roble, que había sabido, después de la muerte de su padre, recorrer a caballo sus propiedades en el norte de la provincia) había acentuado esa educación dándole el acabado con un toque de delicadeza. Porque él podía haberle pegado, sí señor, podía no haberlo dejado escaparse, pero le había dado lástima, no se le debe pegar a un hombre que está en el suelo, aunque sea un ladrón. Esa enseñanza la había recibido de su padre, que había sido un hombre severo, pero recto. Todo el mundo lo había conocido, no por su nombre, sino por el sobrenombre de "El Capataz" a su padre. "Mejor hagamos de cuenta que aquí no ha pasado nada, doctor", dijo el tallador de bigote entrecano, dejando de sacudir la camisa y apoyando la mano en el brazo del doctor. "Por supuesto que no ha pasado nada", chilló el doctor, con aire cortésmente ofendido, para dar a entender que ese pequeño incidente no había producido en él ningún malestar, salvo el necesario, y que la partida continuaría normalmente. Con lentitud, el círculo de caras compungidas fue dispersándose, y los jugadores levantaron las sillas caídas, sacaron sus fichas del bolsillo, y volvieron a sentarse, poco a poco, alrededor de la mesa. El doctor se ubicó otra vez junto al tallador rubio. Sacó varias fichas de mil pesos, las contó, y se las entregó al tallador de bigote veteado de gris, diciéndole en voz baja: "Juegúeme esto a punto, mire". "Cómo no, doctor", dijo el tallador. El hombre de bigote negro, que tenía la mancha de sangre en la camisa y en el dedo, comentaba el golpe con un compañero. Le había roto la boca, estaba seguro y lo había hecho tambalearse, aunque debía pesar como ciento veinte kilos; se miraba el puño con asombro y satisfacción, al comprobar que también su compañero lo miraba con admiración y respeto. Debieron haberle dado en el patio; el hecho de que lo hubiese llamado "miserable" al doctor le hacía hervir la sangre. Ahí en el patio debían haberle dado, para escarmentarlo. Ahí, sí, en el patio oscuro, donde a la luz verde de los relámpagos la torva figura de Barrios había parecido un cerdo furioso y sangrante, gritando cosas que el estruendo de los truenos impedía escuchar, y agitando violentamente los brazos. El hombre de la mancha de sangre en la camisa y en el dedo continuó hablando sin advertir que en el interior de la gran habitación iluminada la única voz que continuaba sonando era la suya. Al percibir el silencio se calló la boca y alzó la cabeza, comprobando que todos los presentes lo contemplaban y que el tallador de bigote entrecano, con una mano extendida hacia el doctor, indicándole que aguardara, lo miraba con el ceño fruncido y un aire severo, instándolo a que se callara. El hombre de bigote negro enrojeció y bajó la vista. "Puede tirar, doctor", dijo el tallador de bigote veteado de gris, mirando al doctor. Éste dio vuelta las dos cartas arrojándolas al tapete verde. "Nueve", chilló, y su nimbo de magia se puso otra vez en movimiento.