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EL LUGAR DEL PELIGRO

Por lo menos diez automóviles se hallaban detenidos en aquel amplio patio de naranjos. Desde el coche, Barrios percibió el penetrante olor de los azahares que llegaba en ráfagas intermitentes y profundas desde el patio. Eso le pareció un presagio favorable, y sonrió apenas, interiormente, a pesar de que el corazón le golpeaba con furia dentro del pecho. El Ford se detuvo a unos cuarenta metros de la casa iluminada, en medio de los naranjos, en una callecita de tierra arenosa, irregular y pesada, que conducía desde el portón de entrada hasta el portal de la casa. Habían desviado más de un kilómetro desde la ruta, avanzando pesadamente por un angosto camino lateral. Mezclado al de los azahares se percibía el olor del río, pero Barrios no podía imaginar en qué dirección se encontraba ni a qué distancia estaba de él. Solamente ese olor indefinible señalaba su presencia, como en un susurro, sin ningún atisbo de admonición. Cuando el hombrecito bajó del automóvil diciendo que ya volvía, Barrios lo contempló alejarse por el camino hacia la casa; cuando entró en la zona de luz de los faros, Barrios observó el paso desparejo y trabajoso de su cuerpo magro y quizá decrépito, vestido con caras ropas juveniles. Por un momento su figura permaneció como en exposición, en medio de la luz potente, alejándose progresivamente, hasta que Hermosura apagó los faros y el hombrecito se convirtió, de un modo súbito, en una magra silueta negra envuelta en una sombra grisácea, como una veta errátil de oscuridad. La puerta de la casa se hallaba abierta, permitiendo el paso de la luz interior. Cuando el hombrecito emergió desde la penumbra se hizo nítido y visible al atravesar el umbral, antes de desaparecer definitivamente dentro de la casa. Barrios suspiró, pero no dijo nada. Tampoco habló Hermosura, que permanecía tranquilo e impasible a su lado. Una nueva ráfaga de azahar penetró en el coche y Barrios la aspiró satisfecho pero todavía inquieto, considerándola un buen presagio, con una instintiva arbitrariedad fundada en la cualidad benéfica que los hombres de las ciudades suelen atribuir a las experiencias de la naturaleza. Pero su corazón palpitaba furiosamente. Cuando el hombrecito emergió otra vez desde el interior de la casa, seguido por un hombre corpulento en mangas de camisa, Barrios sintió que la palpitación se desplazaba hacia el estómago. Los dos hombres atravesaron uno atrás del otro la puerta iluminada y en seguida se convirtieron en dos siluetas que avanzaban hacia el coche, hablando con voces confusas. Barrios bajó apresuradamente del automóvil y permaneció de pie junto a la puerta abierta. Jadeaba. Los dos hombres se detuvieron junto a él.

– Este es el amigo del que le hablé -dijo el hombrecito al hombre corpulento que trataba de observar a Barrios en la oscuridad, infructuosamente. Se inclinaba hacia él, y ladeaba la cabeza para verlo mejor. Era menos grueso que Barrios, pero mucho más alto. Detrás de su cabeza descubierta y cuadrada tenía la luna, rodeada de turbias estrellas, blanca y espléndida.

Barrios estiró la mano y el otro se la estrechó rápidamente, con una falta de energía que contrastaba con su físico.

– ¿Qué marca es la máquina? -dijo el hombre. Su voz era hosca.

– Bueno -dijo el doctor-. Yo lo espero adentro.

Se aproximó a Hermosura y le pagó.

– Es una Olivetti -dijo Barrios-. No tiene uso -dijo.

– No -dijo el doctor a Hermosura-. Un amigo me va a llevar de vuelta. Mire. Gracias.

– ¿Qué modelo? -dijo el hombre.

– Bueno. No sé -dijo Barrios-. El último, creo.

– Yo voy adentro y lo espero ahí, mire -dijo el doctor a Barrios, tocándole el brazo suavemente-. Entre con confianza nomás.

– ¿El último? -dijo el hombre.

Barrios miró al doctor.

– Gracias -dijo. Y al hombre-: Sí, creo que sí.

El doctor comenzó a alejarse en dirección a la casa. Se oía el chasquido de sus zapatos deslizándose sobre la tierra arenosa. El hombre alto permanecía de pie, imponente y tranquilo, con la blanca luna de diciembre, espléndida y circular encima suyo, por detrás de su cabeza; tenía las mangas de la camisa arremangadas y los brazos separados del cuerpo, como si estuviese dispuesto a saltar sobre Barrios en cualquier momento. Pero la hosquedad de su voz no reveló maldad ni enojo cuando habló, sino sólo prescindencia.

– Veamoslá -dijo.

– Sí -dijo Barrios, y se volvió jadeando hacia el coche. Su corazón palpitaba tan fuertemente que al inclinarse hacia Hermosura pensó que éste podía estar oyendo los latidos-. Encendé la luz, Hermo -dijo.

Hermosura se inclinó sobre el tablero del Ford y encendió la luz. Barrios alzó la máquina mostrándosela al hombre. Este la tasó de una sola mirada, sin siquiera pedir a Barrios que abriera el estuche.

Hermosura contemplaba la escena en silencio, con leve curiosidad.

– ¿No tiene uso? -dijo el hombre.

– Muy poco -dijo Barrios.

El hombre meditó un momento.

– Puedo darle ocho mil pesos -dijo el hombre.

– No -dijo Barrios-. Quiero doce mil.

– No puedo -dijo el hombre.

– Yo tampoco puedo -dijo Barrios.

– Otra vez será entonces -dijo el hombre.

Barrios lo miró; detrás de su cabeza cuadrada estaba la luna, una porción de cielo, las turbias estrellas. El olor de los azahares le llegó en una ráfaga profunda, mezclado al aroma del agua; un olor que anegaba su respiración y se distribuía rápidamente por todo el cuerpo; parecía sentirlo en la espalda, en las rodillas, en el pecho.

– Déme once mil -dijo.

– No puedo darle más que ocho -dijo el hombre.

Barrios miró la máquina de escribir y después a Hermosura. El rostro de su amigo no reveló nada, ni siquiera curiosidad o expectación.

– Bueno -dijo Barrios-. Otra vez será, como usted dice.

Se volvió para entrar en el coche.

– Espere -dijo el hombre. Barrios se detuvo-. Nueve mil quinientos es el último precio.

– No, diez mil -dijo Barrios, sin volverse.

– Está bien -dijo el hombre.

Barrios le entregó la máquina de escribir, y después se inclinó hacia Hermosura.

– Me quedo, Hermo -dijo en voz baja.

– Bueno -dijo Hermosura. ¿Nos vemos a la madrugada?

– Hermo -dijo Barrios-. Si llego a salir bien de ésta…

– Sí -dijo Hermosura.

– Necesito suerte, Hermo -dijo Barrios.

– Nos vemos a la madrugada en "El Tropezón" -dijo Hermosura.

– Sí -dijo Barrios, con voz temblona-. En "El Tropezón". A la madrugada.

Cerró la puerta del coche con estrépito y se volvió hacia el hombre, caminando junto a él en dirección a la casa. Jadeaba, y su corazón palpitaba. Antes de llegar a la casa oyó el motor del Ford ululando en primera, pero no se dio vuelta. Después de un momento lo oyó alejarse hacia el portón y el caminito de arena. El hombre caminaba en silencio al lado suyo. A medida que se aproximaban a la puerta iluminada, a través de la cual se percibía un confuso sonido de voces, las rodillas de Barrios parecían flaquear, debilitarse. Su estómago palpitaba de un modo intolerable. El ruido del automóvil se alejaba más y más. Ante la puerta, el hombre alto, que iba ligeramente adelantado, se detuvo y haciendo un ademán cortés con la mano le cedió el paso. Barrios penetró en la casa. En el sur relampagueaba: a cada momento, vagamente, el horizonte era atravesado por unos destellos eléctricos de fuego verde.

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