Barrios preguntó si era una partida grande.
– Sí -dijo el hombre- Va a haber mucha gente.
– ¿A qué juegan? -dijo Barrios.
– A punto y banca.
– Ah -dijo Barrios-. Ferrocarril.
– Sí, eso. Ferrocarril. Sí, imagínese -dijo el hombrecito-. ¿Por qué no se quedan? Conmigo pueden entrar.
– Yo no -dijo Hermosura.
Barrios no respondió en seguida. Parecía meditar.
– No llevo plata encima -dijo.
– Qué lástima -dijo el hombrecito-. Después nos íbamos y nos levantábamos unas minas en el cabaret.
Hicieron silencio. El viejo Ford negro vibraba, zumbando en la veloz oscuridad. Los faros iluminaban el recto camino liso. Ahora, a los costados de la larga cinta azulada por la que el automóvil corría en la noche, la vasta llanura había desaparecido; en su lugar se divisaban árboles reunidos en grupos oscuros, apretujados, dejando entrever de vez en cuando el fragmento blanco de la fachada de alguna quinta, o el suave espejismo de un rayo de luna, insustancial y perecedero, atravesando oblicuamente la fronda negra.