Литмир - Электронная Библиотека

– Lástima que el último hijo que le queda le haya salido tan calavera -dijo-. La verdad es que a mí me gustan todas.

Barrios emitió una risita connivente porque si bien el hombre le desagradaba, como si sospechara en él algo detestable y equívoco, su desenfado, su vestimenta cara y juvenil, y esa gran casa rodeada de árboles donde vivía, le imponían cierto respeto. Incluso esa demostración de desconfianza era motivo de respeto, porque si bien revelaba una intimidad que deseaba conservar, esa intimidad parecía vinculada a su posición y a su independencia. La risa de Barrios indujo al hombre a guardar silencio.

Después dijo a Hermosura.

– ¿Estaremos allá para las once?

– Sí, doctor, quédese tranquilo -dijo Hermosura-. Son las diez y media. Si es donde usted me dijo, en veinte minutos estamos allá.

– Perfecto -dijo el hombre, con su voz chillona.

En seguida, la falta de contención venció su cautela.

– Pero mire, mujeres como ella conozco pocas -dijo-. Mi padre murió en el año diez, y ella sacó adelante la familia. Administró las propiedades que le dejó mi padre, y cuando joven ella misma recorría a caballo el campo que tenía en el norte, y les daba órdenes a los peones, y encima tenía siete hijos y a todos les dio educación. En el año cuarenta y ocho se enfermó del corazón, pero a no ser por eso, sigue fuerte como un roble. Yo nunca me casé; vivo con ella. Lástima que haya salido tan vago.

Rió con placer, como para sí mismo.

– ¡Las que habré hecho en mi vida! -dijo.

Hermosura emitió una risa súbita, excesiva. Esa demostración repentina animó al doctor, que saliendo de su rincón de sombra apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento delantero y se aproximó a Hermosura.

– Así es. Yo de joven era terrible. Terrible -Se interrumpió para reír-. Y ahora no he cambiado mucho que digamos. Desde que la vieja se enfermó me he tranquilizado un poco, imagínese. Pero siempre, qué quiere que le diga: siempre. La vieja estuvo ocho años muy enferma, y para esa época me sosegué un poco. Pero después, desde el cincuenta y seis más o menos, empezó a mejorar. Basta con que yo la acueste para que ella se duerma tranquila.

El coche entró en la costanera vieja, más oscura que el tramo anterior. La luna iluminaba la superficie tranquila del río.

– Imagínese -dijo el hombre, de un modo pensativo.

Volvió a sumirse en el rincón más oscuro del asiento y pareció permanecer pensativo un largo rato. Después encendió un cigarrillo con un encendedor que resonó metálicamente, nítidamente, cuando lo hizo funcionar. En seguida volvió a echarse hacia adelante, apoyando los brazos en el borde del respaldo del asiento delantero.

– La verdad es que tengo todos los vicios. Me gustan todas.

Permaneció en su actitud pensativa; parecía estar reflexionando sobre su pasado. Barrios permanecía silencioso, aguardando que aquel hombre venciera su desconfianza y le permitiera participar en la conversación. Extrañamente, estaba seguro de que eso sucedería, como si su desconfianza hubiese sido una prueba ritual a la que el hombre hubiese estado sometiéndolo, antes de entregarle totalmente su intimidad. Barrios guardó silencio, un silencio expectante y lúcido.

– Hoy mismo, nomás, mire -dijo el hombre. Ni pensaba salir cuando me invitaron a esta partida. Y en seguida agarré viaje. Y eso que reciencito nomás había estado pensando que me tenía que quedar en casa, mire. Imagínese.

– No se puede hacer ningún proyecto nunca -dijo Barrios- porque uno nunca sabe lo que va a pasar.

El hombrecito pareció luchar consigo mismo antes de responderle, pero daba la impresión de sufrir una inclinación secreta que le impedía hacer su voluntad. Después de un momento dijo:

– Es verdad. Tiene muchísima razón.

– Por más planes que uno haga -dijo Barrios resignada-mente-, la vida se encarga de cambiarlos.

– ¡Exacto! ¡Eso es! -dijo el hombre, con pueril vehemencia.

Exageraba un poco su entusiasmo, como si la desconfianza demostrada un rato antes hubiese sido una carga demasiado pesada para él, y estuviese tratando de aliviarla. A distancia regular, una hilera de columnas sosteniendo en el extremo un farolito con una lámpara adentro, se elevaba sobre el parapeto de la costanera. Por sobre el borde del parapeto asomaba la cima oscura de los árboles diseminados abajo, en la oculta franja de playa que separaba el malecón del río. Había un turbio cielo estrellado.

Ahora el hombre se dirigía a Barrios, en forma atropellada y casi febril. Fumaba y hablaba con el cigarrillo pendiendo de los labios.

– Eso es. Yo he hecho muchos planes en mi vida -decía-. Y siempre algo me los ha cambiado. Es muy cierto lo que usted dice, mi amigo. Yo estuve en una época a punto de casarme, mire, imagínese. Le estoy hablando del año 40. Y fíjese que un mes antes me salió un viaje a Inglaterra y rompí el compromiso. Y eso que andaba enloquecido atrás de mi novia. ¡Es que a mí me han gustado todas, siempre!… Para la timba y el cabaret, y para la joda en general, yo he sido siempre el primero. No es por jactarme, mire, porque yo soy un hombre sencillo, y eso que tengo una posición, pero le puedo asegurar, siempre me ha ido bien en la garufa, imagínese. ¿Y usted? ¿Qué hace?

– Yo -dijo Barrios con aire tranquilo-. Yo soy periodista.

– Ah, periodista -dijo el hombre-. Es un trabajo para un temperamento aventurero. Los periodistas se meten en cualquier lado, donde les guste. ¡Y ven cada cosa! ¿Usted no vio esa película italiana, "La dolce vita"?

– No -dijo Barrios-. No voy al cine.

– Bueno -dijo el hombre-. Ahí hay un periodista. Es el personaje principal. El tipo se mete en todos lados. Anda con hembras de categoría, mire, con príncipes, millonarios, artistas de cine, de todo, mire, imagínese.

– Sí -dijo Barrios-. La verdad es que un periodista tiene acceso a muchos ambientes.

– Se manda una vidurria que más de uno la quisiera para sí mismo. Está en una posición estratégica para la joda-. El hombrecito le dio a Barrios una palmada suave en el hombro, y rió con entusiasmo. Después volvió nuevamente al tema de su madre, esa viejita que le había dado educación a siete hijos, y había recorrido a caballo, cuando joven, sus propiedades en el norte de la provincia. El hombre hablaba con una admiración temerosa de aquella amazona decrépita que acababa de acostar un momento antes; y su voz chillona continuó reinando en el interior del automóvil, mientras penetraban en el puente colgante extendido sobre el río, haciendo resonar la plataforma de madera. Debajo, en el río, la luna resplandecía sobre el agua quieta. La ciudad quedaba atrás, agolpada sobre el murallón de la costanera. El coche salió del puente de ruidoso maderamen embreado penetrando en la lisa y silenciosa carretera, cuyo primer trecho aparecía bordeado por unos tenues sauces entre los que se entreveraba la claridad lunar. Después los sauces desaparecieron, y a los dos lados de la carretera se hizo visible una interminable llanura envuelta en una penumbra agrisada por la luna, una llanura pantanosa, llena de esteros y arroyos, en la que de vez en cuando restallaba el pelo húmedo de algún caballo erguido en la noche. El horizonte parecía velado, más oscuro, quizá tormentoso. Pero más acá, en las proximidades de la carretera, los quietos rayos lunares caían intensos y suaves al mismo tiempo, señalando débilmente los contrastes de sombra de los aromitos y las matas de pajabrava, que saben silbar y murmurar cuando sopla el viento. El hombrecito habló sin parar durante esa parte del trayecto: enumeró sus propiedades, los campos en el norte, las casas en la ciudad, el chalet en Huerta Grande, el automóvil. "Pero yo soy un hombre sencillo", dijo, "porque me gustan todas". Ese calificativo, sencillo, sonaba de un modo equívoco, como si detrás de él se ocultara una tendencia inconfesable de su personalidad. Después contó algunas aventuras amorosas que había tenido no hacía mucho. Una había sido con una empleadita de tienda, una chica que trabajaba en un negocio del centro. Contó con lujo de detalles todas las características de la conquista; desde que la invitó por primera vez a subir al automóvil (él era conocido del dueño, y visitaba con frecuencia la tienda) hasta la última vez que se habían acostado juntos, tres días atrás. Habló del temperamento sexual de la chica sobre todo, con un asombro simulado que ocultaba cierta jactancia; su cara arratonada, entre la de Hermosura y la de Barrios, se llenaba de un buen humor maligno en aquella penumbra del automóvil, cuando decía que las últimas veces acostumbraba ponerle dinero entre las piernas. "Son interesadas las mujeres, no hay nada que hacerle", dijo, riendo. Contó detalles eróticos extraños, prácticas completamente originales. Había una relación estrecha entre su actual impudicia, entre su tono desenfadadamente confesional, y el grave recelo que había demostrado hacia Barrios al penetrar en el coche, como si ese recelo hubiese estado dirigido más contra sí mismo que contra Barrios, motivado por el conocimiento de esa tendencia suya a exponer su intimidad desnuda sin control, irresistiblemente, con un placer que le hacía daño. Después describió el aspecto de su madre; por sus señas, era una mujer delgada y pequeña como él, con una cabellera plateada y sedosa que se peinaba hacia arriba coronándola con un rodete, y una piel tersa y rosada como de una niña; vestía siempre de negro, unos vestidos ceñidos a su cuerpo magro, abotonados hasta el cuello, alrededor del cual llevaba un collar de plata vieja que había pertenecido en otros tiempos a su madre y a su abuela. "Es una vieja buena moza", dijo. Y repitió: "Y fuerte, fuerte como un roble". Quedó pensativo, sonriendo, y mirando por entre los hombros de Hermosura y Barrios la lisa carretera iluminada por los faros del automóvil, una cinta azulada que parecía desplazarse en dirección contraria a la marcha del vehículo. Atravesaron dos o tres puentecitos bordeados por una baja barandilla, que hicieron estremecerse y saltar ruidosamente al viejo Ford negro. Ahora, en uno de los costados de la carretera la vasta llanura lunar se llenó de casitas de blancas fachadas, y ranchos viejos y precarios, y el otro costado permaneció liso y turbio, manchado a veces por los negros montones de pajabrava, o unos altos eucaliptus agrupados de a dos o tres, entre cuya miríada de hojas quietas, una fronda sin cohesión, podían percibirse los suaves destellos grises de la claridad nocturna del cielo. El calor de la tarde había disminuido, pero no soplaba brisa. Sólo el desplazamiento veloz, que hacía vibrar y temblar la carrocería, llenaba el interior del coche de un fresco aire agitado. El hombrecito parecía contento, y suspirando, y diciendo palabras casi inaudibles, como "Qué cosa", o "Así es, así es" o "Hay que embromarse", sacudía la cabeza y sonreía como para sí mismo. Después hizo silencio, dejó de reír, y dijo enseguida: "Parece que mi padre era un hombre de los de antes. Yo no lo conocí. Usted iba a la estancia, y lo confundía con uno de los peones. Le decían El Capataz, ¿usted sabe?". El coche aminoró la marcha al llegar frente al puesto de la policía caminera, pero nadie controlaba el paso de los vehículos, de modo que Hermosura aceleró en seguida, y avanzó por la ruta oscura a setenta kilómetros por hora. "¿Usted sabe?" dijo el hombre. Y en seguida agregó con vehemencia: "Si esta noche llego a ganar, me voy al cabaret y me levanto dos o tres locas".

15
{"b":"87787","o":1}