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HERMOSURA

En la estación terminal de ómnibus la gente se apretujaba en los andenes charlando agrupada junto a los largos coches interurbanos que esperaban la hora de salida con el motor en marcha, mientras los gritos de los vendedores ambulantes, los canillitas y los heladeros y la música turbia y alegre de los altoparlantes, se elevaba por sobre el tumulto de las voces.

Barrios pasó de largo junto a los andenes y se dirigió al bar en busca de su amigo Hermosura. Una interminable fila de taxis se extendía junto al cordón de la vereda. Barrios buscó a Hermosura en el bar, y como no lo encontró se dirigió a la fila de taxis. El coche de Hermosura era uno de los últimos, y su dueño se hallaba sentado junto al volante, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Hola, Hermo -dijo Barrios, dándole unas palmaditas en el brazo.

Hermosura se tocó el sombrero gris de fieltro con los dedos y respondió al saludo de Barrios con aire aburrido.

– Hola -dijo.

Tenía una cara ovalada, una cabeza como un huevo asentado de punta sobre el grueso cuello; su nariz era grande y deforme, llena de poros negruzcos, como un pedazo de masilla mal trabajada. Sus ojos eran oscuros, pequeños y marrones Nunca sonreían.

– Vengo de visitar a mi mujer -dijo Barrios.

– Bueno -dijo Hermosura, con voz neutra. Pareció meditar un momento y en seguida agregó-: Entra por el otro lado. Si hago un viaje me acompañas.

Barrios dio unos saltitos alegres, pasando entre el coche de Hermosura y otro estacionado delante, y se metió en el automóvil, que parecía no haberse movido durante mucho tiempo, porque el Ford 37 de Hermosura se recalentaba fácilmente apenas se ponía en marcha y en ese momento no despedía ningún calor. Barrios depositó la máquina de escribir en el asiento, entre él y Hermosura. Éste la miró.

– ¿Y eso? -dijo.

– Una máquina de escribir -dijo Barrios-. Es mía; yo se la había dejado a mi mujer porque no la necesitaba, pero ahora me ha salido un trabajo y se la pedí de vuelta.

Hermosura gruñó, asintiendo, pero no dijo nada. La gente iba y venía por la vereda de la estación; bajo uno de los tres únicos árboles que adornaban la vereda había un kiosko de cigarrillos: un armario con un sol de noche encima; la luz del sol de noche iluminaba la fronda intrincada del árbol y las hojas verdes emitían unos vivos reflejos.

– Un trabajito en la profesión -dijo Barrios-. Cosa de nada.

Hermosura suspiró y cambió de posición, cruzándose de brazos. Parecía escuchar con suma atención a Barrios, pero no hacía ningún comentario; Barrios estaba habituado ya a sus silencios; conocía a Hermosura desde sus épocas de periodista, pero sólo después de haberse separado de Concepción y haber dejado el trabajo, había comenzado a intimar con él. Hacía por lo tanto cinco o seis años que se veían casi todos los días, en las cercanías de la estación de ómnibus, o en el restaurante "El Tropezón". Antes de tener el taxi, Hermosura había manejado durante mucho tiempo un colectivo del servicio urbano. Tenía aproximadamente la edad de Barrios.

– Para ir tirando, no más -dijo Barrios.

Súbitamente, Hermosura le dio un golpecito a la máquina de escribir con el puño.

– ¿Cuánto vale? -dijo.

– No sé -dijo Barrios, con aire de quien realiza cálculos mentales. Dieciocho o veinte mil, me parece.

Hermosura emitió un silbido de admiración.

– Lindo chiche -dijo, dándole otro golpecito.

Barrios emitió una oronda sonrisa.

– Lindo, sí; muy moderno -dijo.

– Ahí se armó la podrida -dijo Hermosura, mirando hacia la estación; una montonera de gente salía de los andenes y formaba cola frente a la parada de taxis. Seguro que acababan de llegar ómnibus de Rosario o de Buenos Aires. Hermosura puso el motor en marcha, mientras la fila de taxis estacionados junto a la vereda comenzaba a desplazarse lentamente hacia adelante.

– No -dijo Barrios-. Yo me quedo en el bar.

– Tengo servicio toda la noche -dijo Hermosura-. Pero de nueve a diez descanso. Mi socio se enfermó y tengo que hacerle el turno toda la noche.

– Te espero en el bar entonces -dijo Barrios.

Hermosura gruñó afirmativamente. Barrios descendió y pasando otra vez por delante del coche de Hermosura comenzó a caminar por la vereda en dirección al bar de la estación. Barrios experimentaba una especie de sentimiento de superioridad respecto de Hermosura que éste parecía reconocer y acatar sin mayores discusiones. Pero había cierto afecto en esa superioridad; y en el acatamiento natural y tranquilo de Hermosura parecía existir al mismo tiempo cierta indiferencia. Hermosura se dejaba conducir exteriormente por Barrios, pero no influir ni modificar. Parecía haber llegado a un punto de su vida en el que cualquier cosa le venía bien, menos perder su tranquilidad, un punto en el cual, al mismo tiempo, nada podía hacérsela perder, excepción hecha de la muerte. Pero Hermosura nunca pensaba en la muerte; más todavía; parecía no pensar jamás en nada. Sin embargo, Barrios se sentía bien a su lado, y quizá justamente por eso: porque la simple virtud de haber abolido de sí mismo todo pensamiento, puede hacer de un hombre la mejor de las compañías.

Barrios pasó junto a la cola de pasajeros en la parada de taxis y penetró en el bar de la estación, cuyas puertas se hallaban abiertas. El ambiente era más pesado y caluroso en el interior del bar. Las mesas se hallaban casi todas ocupadas por hombres y mujeres sudorosos, cansados por el viaje reciente, vestidos con ropa liviana de todos colores; a los pies de cada mesa se veían pilas de paquetes, bolsos y valijas. Por el aspecto de los parroquianos era fácil determinar si se trataba de gente del campo o de la ciudad, incluso si la gente que no era de la ciudad venía de un punto cercano, un suburbio, o de los pueblos más lejanos de la provincia. Tres muchachos vestidos con ropas humildes, la cara color tierra, contemplaban la valija abierta de un vendedor ambulante, llena de anillos de fantasía, lapiceras, cadenitas doradas, peines, espejos y billeteras. Barrios se dirigió al cajero y lo saludó riendo. El cajero manipulaba rápidamente la caja registradora, atento al ir y venir de los mozos; era un hombre joven, rubio, con un fino bigote rubio, y un saco blanco de brin que parecía limpio.

– Téngame esto -dijo Barrios, extendiéndole al cajero la máquina de escribir. El cajero la recibió rápidamente y la guardó debajo del mostrador-. Ojo, que vale plata -dijo Barrios, con la sonrisa del hombre que tiene en ese momento un humor espléndido. El cajero estaba demasiado atareado como para responderle, así que Barrios se dirigió a una mesa vacía, debajo del reloj hexagonal adosado a la pared en lo alto, y se sentó a tomar una cerveza. Se bebió el primer vaso de cerveza helada de un solo trago, y cuando el mozo le trajo el segundo, Barrios contempló con hondo placer la bebida dorada coronada en la superficie con una capa de espuma blanquísima. Su gorda cara sombreada por la barba relucía de satisfacción y sus ojitos, hundidos bajo dos protuberancias adiposas a la altura de los pómulos, brillaban excitados y alegres. ¡Qué bárbaro era estar ahí en ese bar, durante ese anochecer templado de diciembre, contemplando el ir y venir de los viajeros, después de haber pasado un largo crepúsculo en compañía de Concepción! No había en el mundo entero nada mejor que ese vaso de cerveza rubia, coronada de espuma blanca, que pasaría por el interior ardiente de su cuerpo, por las vísceras gastadas, como una brisa fría; ni el olor inquietante de su cuerpo, ni sus muelas podridas, ni sus ciento veinticinco kilos torpes y ansiosos parecían sobrevivir en ese instante; todo parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Y casi parodiando su propia plenitud, con un ademán en exceso demorado, Barrios alzó el segundo vaso de cerveza y se lo mandó de un trago; la cerveza enfrió suavemente su garganta y su pecho. Barrios dejó el vaso vacío sobre la mesa y cruzó las manos sobre el abdomen. No tenía ganas de hablar, solamente de pensar en sí mismo y contemplar el vasto mundo que se extendía alrededor suyo, un mundo sobre el que él reinaba en ese momento. Súbitamente pensó con desaliento que Hermosura volvería, y su tranquila soledad se vería hecha pedazos. Pensó en levantarse y desaparecer, buscar otro barcito donde nadie lo conociera, y tomar cerveza hasta la madrugada, solo y feliz. Después se iría a acostar y a la mañana siguiente comenzaría su nueva vida. Pero no podía levantarse, sencillamente porque no tenía un centavo. y debía esperar el regreso de Hermosura para pagar la cuenta. En el bar de la estación no se fiaba; el cajero lo había advertido: "Para la consumición no hay amigos ni parientes. No se fía. El que toma, paga. Si mi padre se sienta ahí, en esa mesa (había dicho el cajero) y me pide un café, yo se lo cobro. Para la joda y la conversación, todos amigos, fenómeno. Yo sigo la joda fenómeno. Pero el que se sienta y pide, paga". Era su lema, el norte de su vida. "No es mal muchacho", pensó Barrios, mirándolo manipular la caja registradora y vigilar al mismo tiempo el movimiento de los mozos con fríos ojos atentos. Llamó al mozo y le pidió el tercer vaso de cerveza. (Después de todo, el pobre Hermosura no era tampoco un mal muchacho, y su compañía no era desagradable.) Capaz que cuando regresaba él decidía acompañarlo en los viajes que hiciese durante el turno de la noche, recorriendo en el automóvil la ciudad dormida y desierta, que él conocía tanto, y que había visto crecer, porque había nacido en ella y por lo tanto la había amado. Recordó las calles rectas de los suburbios, perdiéndose en la oscuridad atravesada apenas por una línea de puntos luminosos, los focos del alumbrado público y las calles arboladas, angostas y oscuras, y las avenidas anchas e iluminadas por los altos arcos de gas de mercurio que expandían una claridad blanca, casi verdosa, y las casitas de los barrios, con sus fachadas amarillas y sus verjas de hierro o madera, ante las que la gente se sentaba a tomar el fresco de la noche a esa altura del año y durante el resto del verano y a conversar con los vecinos tomando un porrón de cerveza helada mientras los chicos jugaban en la esquina, en medio de la calle, bajo el círculo de luz sucia del foco del alumbrado público. Barrios bebió un corto trago de cerveza fría y en seguida se entristeció. Había ido perdiéndolo todo, desde su nacimiento; ya no tenía infancia, ni juventud, ni mujer, ni amigos, nada. Tal vez lo conveniente era no haber nacido, teniendo en cuenta que cada una de las pequeñas cosas de la vida era fugaz y perecedera. La vida misma tenía ese carácter, era así, fugaz y perecedera. En lo profundo de sí mismo, casi sin advertir lo que significaba, Barrios pensó que si se analizaba la cuestión desde ese punto de vista, el de la brevedad de la vida, el sufrimiento tenía un sentido, el de ayudarnos con su presencia a reducir la importancia de la muerte. (Ay, eso era atroz, pensó Barrios; la muerte era atroz.) Y lo era más todavía en su caso, porque él iba a morir quién sabe de qué manera vergonzante, entre qué clase de gente. Recordó la historia de un abogado de la ciudad, un usurero, que había muerto en un prostíbulo, mientras se hacía flagelar por una prostituta. Él lo había conocido. El hecho había ocurrido veinte años atrás y Barrios recordó que aquel hombre había llevado aparentemente una existencia sobria y tranquila, característica de muchos usureros, que suelen ejercer una moral estricta para mantener su superioridad ante los hombres que por el desorden de su vida deben recurrir económicamente a ellos, ocultando así su propia irregularidad, consistente en prestar dinero a un interés demasiado elevado. Sin embargo, en la muerte, aquel hombre frío había sido atrapado en lo íntimo de sí, y su horrenda inclinación había sido puesta al desnudo. Parecía no interesar la vida que cada uno llevaba, sino por qué clase de muerte era sorprendido. (Ay, por Dios, él no quería morir así.) Barrios se estremeció; él quería despedirse en paz de la vida, en compañía de Concepción, él no quería morir en la calle, o en un prostíbulo, sucio y borracho, o en una mesa de juego. Capaz que la muerte lo sorprendía en el cuarto de la pensión, y nadie se daba cuenta hasta dos o tres días después, y por el olor, no por otra cosa. Esto le resultó ya intolerable, y hubiera gritado en el interior del bar, en medio de la gente, si no hubiese visto a Hermosura penetrar en el local, buscándolo con la mirada desde la puerta. Él alzó la mano y gritó, llamándolo. Hermosura se acercó a la mesa.

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