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TEMPORAL

Todavía hipaba de furia y miedo cuando las primeras gotas empezaron a caer desde un cielo negro, golpeándolo en el rostro ensangrentado y húmedo de sudor; caminaba trabajosamente por ese sendero de tierra arenosa que no parecía llevar a ninguna parte y sólo a la luz tensa y fugaz de los relámpagos percibía fragmentariamente el terreno, un largo camino desolado rodeado de campo inculto, una brecha irregular y blanquecina en medio de una tierra oscura, salvaje y solitaria. A los costados del camino se extendía una interminable pradera negra. Del cielo caían una luz enloquecida, una catástrofe de electricidad y de estruendo, y unos lentos goterones de agua gruesa y fría. "No son mejores que yo", pensaba Barrios, jadeando en medio del camino. "No, no son mejores". El labio inferior había empezado a hinchársele, y el pómulo izquierdo iba a terminar amoratado. Los ojos le ardían furiosamente. Le habían saltado las lágrimas y sentía todavía un gusto salado, mezclado al del sudor, cuando se pasaba la lengua por el labio superior. "No son mejores, no, no son mejores", se repetía Barrios, avanzando penosamente por el sendero de tierra arenosa. A cada relámpago se detenía sobresaltado, aterrorizado por esa luz terrible proveniente del cielo; parecía un furioso excedente de revancha contra su persona. La tierra era peligrosa porque atraía esa luz violenta, los árboles, la arena, la sangre, todo la atraía. Si un rayo llegaba a caerle encima, quedaría reducido a un montoncito de ceniza, y el agua lo mezclaría con la arena superficial del camino, fundiéndolo con la tierra. Barrios temblaba y se detenía a cada paso, mirando a su alrededor con miedo e incertidumbre. ¿Dónde estaría el maldito camino de asfalto? El ruido de los truenos parecía apagar hasta el rumor de sus propios pensamientos. ¡Un castigo del cielo! ¡Si Dios no existía! No podía existir, pensó Barrios con amargura, no podía existir y al mismo tiempo permitir tanta mala suerte. ¿Por qué pensaba en Dios ahora? Barrios notó que la lluvia iba haciéndose cada vez más densa; la luz de los relámpagos mostraba de vez en cuando el tumulto gris del agua contra el cielo negro. Se alzó las solapas del sucio saco raído para no mojarse. Ahora podía avanzar más fácilmente debido a que el agua había apisonado la tierra arenosa. No eran mejores que él, y no se arrepentía de haber tratado de robar las fichas; se podía robar sin que eso constituyera un crimen. No era delito. No, señor, no era. ¡Hijos de puta! Lo habían llevado a empujones hasta el patio y lo habían tirado al suelo. Y lo miraban como a un marciano cuando él les gritaba, agitando los puños, que bajaran, uno por uno, que él iba a arreglarlos, que no iban a quitarle otra vez el sind… Se detuvo, perplejo, soltando las solapas del saco, olvidándose por un momento de la oscuridad y de la lluvia. ¿Había dicho eso, o ahora había salido sin que se lo hubiese propuesto? ¿Cómo podía haber dicho eso? ¿No estaría volviéndose loco? No, no lo había dicho; debía haber dicho algo distinto y ahora no lo recordaba. Continuó caminando, encorvado y encogido, agarrándose otra vez las solapas con la mano, recibiendo en el rostro el agua fría que producía un murmullo inquietante al derramarse sobre el campo oscuro. Si llegaba a caer un rayo iba a quedar hecho un montoncito de ceniza. No había ni siquiera tiempo de sentirlo, de arrepentirse de los pecados, decían. Los árboles y la tierra los atraían. Y si se trataba de una centella, una bola de fuego verde, tenías que quedarte quietito, inmóvil, como una piedra; porque si te movías, la centella también se movía, y si tratabas de correr, la centella, la bola de fuego verde, saltaba encima tuyo como un gato sobre un ratón. ¡Dios santo! ¡Qué muerte espantosa! Ah, no, él, Alfredo Barrios, no quería morir así, hecho ceniza, en ese camino desconocido, borrado por la furia del cielo. "Yo soy", pensó. "Yo soy Alfredo Barrios. Yo soy Alfredo Barrios". ¿Y si rezaba? No, Dios no existía. Alzó la cabeza y el agua fría le dio en el rostro, refrescando su piel herida y ardiente. Si se salvaba de esa, prometía formalmente ir a casa de Concepción y contarle todo. Todo. Iba a decirle cómo le había mentido sobre las notas especiales que tenía que hacer para " La Nación ", cómo había empeñado la máquina de escribir, cómo había perdido los diez mil pesos en la mesa de ferrocarril, cómo había tratado de robar las dos fichas y había sido humillado y golpeado. Iba a contárselo sin guardarse nada, lo prometía formalmente. ¿Habían pasado meses, años, desde que había salido de la casa de Concepción con la máquina de escribir? No, pero el hecho de que ese pasado fuese reciente no lo hacía menos irrevocable. Había salido de la casa de Concepción alrededor de las ocho, y debían ser las dos de la mañana. ¿Cómo podían haber sucedido tantas cosas en seis horas? ¡Y algo más todavía; ¿por qué habían sucedido? Ahora el fuego del cielo era amarillo, tortuoso y crepitante, y dejaba la atmósfera impregnada de un olor insoportable. Estaba verdaderamente arrepentido, lo juraba; estaba dispuesto a cambiar de vida, a renunciar a esa existencia oscura y equívoca que había estado llevando desde que se separó de Concepción; volvería a su lado y juntos reiniciarían una existencia limpia, hermosa y digna. (La fresca galería, el césped húmedo, el chorro de agua produciendo un murmullo casi inaudible, la grave rosa amarilla, y contra el cielo azul del anochecer, la masa fría de los árboles obsidiana.) El camino se había vuelto resbaladizo y dificultoso; parecía estar atravesando un trecho de tierra gredosa, y avanzaba oscilando peligrosamente cada vez que adelantaba un pie. El dichoso camino de asfalto no aparecía en ninguna dirección. ¿No estaría marchando en dirección contraria, hacia el río? No, estaba seguro de que recorría a la inversa el camino que habían hecho en el coche de Hermosura. Pero, ¿habían doblado alguna vez, o habían recorrido un trayecto en línea recta? Él había venido organizando con el doctor su excursión a la mesa de juego, así que no se había fijado en el camino. De todas maneras, si existía un camino transversal, doblaba por él y listo. Pero, ¿y si no lo veía? El agua le azotaba el rostro, furiosamente. En las depresiones del camino la lluvia había formado unos charcos que reflejaban el destello de los relámpagos. Ya ni siquiera caminaba; ahora avanzaba cómicamente, de resbalón en resbalón, con los brazos extendidos, como un patinador profesional o como un equilibrista sobre la cuerda floja.

El resplandor de los relámpagos mostraba el agua cayendo en prietas masas grises, produciendo un murmullo que parecía extenderse por toda la tierra; a cada relámpago, la pradera negra se teñía de una luz amarilla, mostrando el ardiente contorno de los pastos y de los árboles como incendiado por ese fuego fugaz. El contraste producía una impresión de temblor subterráneo, como si más que un temporal de agua y electricidad se estuviera produciendo un cataclismo profundo, en el corazón de la tierra. Había algo de premonición y castigo, pensó Barrios. Quizá la tierra estaba partiéndose, devorando las ciudades, y él se afanaba ahora por el simple problema de la máquina de escribir y de Concepción. Tal vez Concepción ya no existía, y en lugar de la ciudad sólo había una grieta insondable, el abismo, que la había arrebatado. Resbaló y cayó al suelo, de boca sobre un charco de agua. Se arrastró un trecho, tratando de levantarse, mientras el destello de un relámpago, le revelaba el contorno nítido de un gran árbol. "Un ombú", pensó. "Pero los rayos…" ¡Ah, qué historias, la de los rayos, como la de la ciudad devorada por la grieta, y el cataclismo universal! Fugazmente, pensó que más que pensamientos parecían deseos oscuros, disfrazados de pensamientos, que la tierra era sólida y segura, inexpugnable en el espacio. Simulacros de pensamientos, pensó y se levantó, dificultosamente, yendo a refugiarse bajo el árbol hasta que dejara de llover.

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