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RESTAURANTE "EL TROPEZÓN"

Hermosura soltó la cucharita, que cayó tintineando sobre el plato que sostenía la alta copa de frutillas con crema, y se puso de pie con la boca abierta.

– ¿Qué te pasó? -preguntó.

– Me caí -dijo Barrios, llegando junto a él.

Excepción hecha de un borracho que miraba su copa de vino tinto y se acomodaba sin cesar el sombrero sobre la cabeza, Hermosura era el único cliente que había en el pequeño restaurante. Detrás del mostrador estaba el Colorao, dueño, mozo, cocinero y lavacopas al mismo tiempo. Leía el diario. Al oír a Hermosura miró a Barrios y silbó con asombro.

– ¿Qué te pasó? -gritó desde detrás del mostrador.

Dejó el diario y se aproximó a la mesa. El borracho seguía acomodándose el sombrero; lo tomaba del vértice de la copa con dos dedos, se lo sacaba y volvía a calárselo cuidadosamente, arqueando el ala, sin dejar de mirar con seriedad, casi con solemnidad, su copa de vino. El Colorao miró a Barrios de arriba a abajo, con expresión asustada.

– Me vine caminando desde una timba y me agarró el agua -dijo Barrios-. Pegué una patinada y me vine al suelo.

– ¿Y en la cara? -dijo el Colorao.

– Pegué contra un ladrillo al caer -dijo Barrios-. Vino a estar justo donde dio mi cara. Dame una ginebra, Colorao.

El Colorao vaciló. Siempre vacilaba, pero al fin terminaba cediendo. Casi todas las peleas que tenía con su mujer se debían justamente a su falta de carácter. En el pequeño local sucio y malamente iluminado, impregnado de olor a frituras, humo de cocina y vino barato, el Colorao había puesto cinco años atrás todas sus esperanzas de progreso. Pero su clientela no era de las que permiten progresar a los dueños de restaurantes; abierto toda la noche, "El Tropezón" se llenaba de calaveras que ya habían gastado hasta el último centavo antes de llegar allí, o de clientes fijos que comían y tomaban al fiado. El Colorao apenas si podía pegar un ojo cada vez que se acostaba, ocupado en tomar determinaciones para eliminar el crédito de su sistema de ventas, pero cuando a la noche siguiente alguien le pedía fiado el Colorao vacilaba, aunque de antemano estaba seguro de que terminaría cediendo. Era de baja estatura, y andaba alrededor de los treinta y cinco años, pero su pelo rojo y su cara lechosa y llena de pecas lo hacían parecer más joven. Maldiciéndose a sí mismo, fue hacia el mostrador y trajo la botella de ginebra.

– ¿Cómo te fue? -dijo Hermosura, llevándose una cucharada de frutillas con crema a la boca. Había revuelto la frutilla con la crema, y el postre se había convertido en una sustancia viscosa de un color rosado.

– Mal -dijo Barrios.

– ¿Y la máquina?

– La perdí -dijo Barrios-. Dame una cucharada.

Hermosura llenó la cuchara y se la dio a Barrios. Este paladeó el sabor agrio y dulzón de la mezcla y se sirvió otra cucharada antes de haber tragado la primera. Se la llevó a la boca y le devolvió la cuchara a Hermosura.

– Señores. Perdonen, señores -dijo el borracho desde la otra mesa, mirándolos con gravedad. El Colorao se sentó a la mesa, sirviéndose también él un dedito de ginebra.

– Estos clientes me van a echar a perder -dijo seriamente, y se mandó el dedito de ginebra. Se sirvió otro enseguida.

– Perdonen, señores -dijo el borracho. Meditó un momento, trabajosamente, con las cejas reunidas en el arranque de la nariz, y sacudiendo la cabeza, como diciéndose algo a sí mismo, murmuró-: Perdonen. -Volvió a su tarea de acomodarse el sombrero y mirar fijamente el vaso de vino.

Barrios ni siquiera lo miró, ya que aguardaba que el Colorao desocupara la botella de ginebra para servirse él. Cuando tuvo en su poder la botella, llenó su vasito hasta el borde, se lo tomó de un largo trago, sin soltar la botella, y volvió a servirse un vaso lleno. El Colorao lo miraba expectante y desconfiado, como si Barrios hubiese sido capaz de ocasionarle un perjuicio mucho mayor que el de tomarse gratis toda la botella.

– Vino ocho veces seguidas la banca -dijo Barrios, dejando la botella-. El que ganó fue el tipo ese que llevaste en el auto.

– ¿El doctor?

– Sí. Cuando yo me vine iba ganando como cien mil pesos.

El Colorao volvió a silbar. Con esos cien mil pesos él habría podido instalar un restaurante de categoría, y desembarazarse de la clientela actual.

– No erró un solo tiro -dijo Barrios-. Ni uno solo. Yo no pegué ninguno.

– Mala suerte -dijo Hermosura.

Las paredes del restaurante, un recinto cuadrado, estaban llenas de cuadros con fotografías de jockeys y caballos de carrera. Las mesas estaban cubiertas con unos sucios manteles de hule verde, estampado con unas flores blancas.

– ¿Cuánto perdiste? -dijo el Colorao.

Barrios se encogió de hombros, pero no dijo ninguna cantidad. El Colorao se dio por satisfecho. Fue al mostrador y regresó con el diario. Por un momento no se oyó en el local más que el ruido que producía el Colorao al hojear el diario y la silbante respiración nasal de Barrios. De pronto se hizo oír la voz pesada del borracho.

– Con permiso, me voy a retirar -dijo, poniéndose de pie trabajosamente, mientras trataba de abrocharse el saco. Era pálido y delgado y se notaba que llevaba una mala vida.

– Es suyo -dijo Hermosura.

– Gracias -dijo el borracho, oscilando. Se alejó sorteando cuidadosamente las mesas vacías. Al llegar a la puerta se volvió gritando: Buenas noches, señores.

– Buenas noches -dijo Hermosura.

El hombre salió. El Colorao continuó leyendo el diario. Barrios terminó su segunda ginebra y se sirvió la tercera.

– Aquí dice que el líder va a volver, así que habrá que prepararse -dijo el Colorao.

– Qué va a volver -dijo Barrios, pensando en otra cosa, mirando fijamente el vacío.

– De veras, dice que va a volver -dijo el Colorao-. Dice que le van a dar permiso, siempre que no se meta en política. Pero si viene se va a meter, seguro.

– Ése no vuelve más -dijo Barrios, sin dejar de mirar el vacío.

– Me acuerdo de las manifestaciones que se hacían en la Plaza Mayo -dijo el Colorao-. Millones de trabajadores iban. Ahora ya no es como antes, viejo, no hay nada que hacerle. Si vuelve no va a encontrar a nadie. Para qué va a volver. Si todos lo han abandonado. Se pelean por el queso, ahora.

– Él es el que los ha abandonado -dijo Hermosura-. Cuando las papas quemaban, se las tomó.

– Me acuerdo de esos Primero de Mayo -dijo el Colorao-. Una vez fletaron un tren gratis y nos fuimos a Buenos Aires. Millones y millones de trabajadores había. Nos pasamos la tarde entera gritando y cantando, y volvimos roncos de la garganta.

El Colorao dejó el diario, invadido por su recuerdo.

– Dame una frutilla con crema, Colorao -dijo Barrios.

El Colorao vaciló.

– ¿Tenes miedo de que no te pague? Ya te voy a pagar, viejo -dijo Barrios. Meditó un momento y después agregó-: Ahora me salió un laburo fenómeno en " La Nación ".

– Yo no te dije nada -dijo el Colorao.

– Hay un olor a aceite podrido aquí adentro -dijo Barrios, mirando fastidiosamente a su alrededor.

Hermosura no respondió; dormitaba. El Colorao regresó con la alta copa de frutilla con crema. Barrios comenzó a mezclarlas. En su pómulo izquierdo, una mancha negra se extendía peligrosamente hacia el ojo, y el labio inferior aparecía partido, manchado de sangre seca. Miraba fijamente la copa, con expresión malhumorada.

– Yo pago siempre mis deudas -murmuró entre dientes.

El Colorao lo miró, pero no dijo nada.

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