Barrios recorrió en puntas de pie el pasillo y el comedor de la pensión, completamente a oscuras. Abrió con precaución, tratando de no hacer ruido, la puerta de la galería, de metal y vidrios granulados de color rojo, y al cerrarla detrás suyo comprobó que la galería y el amplio patio de mosaicos se hallaban iluminados por la luz de la luna que brillaba tranquila en un cielo completamente limpio. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Barrios entró oscilando levemente, respirando jadeante y exhalando un aliento impregnado de alcohol. A pesar de todo, tenía la boca reseca. Hubiese ido a la cocina a hurguetear la heladera donde la dueña de la pensión, una viuda con la que flirteaba ocasionalmente, sabía guardar sus botellitas de vino blanco. Pero si bien el flirteo le permitía estirar en forma desmedida el pago de la pensión, a la larga resultaba sumamente molesto, debido al control estricto que la viuda ejercía sobre sus horarios de llegada, especialmente a la madrugada. A pesar de sus ciento veinticinco kilos, Barrios había adquirido una pericia extraordinaria para entrar a cualquier hora sin producir el menor ruido. Su habitación era la última de la galería; la menos favorecida, era verdad, pero la irregularidad de sus pagos no podía verse mejor compensada. Las vagas esperanzas que había despertado en la señora Estela (que en realidad ignoraba que era casado y que lo creía un hombre de talento perseguido por la mala suerte) le permitían por un momento darse el lujo de un techo. Pasó frente a la cocina haciendo una mueca amarga; esa maldita puerta de la heladera era capaz de despertar a toda la casa al abrirse, y a toda la ciudad al cerrarse. Además, la señora Estela cerraba generalmente con llave la puerta de la cocina, no tanto por Barrios (a quien consideraba un hombre fino, de buena cuna y excelentes modales y lleno de cultura) como por el resto de los pensionistas: dos o tres estudiantes de derecho que volvían con apetito o con sed cuando iban a tocar la guitarra y a cantar folklore al Club Universitario, dos bailarinas de cabaret que tenían orden estricta de la señora de no salir de la habitación durante el día, y que debido a la estrecha vida en común que hacían dentro del cuarto los estudiantes de derecho habían hecho sospechosas del cargo de lesbianas, y un empleado municipal, calvo y silencioso, que tomaba agua durante las comidas y se acostaba, en invierno y en verano, a las nueve de la noche para levantarse invariablemente a las cinco de la mañana. Barrios se resignó pensando que quizá tenía algún vaso de agua del día anterior en la habitación. Debería tener que buscarlo a oscuras, porque cuando llegaba a una hora tan avanzada no se atrevía ni siquiera a encender la luz, por miedo de contrariar a la señora Estela. Recorrió el resto de la galería en puntas de pie y penetró en su habitación.
No, qué iba a buscar agua. Era mejor acostarse y dormir. Cerró la puerta detrás suyo y comenzó a desvestirse en la oscuridad. Por la banderola, un rectángulo transparente en la cima de la puerta, se alcanzaba a divisar una porción de cielo azul lleno de viejas estrellas amarillas. Tanteando, buscó una silla y fue depositando en ella todas sus prendas a medida que se las sacaba. Tanteando en la oscuridad, jadeando, buscó la cama y se echó de espaldas; la cama crujió ruidosamente al recibir su cuerpo pesado. Lentamente, su respiración fue normalizándose, hasta convertirse en unos rítmicos sonidos nasales.
Recordó la noche anterior, la tarde pasada en compañía de Concepción, la fresca galería, el jardín con su rosa amarilla irguiéndose grave y perfecta por sobre el césped mojado, el reloj de la iglesia de Guadalupe haciendo resonar pesadamente sus siete campanadas. Le parecía haberlo vivido hacía tanto tiempo, que lo recuperaba con la misteriosa vaguedad de un sueño. Entre los hechos más remotos de su vida, los de su infancia, por ejemplo, y los de la noche anterior, parecía haber una proximidad mayor que la que éstos tenían con el momento presente en que los estaba recordando. Esa característica los tornaba irreales, inciertos. Pensó perplejo que quizás todo el pasado era un sueño, no sólo el suyo sino también el de la humanidad y el del universo, y que en ese momento en que creía recordar hechos reales no hacía más que soñar que recordaba, que soñar que recordaba sueños. El sueño real interfirió gradualmente su pensamiento y por dos veces se despertó con sobresalto, creyendo estar despierto, cuando en realidad estaba dormido, hasta que se durmió profundamente emitiendo unos ronquidos acompasados, cada vez más breves y profundos; así permaneció y por la banderola rectangular, en la cima de la alta puerta cerrada, los destellos del alba gris penetraban en la habitación, el alba paciente que había ido borrando con prolija mano las antiguas estrellas amarillas en el cielo tenso de diciembre.
Diciembre 1963 – enero 1964