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– ¿En qué gastas la cuota de la tintorería, si puede saberse? -dijo amablemente mientras se levantaba-. Voy a traer un poco de bencina. Ya vengo.

Barrios intentó protestar y cuando trató de levantarse sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesa, haciendo saltar y tambalear los pocillos, las cucharas, los platos y la tetera, con un estrépito espantoso. Enrojeció; le costó salir del sillón, estaba demasiado gordo hasta para un sillón de jardín, de los más anchos. Viendo a Concepción abrir la puerta de tela metálica de la cocina, y desaparecer en el interior, Barrios se preguntó cuándo reventaría por fin, cuándo se libraría por fin de ese cuerpo sucio, torpe y pesado que soportaba como una condena. La vista del atardecer borró gradualmente su pensamiento. ¡Qué deleite, la verdad, estar vivo para contemplar el césped, brillando húmedo, atravesado por los sinuosos caminitos rojizos, para oír el murmullo del agua que emergía de la boca de la manguera, y alzando la vista desde la galería, descubrir el último sol de la tarde dorando la copa de los árboles en el fondo, bajo un cielo de un azul cada vez más oscuro! Solamente a Concepción podían ocurrírsele cosas tan estupendas; Concepción era naturalmente buena y apacible, y no podía rodearse más que de cosas buenas y apacibles. Peso sobre peso había ahorrado para hacerse esa casa con el crédito mutual del Magisterio; se sacrificó durante años para conseguir ese pedazo de terreno, ese techo, ese jardincito, donde vivir y morir en paz. Emitió una sonrisita pensativa. ¿No estaba exagerando la nota? Se había hecho por fin esa casita en un barrio de fin de semana, exprimiendo en lo posible su sueldo de inspectora de escuelas con quince años de antigüedad, aparte de unos pesos que había heredado de un tío materno, y la había ido amueblando poco a poco, según se lo iba permitiendo su entrada mensual; eso era todo. Casi todo el mundo hacía lo mismo. Se volvió, enfrentándose con la mesita donde acababa de tomar el té. Sintió una oscura compasión por su mujer y por sí mismo. Y sin embargo, pensó mientras la sonrisa iba borrándose en su rostro fofo y barbudo, en sus ojitos saltones y su gruesa nariz rojiza, hasta convertirse en una mueca melancólica, sin embargo había algo sólido, incontrovertible y límpido en esa fresca galería, quieta y cuidada, algo que lo atraía oscuramente y le hacía sentir la medida de su propia miseria.

Un perro ladró en la lejanía, y Barrios, exactamente como había sucedido con las campanadas del reloj de la iglesia, continuó oyendo el ladrido hasta mucho tiempo después que se hubo disipado. ¡Qué deleite ese crepúsculo! Sentía admiración por ese poder secreto emergido de las cosas que lo rodeaban, un poder capaz de elevarlo de golpe, y a pesar suyo, a una esfera mágica. Años hacía que no experimentaba algo semejante, quizá desde antes de haberse separado de Concepción; sí, desde mucho antes, ahora lo recordaba. Había sido en el año 51; al pronunciar las palabras "Alfredo Barrios, mi general, secretario general del gremio de los trabajadores de La Prensa ", mientras le estrechaba la mano a aquel hombre sonriente, picado de viruela, que lo miraba con cierto asombro afectuoso, él había sentido un estremecimiento extraño, un temblor en la voz, y de golpe, se había sentido elevado hasta aquel mundo mágico. Once años habían pasado, pero sin ningún esfuerzo podía recordar, uno tras otro, mil detalles que había percibido en un instante de duración infinitesimal, en un relámpago de comprensión; un doblez en el saco del Presidente, las caras de sus compañeros de delegación, el travesaño de madera trabajada de una silla oscura, la luz de invierno penetrando a través del ventanal del despacho, la larga mesa, la textura del aire, todo, todo. Le resultaba inexplicable esa elevación súbita y plácida al mismo tiempo, y ante ella el resto de su vida parecía un sueño, una pesadilla. ¡Qué débiles resultaban los minutos y los años del pasado contemplados a la luz honda e inmóvil, resplandeciente, de esos momentos! La comprobación de que esos momentos eran un despertar intenso y fugaz a ese sueño constante, atravesó su pensamiento como una estrella fugaz y borrándose en seguida como pensamiento persistió en su interior como una vaga inquietud.

La voz de Concepción se oyó canturrear dentro de la casa, una voz grave. Barrios se sentó otra vez en el sillón, desconsolado. Casi en seguida Concepción apareció por la puerta de tela metálica de la cocina, trayendo un trapito blanco y una botella de bencina. Al pasar Concepción, la hoja de tela metálica golpeó en el marco con estrépito.

– Dame el saco -dijo Concepción, ocupando nuevamente el sillón de hierro curvo, pintado de blanco; se sentó sobre el almohadón estampado con flores amarillas y rojas.

¡El saco! Barrios se estremeció, recordando las manchas de sudor de la camisa, en las axilas. Esa mañana al levantarse lo había notado: dos lamparones ocres, resecos, de sudor viejo. Una ola de profunda vergüenza lo arrasó.

– No te molestes -dijo-. Está bien así.

– Dámelo, vamos -dijo Concepción, extendiendo el brazo hacia Barrios, con una expresión comprensiva y paciente.

– Es lo mismo. Estoy por jubilarlo -dijo Barrios.

Concepción no se inmutó en lo más mínimo.

– ¿Será posible que no cambies nunca? -dijo sonriendo pacientemente-. ¡Qué hombre orgulloso, Dios mío! No estás obligado a nada. Me molesta verte tan sucio nada más.

– Te digo que está bien así -dijo Barrios con voz dura.

Concepción dejó en el suelo la botella de bencina, de un modo tan violento que el vidrio pareció a punto de quebrarse. En seguida se puso de pie, pálida y furiosa.

– ¡No te aguanto! -gritó-. Nunca te aguanté.

Barrios también se puso de pie, costosamente; por segunda vez, sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesita de hierro, produciendo un estrépito terrible, y también por segunda vez sintió sus amplias caderas ajustadas por los travesaños del sillón. Sus gruesos labios rodeados por la sombra negra de la barba empalidecieron, temblando confundidos. Concepción le daba la espalda, vuelta hacia los canteros de césped; con el trapo de limpieza entre las manos, estrujándolo nerviosamente, parecía una actriz de segundo orden estrujando un pañuelo junto a las candilejas, de cara al público, en una escena culminante. Barrios era su partenaire afligido, en segundo plano.

– No te pongas así -murmuró con voz temblona, aproximándose. Dio dos pasos lentos y pesados oprimiendo el brazo de Concepción.

– Está bien, te doy el saco. No es por orgullo.

Concepción no le respondió, ni siquiera se dio vuelta. Continuó parada, estrujando el trapo de limpieza, media cabeza más alta que su marido. Con desaliento, casi con fatiga, Barrios contempló nuevamente el césped húmedo, brillante, la oscura manguera serpeando entre los verdes canteros, vomitando con un leve murmullo su chorro de agua fresca, los caminitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla en la cima de ese rosal estacado y podado, parecido a un rosal de utilería, y el grupo de árboles en el fondo, tocado por los rayos dorados y difusos del crepúsculo primaveral. Torpemente, se quitó el saco y se lo entregó a su mujer.

– Es que estoy sucio. No quiero que toques nada de esa roña -murmuró, sintiendo que todo el rostro le temblaba. Eso equivalía al "Bien" con que sabía responder, amargamente, cada vez que Concepción le preguntaba cómo estaba.

Antes de que Concepción agarrara el saco, Barrios permaneció inmóvil, en actitud de dárselo, con el brazo extendido, en mangas de camisa, una camisa de color indefinido, amarillenta, que presentaba dos lamparones de sudor reseco debajo de las axilas. Por fin Concepción se volvió y agarró el saco, con un suave manotazo decidido. Se sentó y comenzó a limpiarlo, fregando las solapas con el trapo blanco impregnado de bencina. Trabajaba absorta, contemplando la prenda con una semisonrisa pensativa. Barrios la miraba, de pie en medio de la galería, dando la espalda al césped y a los árboles.

– Como si no te conociera -dijo Concepción-. Como si no supiera lo enemigo del agua que sos. Ay, Alfredo, no entiendo, no entiendo cómo se puede vivir así. En todos estos años no ha habido un día en que no pensara en vos, en cómo estabas, en qué hacías. A pesar de tu edad, seguís siendo un chiquilín. ¿Te cuesta mucho afeitarte, bañarte, conseguir una mujer que te lave la ropa? No, pero el señor necesita que la mujer que haga eso lo atienda como una esclava a su rey. -Plácidamente Concepción sacudía la cabeza mientras fregaba con el trapo impregnado de bencina las solapas del traje oscuro.- Si una no los viste y no les da de comer en la boca, los señores no están contentos. Un chiquilín, ni más ni menos. Te conozco bien, muy bien, Alfredo, y me he preocupado muchas veces por vos. Hubiera ido a buscarte, pero últimamente pensaba en esa vez que te escondiste en la zapatería y se me iban las ganas. ¿Por qué te escondiste, Alfredo? ¿Tanto desprecias a tu mujer como para no saludarla en la calle? No debías haberte escondido, debías haber venido hasta donde yo estaba y saludarme. Pensé que lo ibas a hacer cuando me di cuenta de que me habías visto. Cuando te vi entrar en la zapatería me dio una rabia terrible. Se veía que te estabas escondiendo de mí. -Alzó la cabeza sonriendo, mostrándole el saco.- ¿Qué es esto, se puede saber? Son durísimas. Me parece que no salen con nada estas manchas.

El éxtasis invadía otra vez a Barrios. La vista de su mujer limpiándole el saco, fregando apaciblemente sus solapas, era algo que excedía su esperanza y hasta su sensibilidad. Le parecía extraño e increíble tenerla delante suyo, en esa fresca galería de mosaicos rojos; se preguntó por qué había aceptado, seis años atrás, la separación con tranquilidad, casi con alivio, y no supo respondérselo. Sin dejar de mirar a su mujer, Barrios se sentó en el sillón frente a ella.

– Grasa, creo -dijo-. No sé bien.

Concepción lo miró durante un momento.

– ¿Cómo podes llevar esta vida? -dijo, y sin esperar respuesta inclinó la cabeza y siguió fregando las solapas del saco negro.

Las manos regordetas de Barrios se expusieron en un gesto breve.

– Mi vida es como la de cualquier otro -dijo, tratando de emitir una voz indiferente y dura. Sin embargo, ese no era su pensamiento íntimo, verdadero. Más bien pensaba lo contrario, que su vida era diferente a la de los otros, que a menudo la consideraba con extrañeza, y que el resultado de esa comparación era siempre un sentimiento de soledad y de diferencia con el resto de la gente. Pero algún móvil demasiado secreto incluso para él mismo le impedía confesarlo. Contemplando a su mujer fue asaltado de pronto por el extraño presentimiento de que estar sentado en ese momento allí, en esa galería, era un hecho extraordinario e incontrolable, que no sólo su vida sino también la de la humanidad y la del universo eran fortuitas e incontrolables. Un horror oscuro lo estremeció, sobre todo porque su vaga fugacidad lo hacía incomunicable.

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