– Como la de cualquier otro -repitió y volvió a sonreír.
Concepción le respondió sin alzar la vista esta vez, vigilando su trabajo con una sonrisa abstraída.
– Ojalá fuera como la de cualquier otro -dijo-. Ya por tu orgullo y por tu vanidad no te pareces a nadie. No conozco a nadie que tenga tantos humos en la cabeza. Deberías mirarte al espejo más seguido.
Las palabras de Concepción no lo ofendían. Había una aceptación de su persona implícita en esos reproches. Nadie más en el mundo se preocupaba por su conducta o por su facha. Barrios experimentó cierto placer al sentirse reprendido y su placer se hizo más intenso cuando comenzó a mentir de un modo descarado.
– Bueno -dijo-. Hay gente que no piensa como vos. La gente de La Nación , por ejemplo. Ayer recibí una carta donde me piden una serie de notas sobre el problema de la agricultura en esta zona.
Concepción alzó la cabeza de golpe, mostrando un rostro iluminado.
– ¡No digas! -exclamó.
– Sí -dijo Barrios, tan orgullosamente como si se hubiese olvidado de que semejante acontecimiento era pura fábula-. Me ofrecen tres mil pesos por nota. Saben que soy el mejor periodista de la ciudad.
Concepción lo miraba con ojos agitados, con una alegría casi desesperada. Por un momento había dejado de refregar con el trapito blanco impregnado de bencina las solapas del saco negro.
– ¿Les contestaste? -Hizo la pregunta con un ligero temblor en la voz.
La visible excitación de su mujer proporcionó a Barrios un placer intenso y particular, como hacía años que no experimentaba. La mañana en que se había escondido en la zapatería sus sentimientos y emociones habían sido exactamente opuestos a los de ese momento. Aquella mañana no había obrado con ninguna frialdad ni premeditación, ni había sentido ningún desprecio hacia su mujer, sino todo lo contrario: se puso a temblar enteramente al verla en la calle y corrió a esconderse en el primer negocio que le vino a mano para no enfrentarse con ella. No pudo comprender porqué lo había hecho; ahora solamente recordaba el temor, la tristeza casi frenética y la humillación que lo había arrasado en ese momento. Barrios sonrió a su mujer de un modo frío y orgulloso, mientras recordaba cómo la había visto aquella vez bajo el sol frío de la mañana, caminando con su paso lento y plácido hasta desaparecer en la primera esquina.
– No -dijo Barrios en medio de su sonrisa-. Estoy pensando bien la propuesta. Además, no tengo máquina de escribir.
– ¡Ay, Alfredo! No dejes de contestarles. Depone tu orgullo. Sé responsable alguna vez en tu vida Qué importa lo que paguen ahora; basta que te hagas un nombre de nuevo, que puedas trabajar bien de una vez por todas. Esa gente tiene solvencia; si te ha escrito es por algo; capaz que te nombren corresponsal. Si te nombran corresponsal no vas a tener ningún problema. Yo te quiero, Alfredo. Estoy dispuesta a perdonarte si te veo capaz de cambiar. Tenemos esta casa; podemos vivir siempre aquí. Contéstales, Dito. Decíles que sí aceptas. Decíselo hoy mismo.
Al hablar, Concepción alzaba y bajaba constantemente la cabeza, vigilando su trabajo; limpiaba un poco la solapa del saco negro y dirigía la mirada a la cara de Barrios, hablándole en tono de súplica. Sus ojos dorados parecían excitados y húmedos. Hacía también años que su mujer no lo llamaba Dito. Era curioso. En la cama sabía llamarlo así; ella misma había inventado el sobrenombre, como si ese diminutivo, sacado de la nada de un modo iluminado y súbito, hubiese sido una respuesta de Concepción a la impresión producida en ella por la conducta sexual de su marido; como si el descubrimiento de esa intimidad hubiese requerido la creación de una nueva palabra para nombrar su realidad nueva, sus matices particulares. Barrios meditaba confusamente.
– No sé -dijo-. No sé qué hacer todavía.
Miró a su alrededor la fresca galería, los canteros de césped mojado, los caminitos de polvo de ladrillo, los árboles agrupados en el fondo del patio; no experimentó ningún placer, sino sólo la simple comprobación de que el largo día de diciembre declinaba de un modo cada vez más rápido y perceptible, penetrando en la noche. Ahora los rayos dorados se habían borrado de las copas de los árboles y sólo quedaba en el cielo una claridad tensa que producía unas sombras azuladas.
– No digas no sé -dijo Concepción-. Tenés que contestarles. Tenés que hacer ese trabajo aunque sea gratis.
– ¿Gratis? -Barrios emitió otra vez su risa cascada, la risa de un hombre de noventa años. Sus ojitos grises, inquietos y asustados, redujeron todavía más la alegría casi inexistente de su rostro- Nunca trabajaría gratis, y menos para La Nación. Además, ya te digo: no tengo máquina de escribir. Necesito una portátil para viajar a la campaña.
Concepción se echó a reír, infantilmente.
– Yo tengo una -dijo.
– ¿Podes prestármela?
Concepción vaciló un momento.
– Es del Ministerio de Educación. La tengo en casa por unos días.
Barrios miró los árboles del fondo. La cara de Concepción mostró una expresión ansiosa.
– Podrías trabajar aquí en casa -dijo, con aire inseguro.
– Gracias -dijo Barrios, sacudiendo su gorda mano en un ademán ofendido-. Ni para llevármela, ni para usarla aquí. Supongo que tendrás miedo de que te la venda, o me quede con ella. ¡Me tenés en un concepto tan bajo! No hay peligro. Ni siquiera pensaba aceptar ese trabajo. Me siento sin ninguna voluntad. Así que podes quedarte tranquila.
Mientras hablaba, Barrios hizo una observación aguda; no era que la mentira fuese más natural que la verdad, sino que para ser creída, la mentira empleaba siempre lo más verosímil, y eso la volvía más familiar que la verdad, la que por expresar la realidad verdadera resultaba a veces demasiado singular como para ser creída. Esta observación, produjo en Barrios, simultáneamente, alegría y desazón. Alegría por lo positivo de la observación misma, que revelaba en él un porcentaje de lucidez, y desazón porque ese porcentaje no alcanzaba a permitirle vislumbrar por qué mentía, qué fin concreto perseguía al hacerlo, y hasta qué punto la vehemencia con que expresaba su despecho no era una prueba de que su mentira no sólo implicaba una estafa a Concepción, sino también a sí mismo.
– Tranquila podes quedarte -dijo. Se puso de pie, con impaciencia y fastidio, y por tercera vez golpeó con sus rodillas la mesa sacudiendo estrepitosamente los pocillos, los platos y las cucharas, que tintinearon contra la loza. Concepción lo miraba perpleja-. Me tenés por el peor de los hombres. ¡El peor de todos! Sucio y borrachón, por dentro y por fuera. Sucio por dentro y por fuera. Para vos soy una porquería. No tengo ningún sentimiento. -Jadeó y miró furioso a su mujer-. Sí, señora. Tengo mis sentimientos. No soy una piedra del camino. No soy un cascote. Creías que me escondí en la zapatería por desprecio, que te evito en la calle porque no te soporto. -La verdad que confesaba, dicha en ese momento, se parecía más a una mentira que a una verdad. Jadeó-. Es al revés ¡Al revés! Me da asco y vergüenza de mí mismo presentarme ante vos con esta facha. Peso ciento treinta kilos (aumentó cinco al decirlo), me afeito una vez a la semana, y me baño una vez al mes. Ando sin trabajo y vivo del juego y del pechazo. ¿Con qué cara iba a saludarte en la calle? ¿Eh? ¿Con qué cara? Ya no soy el de antes, señora. La vida ha cambiado. Miedo me da encontrarla en la calle. Si me escondí en la zapatería fue porque cuando la vi me puse a temblar. Me hubiera echado a llorar en la calle si me enfrentaba con vos. (Sus ojos se llenaron de lágrimas.) Yo te he resp… (aspiró los mocos y juntó sobre el abdomen sus manos regordetas) resp… etado siempre.
Parecía como que estaba a punto de llorar. También el rostro de Concepción aparecía triste y perplejo, y sus ojos dorados se humedecieron. Tapó la botella de bencina y poniéndose de pie entregó el saco a Barrios Éste lo miró y mientras lo agarraba de un manotazo alzó el brazo y mostró las manchas de sudor reseco en las axilas.
– ¡Esta es la razón por la que no quería sacármelo! -gritó, y mientras se calzaba el saco echó a Concepción una mirada desafiante.
Concepción no dijo nada. Recogió la botella de bencina y el trapo húmedo y se encaminó al interior de la casa. Sus zapatillas rojas producían un suave chasquido al rozar el piso de mosaicos y la puerta de tela metálica se cerró con estrépito detrás suyo cuando entró en la cocina. Barrios la siguió con la mirada y cuando la vio entrar su expresión se hizo dura y satisfecha. Se volvió y contempló el atardecer, las sombras azules, el césped húmedo, el parejo rosal con su flor amarilla. Unos perros ladraron a lo lejos. (Habían estado ladrando desde hacía un largo rato pero, sin darse cuenta, Barrios los escuchó recién después que se callaron.) El grupo de árboles era el manchón más oscuro y sombrío de todo el paisaje; el cielo estaba luminoso.
Al oír resonar otra vez la puerta de tela metálica se volvió comprobando que Concepción regresaba con la máquina de escribir. Era una portátil italiana, moderna, con funda de cuero. Concepción traía una cara preocupada.
– No puedo prestártela más que por tres días -dijo-. Tengo que devolverla al Ministerio.
Hizo silencio y entregó la máquina a Barrios. Barrios la miraba atentamente al rostro, pero Concepción parecía evitar su mirada.
– Ojalá cambies algún día, Alfredo -dijo- porque yo también me siento muy sola.