– ¿Cuándo te vas a El Cairo?
– Mañana temprano.
– Yo iré a Safran.
– ¿Y Ahmed? -El tono con el que preguntó por el marido de su nieta era neutro.
– Necesita alguna excusa para dejar Irak. ¿Le ayudarás?
– No, no lo haré. Tenemos negocios que terminar. Cuando lo hagamos, por mí puede irse al infierno. Pero tiene que cumplir, no se puede ir sin cumplir lo que ha firmado.
– ¿Qué negocio es?
– Arte, es a lo que me dedico.
– Ya lo sé, pero ¿por qué se tiene que quedar Ahmed?
– Porque es necesario para que salga bien el negocio que estoy a punto de hacer.
– Creí que querías que se fuera cuanto antes.
– He cambiado de opinión.
– Tendrás que hablar con él. Hemos acordado que deja la Casa Amarilla y se va a casa de su hermana.
– No me importa dónde viva, lo que quiero es que se quede hasta que lleguen los americanos.
– No querrá.
– Te aseguro que lo hará.
– ¡No le amenaces!
– ¡No le estoy amenazando! Somos hombres de negocios. Él no puede huir ahora. Ahora no. Tu marido ha ganado mucho dinero gracias a mí y me necesita para irse de aquí.
– ¿No le ayudarás si no quiere quedarse?
– No, no lo haré, ni siquiera por ti, Clara. Ahmed no va a arruinar el trabajo de toda una vida.
– Quiero saber qué es lo que tiene que hacer que sólo puede hacer él.
– Nunca te he metido en mis negocios y no lo voy a hacer ahora. De manera que cuando veas a Ahmed dile que quiero hablar con él.
– Vendrá está noche a por algunas cosas.
– Que no se vaya sin verme.
* * *
– No se fía de nosotros.
George Wagner utilizaba el tono de voz neutro que aquellos que le conocían sabían que presagiaba tormenta. Y Enrique Gómez le conocía bien, de manera que aunque hablaban por teléfono y a tantos miles de kilómetros de distancia no le costaba imaginar a su amigo con un rictus tenso en la comisura de los labios y un tic del ojo derecho que le hacía mover el párpado.
– Cree que lo de los italianos y su nieta ha sido cosa nuestra -respondió Gómez.
– Sí, eso cree, y lo peor es que no sabemos quién los envió. Yasir nos ha mandado decir que Alfred quiere hablar con todos nosotros y que no habrá operación si no la dirige él. Quiere que Dukais envíe a uno de sus hombres para discutir con él cómo se harán las cosas y amenaza con que no habrá operación si no se hace a su modo.
– Él conoce el terreno, George, en eso tiene razón. Sería una locura dejar la operación sólo en manos de Dukais. Sin Alfred no se puede hacer.
– Sí, pero Alfred no nos puede amenazar ni poner condiciones.
– Nosotros no queremos la Biblia de Barro para exponerla en un museo, y él la quiere para su nieta, bien, tenemos una divergencia, pero no podemos dejar de fiarnos de Alfred o echar todo por la borda por la cabezonería de ver quién se impone a quién. Corremos el riesgo de equivocarnos si desatamos una guerra entre nosotros. Si hemos llegado hasta aquí ha sido porque hemos actuado como una orquesta, cada cual en su papel.
– Hasta que Alfred ha decidido desafinar.
– No exageremos, George, y entendamos que lo de la Biblia de Barro lo hace por su nieta.
– ¡Esa estúpida!
– Vamos, no es ninguna estúpida, es su nieta. Tú no lo entiendes porque no tienes familia.
– Nosotros somos nuestra familia, nosotros, sólo nosotros, ¿o lo has olvidado ya, Enrique?
Enrique Gómez guardó silencio, pensando en Rocío, en su hijo José, en sus nietos.
– George, algunos hemos formado otra familia, y también nos debemos a ellos.
– ¿Tú nos sacrificarías por esa familia que has formado?
– No me hagas esa pregunta porque no tiene respuesta. Yo quiero a mi familia, y en cuanto a vosotros… sois como mis brazos, mis ojos, mis piernas… no se puede describir lo que somos los cuatro. No nos comportemos como niños preguntando a quién quieres más, si a papá o a mamá. Alfred quiere a su nieta, y ha flaqueado por ella, le quiere entregar la Biblia de Barro . No es suya, nos pertenece a nosotros tanto como a él. Pues bien, evitémoslo pero sin dramatismo, y confiemos en él, como siempre, para hacer la otra operación. Si le declaramos la guerra luchará y nos destruiremos.
– No nos puede hacer ningún daño.
– Sí, George, sí puede; lo sabes, y también sabes que si le apretamos lo hará.
– ¿Qué propones?
– Que organices dos operaciones. Una, la que teníamos prevista, ha de hacerse con Alfred al frente. La otra, la de la Biblia de Barro , hay que prepararla al margen.
– Eso es lo que he hecho desde el principio. Paul ha encontrado dos hombres para infiltrarse en el equipo de Picot.
– Bien, pues de eso se trata, de tener a alguien que no se separe de la nieta de Alfred, y si encuentran la Biblia, que se hagan con ella. Nadie tiene por qué sufrir daño.
– ¿Crees que la chica se la dejará arrebatar? ¿Crees que Alfred ha organizado las cosas para que no podamos quitársela?
– Sí, habrá previsto lo que podemos planear, nos conoce, pero nosotros también a él. De manera que estaremos jugando al ratón y al gato, pero si los hombres que manda Paul son listos, sabrán hacerse con la Biblia y escapar.
– ¿Conoces a algún gorila listo?
– Tiene que haberlos, George, tiene que haberlos. En todo caso, dejemos como última opción la fuerza, pero que sea la última, no la primera.
– Ya sabes cómo son las cosas en el terreno… no estaremos allí para evaluar la situación, serán los gorilas quienes decidan. Y pueden hacer daño a la chica.
– Al menos le daremos instrucciones claras para que no metan la pata el primer día.
– Consultaré a Frank, y si está de acuerdo lo haremos así. Puede que él te dé la razón; él también tiene familia.
– Tú la deberías de haber tenido, George.
– No me ha hecho falta.
– Dijimos que era lo mejor.
– Sí, y lo ha sido para vosotros, pero yo no he necesitado cargar con una mujer y unos hijos. De eso me he librado.
– No es tan malo tener una familia, George.
– Te hace blando y vulnerable.
– No teníamos otra opción.
– Ya lo sé, así lo decidimos, de manera que no le demos más vueltas. Llamaré a Frank.
– Y que Dukais mande a alguien inteligente a hablar con Alfred.
– Espero que lo haga.
– Alfred nunca ha soportado que le manden, ya lo sabes.
– Lo sé.
Pues hagamos las cosas bien. Yo no quiero que le pase nada a Alfred, ¿lo entiendes, George? No quiero que le pase nada. Quitémosle la Biblia de Barro ; él sabe que no le pertenece, y lo entenderá aunque intente evitarlo.
– No podemos renunciar a la Biblia de Barro sólo porque la chica no nos la quiera entregar.
– No he dicho que renunciemos a nada, sólo me gustaría que se la quitáramos sin hacerle daño.
– Pero…
– Tú me entiendes, George, no le demos más vueltas. Hagamos lo que sea necesario, pero sólo si es necesario.