– De acuerdo, pero no vuelvas a dejarme solo sentado en la mesa. Nunca.
– No te enfades, por favor, estamos tan cerca de alcanzar tu sueño…
– No es un sueño, Clara, la Biblia de Barro existe, está ahí, sólo tienes que encontrarla.
– La encontraré.
– Bien, y cuando lo hagas coge las tablillas y regresa lo antes que puedas.
– No les pasará nada, te lo aseguro.
– Dame tu palabra de que no permitirás que nadie, nadie, se haga cargo de ellas.
– Te doy mi palabra.
– Ahora vete a trabajar.
– Precisamente venía a pedirte que me devolvieras los papeles con el plan que habíamos hecho entre Ahmed y yo.
– Están encima de la mesa de mi despacho, cógelos. Y en cuanto a Ahmed, cuanto antes se vaya, mejor.
Clara le miró asombrada. ¿Cómo era posible que su abuelo supiera lo que estaba pasando entre Ahmed y ella?
– Abuelo…
– Que se vaya, Clara, no le necesitamos ninguno de los dos. Lo pasará mal sin nosotros, porque sin nosotros no es nada.
– ¿Cómo sabes que Ahmed se va?
– Sé todo lo que pasa en la Casa Amarilla. ¿Qué clase de estúpido sería si no supiera lo que pasa en mi casa?
– Yo le quiero, te pido que no le perjudiques; si lo haces, no te lo perdonaré.
– Clara, en esta casa soy yo el que decide sobre todos vosotros. No me digas lo que puedo hacer o no.
– Sí, abuelo, sí te lo digo. Si le haces algo a Ahmed, yo también me iré.
El tono de voz de Clara no dejaba lugar a dudas. Alfred Tannenberg se dio cuenta de que la advertencia de su nieta era real.
Cuando entró en el todoterreno de su marido la tensión se reflejaba en el rostro de Clara.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ahmed.
– Sabe que nos separamos.
– ¿Y con qué me ha amenazado?
Clara sintió el desgarro que le estaban produciendo los dos hombres a quienes más quería en el mundo. No soportaba la animadversión que se tenían.
– Vamos, Ahmed, mi abuelo siempre se ha portado bien contigo, no utilices ese tono.
– Le conozco bien, Clara, por eso le temo.
– ¿Le temes? Él se ha volcado en ayudarte, no hay nada que hayas querido que no te lo haya dado, no sé por qué tienes que temerle.
Ahmed se calló. No quería descubrir a Clara la parte oscura de los negocios de su abuelo, negocios en los que él había participado por ambición.
– Tu abuelo ha sido generoso, sin duda, pero yo he trabajado lealmente a su lado, sin cuestionar jamás lo que hacía.
– ¿Y por qué debías de cuestionar lo que hace mi abuelo? -preguntó Clara enfadada.
– Vamos, Clara, no vayamos a estropearlo todo por culpa de tu abuelo. Estamos llevando las cosas bastante bien.
– Me doy cuenta de que no os soportáis el uno al otro. ¿Desde cuándo? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo no me he dado cuenta?
– No te hagas tantas preguntas. Estas cosas pasan en las familias, en los negocios, entre los amigos. Un día te dejas de entender con la gente y ya está.
– ¿Así de simple?
– ¿Quieres hacerlo complicado?
– ¡Quiero que no lo hagáis complicado ninguno de los dos, quiero que me dejéis en paz, quiero que no me convirtáis en vuestro campo de batalla!
Ahmed asintió. Iba conduciendo y no le veía la cara, pero se daba cuenta de que la armonía que había reinado entre ellos estaba a punto de quebrarse.
– Por mi parte procuraré hacer las cosas fáciles. Yo no quiero hacerte daño por nada del mundo. No te lo mereces.
– ¡Claro que no me lo merezco! De manera que no me fastidiéis.
– Bien, ¿qué le has dicho a tu abuelo?
– Nada, simplemente no le he negado que vayamos a separarnos. Quiere que te vayas cuanto antes.
– En eso estoy de acuerdo con él. Me iré de la Casa Amarilla. Puedo irme a casa de mi hermana.
De repente Clara sintió un dolor agudo en el pecho. Una cosa era hablar en abstracto de separarse y otra ver materializarse la separación.
– Haz lo que creas conveniente, lo que sea mejor para ti.
– Para los dos, Clara, para los dos.
Estuvo a punto de decirle que ella no quería separarse, que empezaba a sentir miedo por el dolor que ya le estaba acarreando saber que él se iba. Pero no lo dijo, prefería seguir intentando mantener la dignidad.
– Verás, Ahmed, lo único que quiero es que nos evitemos escenas el uno al otro. Y sobre todo quiero pedirte que no te enfrentes a mi abuelo. Yo le quiero.
– Ya lo sé, Clara, sé lo mucho que le quieres. Lo haré por ti; al menos lo intentaré.
Cuando entraron en el ministerio ya habían cambiado de conversación. Hablaban de quién de los dos iría a Safran.
– Voy yo, Ahmed, luego tú no estarás y prefiero saber desde el principio cómo se ha organizado todo, elegir yo a los obreros.
No le dijo que marcharse le ayudaría a despejar la angustia que estaba empezando a sentir.
– De acuerdo, puede que tengas razón. Yo me quedaré aquí y te ayudaré desde Bagdad. Así, de paso, voy organizando mi salida.
– ¿Cómo te vas a ir?
– No lo sé.
– Te acusarán de traición, Sadam puede enviar a alguien para que te asesine.
– Sí, es un riesgo que debo correr.
Pasaron el resto de la mañana al teléfono, arreglando papeles y permisos. A mediodía, Ahmed se fue a almorzar con el Coronel y Clara regresó a la Casa Amarilla.
– Llegas a tiempo para el almuerzo -le dijo Fátima- tu abuelo está en el despacho con una visita.
Clara se fue a su cuarto a refrescarse después de ordenar a Fátima que le avisara cuando su abuelo bajara a almorzar.
Tannenberg terminó de leer el último folio ante la mirada expectante de su interlocutor. Luego guardó cuidadosamente los papeles en una carpeta que depositó en el cajón superior de la mesa del despacho y clavó los ojos de acero en Yasir.
– Iré a El Cairo. Organiza una conferencia con Robert Brown, quiero que vaya a un lugar donde no le puedan intervenir el teléfono.
– Imposible. Los satélites norteamericanos graban todo, especialmente las conversaciones entre Estados Unidos y este pobre rincón del mundo.
– Déjate de florituras, Yasir, quiero hablar con Robert.
– No será posible.
– Tendrá que serlo. Quiero hablar con él y con otros amigos. O buscan la manera de que hablemos o les llamaré directamente a sus despachos. Hay que discutir el plan que me han enviado, ellos no conocen esto y han decidido cosas absurdas. Tal y como lo han planificado, sería un desastre. Además, quiero el mando, como siempre. No acepto que envíen a nadie a dirigir la operación. ¿Por qué? Porque en esta zona mando yo, es mi territorio, de manera que no van a sacarme de él.
– Nadie te quiere sacar de ninguna parte. Saben que no te encuentras bien y te mandan refuerzos.
– No empieces a subestimarme, Yasir, no te equivoques tú también.
– Puede que estén enfadados por lo de Clara en Roma, porque te hayas puesto al descubierto anunciando lo de la Biblia de Barro .
– Ése no era asunto suyo. Diles que quiero hablar directamente con ellos; de lo contrario no habrá operación.
– Pero ¿qué dices? ¿Quieres arruinarnos a todos?
– No, lo que quiero es saber exactamente qué va a pasar y cuándo. Tenemos que organizarlo cuidadosamente. Quiero que venga un hombre de Paul Dukais a hablar conmigo. Yo le diré cómo haremos lo que tenemos que hacer. Paul tiene un zoo, y los gorilas no sirven para todo. Dirigiré la operación a mi manera. Los hombres de Paul harán lo que yo diga, cuando yo diga y donde yo diga. Si no, te aseguro que nadie hará nada, salvo que quieran una guerra particular.
– Pero ¿qué te pasa, Alfred? Parece que te estás volviendo loco.
El anciano se levantó, se dirigió a su interlocutor y le abofeteó.
– Yasir, dejaste de comer mierda de camello el día en que me conociste. No lo olvides.
Los ojos negros del hombre brillaron de odio. Hacía toda una vida que se conocían, pero aquella afrenta no se la perdonaría.
– Vete y haz lo que te he dicho.
Yasir salió del despacho sin mirar atrás, sintiendo todavía la palma de la mano de Alfred en la mejilla.
El anciano encontró a Clara sentada, sola, en la mesa a la sombra de las palmeras, escuchando el rumor del agua de la fuente. Ella se levantó y le dio un ligero beso en el rostro bien afeitado. Le gustaba el olor a tabaco que desprendía su abuelo.
– ¡Tengo hambre, te has retrasado, abuelo! -le dijo a modo de saludo.
– Siéntate, Clara, me alegro de que estemos solos, tenemos que hablar.
Fátima terminó de colocar varias fuentes con distintas clases de ensalada y arroz para que se sirvieran con la carne y luego les dejó.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Tannenberg.
– No sé a qué te refieres…
– Ahmed se va. ¿Tú qué quieres?
– Yo me quedo en Irak. Éste es mi país, aquí está mi vida. La Casa Amarilla es mi casa. No me siento con ganas de convertirme en una exiliada.
– Si cae Sadam lo pasaremos mal. Nosotros también tendremos que irnos. No podemos estar aquí cuando lleguen los norteamericanos.
– ¿Llegarán?
– Acabo de recibir un informe confirmándome que la decisión está tomada. Confiaba en que no fuera así, en que lo de Bush fuera una bravuconada, pero, al parecer, los preparativos para la guerra están en marcha. Ya han decidido hasta el día D. Debemos empezar a prepararnos. Me voy a El Cairo, tengo que organizar algunas cosas y hablar con los amigos de allí.
– Tú eres un hombre de negocios, te has entendido con Sadam, es verdad, pero como tantos otros. No pueden represaliar a todos los iraquíes a los que les ha ido bien con este régimen.
– Si llegan, harán lo que quieran. Un ejército que gana una guerra puede hacer lo que quiera.
– No quiero irme de Irak.
– Pues tendremos que irnos, al menos hasta que sepamos qué va a pasar.
– Entonces, ¿por qué vamos a iniciar la excavación?
– Porque o encontramos ahora la Biblia de Barro o se perderá para siempre. Es nuestra última oportunidad. Nunca imaginé que Shamas hubiera regresado a Ur.
– En realidad a Safran.
– Está al lado, tanto da. Los patriarcas eran nómadas, iban de un lado a otro con el ganado y se asentaban temporalmente en algún lugar. No sería la primera vez que iban a Jaran, ni que regresarían a Ur. Pero siempre creí que la Biblia de Barro , de existir, estaría en Jaran o en Palestina, puesto que Abraham se dirigió a Canaán.