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La había juzgado una histérica caprichosa, pero quizá se había precipitado en el juicio. Sin duda la vida la había tratado bien, sólo había que echar un vistazo a cómo vestía en aquel Irak cada vez más empobrecido. Pero además la conversación que tuvieron la noche anterior, cenando en el hotel, más la que mantenían casi a gritos en el helicóptero, le hacían intuir que Clara era más que caprichosa, voluntariosa; además, parecía una arqueóloga capaz, aunque eso ya lo vería sobre el terreno.

Quien sí era un arqueólogo solvente era Ahmed Huseini, eso era evidente. Además, Huseini no decía una palabra de más, pero las que decía estaban cargadas de razón y conocimientos profundos de la realidad mesopotámica.

El helicóptero militar aterrizó cerca de la tienda donde los cuatro soldados del Coronel se resguardaban.

Saltaron a tierra mientras intentaban taparse el rostro. En un segundo estuvieron mascando el polvo fino y amarillento aquel lugar recóndito, mientras algunos aldeanos curiosos se acercaban a ver quién llegaba.

El jefe de la aldea reconoció a Ahmed Huseini y se dirigió hacia él; luego saludó a Clara con una inclinación de cabeza.

Acompañados por el jefe de la aldea y por los soldados recorrieron el lugar.

Picot y Ahmed se deslizaron por el agujero que dejaba entrever los restos de una edificación de la que por falta de medios apenas habían podido desbrozar un perímetro de doscientos metros.

Yves Picot escuchaba con atención las explicaciones de Ahmed, y éste respondía a cuantos interrogantes le planteaba el arqueólogo francés.

Al descubierto quedaba una habitación cuadrada con numerosos estantes donde se amontonaban restos de tablillas destrozadas.

Clara no soportaba estar contemplando desde arriba el trajín de los dos hombres y escuchando cómo Ahmed explicaba que las pocas tablillas que habían encontrado intactas las habían trasladado a Bagdad. Impaciente, pidió a los soldados que le ayudaran a deslizarse hasta donde estaban ellos.

Estuvieron más de tres horas mirando, raspando, midiendo, rescatando restos de tablillas en las que apenas se podía leer su contenido, tan pequeños eran los pedazos a que habían quedado reducidas.

Cuando salieron del agujero estaban cubiertos por una capa fina de polvo amarillo.

Ahmed y Picot hablaban animadamente sin hacer demasiado caso a Clara. Los dos hombres parecían congeniar a su pesar, admitiendo cada uno la competencia en la materia del otro.

– El campamento podríamos montarlo junto a la aldea. Podríamos contratar a algunos hombres de aquí para que ayuden en las tareas más elementales. Pero necesitamos expertos, gente preparada que no destroce la edificación. Además, tú mismo lo has visto, puede que encontremos más edificios, incluso el antiguo Safran. Podría conseguir tiendas del ejército, aunque no son cómodas, y quizá, unos cuantos soldados más para garantizar la seguridad.

– No me gustan los soldados -afirmó con rotundidad Picot.

– En esta parte del mundo son necesarios -respondió Ahmed.

– Ahmed, los satélites espías barren Irak, de manera que si detectan un campamento militar, el día en que decidan bombardear arrasarán este lugar. Creo que debemos hacerlas cosas de otra manera. Nada de tiendas militares, ni de soldados. Al menos no más de estos cuatro, que pueden servir de elemento disuasorio si algún aldeano quiere pasarse de listo. Si vengo a excavar será con equipos civiles y material civil.

– ¿Vendrá? -preguntó con cierta ansiedad Clara.

– Aún no lo sé. Quiero ver esas dos tablillas de las que me hablaron, más las otras que dicen haber encontrado aquí con la rúbrica de ese Shamas. Hasta que no las analice, no me haré una opinión más sólida. En principio esto parece interesante; creo, como su marido, que éste es un antiguo templo-palacio y que además de tablillas podríamos encontrar algo más. Tampoco me atrevería a afirmarlo con rotundidad. La respuesta que me tengo que dar a la pregunta que me estoy haciendo es si lo que veo merece la pena para trasladar aquí a veinte o treinta personas con los medios que requiere una excavación de esta índole, y el coste económico que supondrá, en unas circunstancias que no son las propicias. Un día de éstos aparecerán los F-18 del Tío Sam y les achicharrarán. Van a arrasar Irak, y no veo la razón para que no nos lleven por delante a nosotros si estamos aquí. Dudo mucho que les importe que estemos intentando rescatar las ruinas de un templo-palacio de unos cuantos siglos antes de Cristo. De manera que venir aquí ahora es correr un riesgo innecesario. Quizá después de la guerra…

– ¡Pero no podemos dejar esto así! ¡Se destruirá! La voz de Clara denotaba angustia.

– Sí, señora, sin duda tiene razón. Los F-18 no dejarán nada, excepto más polvo amarillo; la cuestión es si quiero jugarme el pellejo, además del dinero, en una aventura como ésta. No soy Indiana Jones y tengo que analizar, con riesgo de equivocarme, cuánto tiempo más o menos tardarán los yanquis en bombardear, cuánto tardaría en formar un equipo y trasladarlo aquí, cuánto tiempo invertiríamos en obtener algún resultado…

»La guerra será como mucho en seis u ocho meses. Lean los periódicos. Hace tiempo descubrí que los periódicos lo cuentan todo, pero es tal el volumen de información y la mezcolanza de noticias, que al final lo evidente no lo vemos. Bien, ¿en seis meses conseguiríamos algo? En mi opinión, no. Ustedes saben que una excavación de esta envergadura requiere años.

– De manera que ya tiene la decisión tomada. Sólo ha venido por curiosidad -afirmó más que preguntó Clara.

– Tiene razón, he venido porque sentía curiosidad; en cuanto a la decisión, aún no la tengo del todo tomada. Hago de mi propio abogado del diablo.

– Las tablillas que quiere ver están en Bagdad. Las verá allí. Antes queríamos que se hiciera una idea de este lugar -terció Ahmed.

El jefe de la aldea les invitó a refrescarse y tomar una taza de té, y algo de comer. Aceptaron, contribuyendo con las bolsas de comida que habían llevado consigo. Para Ahmed y Clara fue una sorpresa escuchar hablar en árabe a Picot.

– Habla usted bastante bien el árabe. ¿Dónde lo ha aprendido? -le preguntó Ahmed.

– Lo comencé a estudiar el día en que decidí que mi vocación era la arqueología. Si quería excavar, sería en buena parte en países de habla árabe, de manera que como nunca me han gustado los intermediarios comencé a aprender árabe. No lo hablo bien del todo, pero sí lo suficiente para entender y que me entiendan.

– ¿Lo lee y lo escribe también? -quiso saber Clara.

– Sí, también lo leo y lo escribo.

El jefe de la aldea resultó ser un hombre sagaz, encantado de tener allí a esos visitantes que si se decidían a excavar llevarían prosperidad a las gentes del lugar.

Conocía a Clara y Ahmed porque éstos habían comenzado las excavaciones, hasta que las tuvieron que dejar por falta de medios. Los hombres de la aldea no tenían suficientes conocimientos para ayudarles sin destrozar lo que encontraran por medio.

– El jefe nos ofrece que nos alojemos en su casa a pasar la noche. También podemos hacerlo en la tienda militar que hemos traído en el helicóptero. Mañana podríamos ir a visitar la zona para que se haga una idea del paraje; incluso podríamos llegar a Ur, o si no podemos regresar a Bagdad ahora. Usted decide.

Yves Picot no tardó en tomar una decisión. Aceptó pasar la noche en Safran para el día siguiente visitar los alrededores. Este viaje adquiría para él una nueva dimensión. El trayecto en helicóptero desde Bagdad, la soledad inmensa de la tierra amarilla que se abría ante sus ojos, la incomodidad como elemento de aventura. Pensó que quizá nunca regresaría a aquel lugar y en caso de hacerlo sería con al menos una veintena de personas, de manera que no podría disfrutar de la quietud que todo lo envolvía.

Ahmed había previsto la posibilidad de que se quedaran a dormir. De manera que el Coronel había dado orden a los soldados que les escoltaban de que dispusieran de tiendas y raciones de víveres, pero él había pedido a Fátima que se encargara de organizar unas cuantas bolsas con comida y bebida. La mujer se había esmerado, preparándoles en distintas tarteras ensaladas, humus, pollo frito, además de bocadillos y distintas clases de frutas.

Clara había protestado por el exceso de comida, pero Fátima no estaba dispuesta a que se fueran sin lo que había preparado, así que estaban bien surtidos.

Los soldados levantaron dos tiendas, cerca de la de sus cuatro compañeros que guardaban las ruinas. Picot podía dormir con ellos, y en la otra Ahmed y Clara. Pero el jefe de la aldea se empeñó en que Ahmed y Clara durmieran en su casa y así se decidió para satisfacción de Picot, que podría disfrutar de una tienda para él solo.

Bebieron té y comieron pistachos junto a otros hombres que se acercaron a la casa del jefe de la aldea. Se ofrecían para trabajar en las excavaciones. Querían fijar las cantidades que percibirían por cada jornada de trabajo. Y Ahmed, secundado por Picot, inició un largo regateo.

A las diez de la noche la aldea estaba sumida en el silencio. Los campesinos amanecían con el sol, de manera que se acostaban pronto.

Clara y Ahmed acompañaron a Picot a su tienda. Ellos también iniciarían la jornada apenas saliera el sol.

Después, en silencio, se dirigieron hacia los restos de aquel edificio que les tenía fascinados. Se sentaron sobre la arena, apoyados en los muros de adobe de aquel palacio milenario. Ahmed encendió un cigarro para Clara y otro para él. Ambos fumaban, pero juraban cada día que sería el último, sabiendo que no lo cumplirían. Pero, por fumar, en Irak no te convertías en un proscrito como en Estados Unidos o en Europa. Las mujeres fumaban en casa o en lugares cerrados, nunca en la calle; Clara seguía esa norma.

El manto de estrellas parecía templar aún más la noche. Clara dormitaba intentando imaginar cómo había sido aquel lugar dos mil años atrás. En aquel silencio escuchaba cientos de voces de mujeres, niños, hombres. Campesinos, escribas; reyes, todos estaban allí pasando ante sus ojos cerrados, donde eran tan reales como la noche.

Shamas. ¿Cómo habría sido Shamas? A Abraham, padre de todos los hombres, se lo imaginaba como el pastor seminómada que fue, viviendo en tiendas, bordeando el desierto con sus rebaños de cabras y ovejas, durmiendo al cielo raso en noches estrelladas como ésa.

Abraham debía de tener la barba larga y gris y el cabello espeso y enmarañado. Era alto, sí, le veía alto, de porte imponente, que inspiraba respeto por dondequiera que fuera.

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