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Agazapado tras los ventanales de un ático de la Alameda de Mazarredo, James Goldsmith observaba el barullo que se había formado debajo de él, en el solar sobre el que se iba a construir el futuro Museo Guggenheim de Bilbao. Altos cargos del país en el que estaba residiendo desde hacía unas pocas semanas se congregaban allí, junto a los directivos de la fundación venidos expresamente desde Nueva York para asistir a la colocación de la primera piedra del museo. Entre ellos estaba Cameron DeFargo, miembro del consejo asesor de la fundación y amigo íntimo de su presidente, Thomas Krens.

La tarde anterior había tenido que ir a recogerle al aeropuerto de Sondika. Cameron DeFargo, elegante e irónico como siempre, le felicitó por el trabajo realizado.

– Gracias, aunque no ha sido excesivamente difícil -respondió Goldsmith-. Sinceramente, el matar a un pobre drogadicto no es un trabajo muy complicado.

– Pareces decepcionado. Según tengo entendido, también han muerto los inductores del asesinato de Tomás Zubía.

– Así es. Por lo que he leído en la prensa y me ha contado el comisario Manrique, un cúmulo de casualidades ha hecho que hayan salido a la luz los manejos del hombre que en los últimos tiempos movía el tráfico de drogas en esta zona. Al parecer, él y su chófer murieron asesinados, en un presumible ajuste de cuentas, por uno de sus colaboradores, quien, a su vez, fue abatido a tiros por la policía.

– Me gustaría hacerte una pregunta, James. ¿Después de tantos años en la organización crees, de verdad, en las casualidades?

– Para nada.

– Yo tampoco.

– Entonces, ¿usted también cree que el caso no está cerrado?

– El caso no está cerrado, pero va a cerrarse muy pronto; para eso he venido, no para la inauguración de un museo que no me interesa lo más mínimo. Dime, James, ¿qué es lo que sabes de economía?

– Me temo que no es mi especialidad. Ni la economía en general ni la mía en particular. Tal como me viene se me va el dinero.

– Habrá que arreglar eso último, ya te pondré en contacto con uno de mis asesores bursátiles, pero lo que te ocurre a ti es algo que, desgraciadamente, ocurre muy a menudo. Salvo por parte de algunos contingentes muy especializados, las fuerzas policiales de cualquier país no están preparadas para enfrentarse a ciertos casos en los que el tema fundamental es el dinero y su movimiento. El comisario Manrique y su hostil inspector han hecho un buen trabajo, pero si hubieran profundizado se habrían percatado de que el señor González Caballer no tenía la capacidad suficiente para manejar todo el tinglado en el que estaba metido. Es cierto que era un hombre rico y poderoso, pero hacía tiempo que había perdido el control efectivo de sus empresas. En estos momentos era tan sólo el testaferro de alguien inmensamente más poderoso que él. Ni siquiera tenía un personal de confianza digno de tal nombre. Su chófer y guardaespaldas no estaba a su servicio, sino al del hombre que controlaba a González Caballer, aunque finalmente también él haya sido sacrificado. Supongo que hace ya tiempo que te habrás dado cuenta de que he hecho trampas contigo. Bueno, hacer trampas quizá no sea la palabra indicada, pero en el CD-Rom que te proporcioné no estaba toda la información. Faltaba lo más importante: el final.

– Eso me ha parecido.

– No lo hice de mala fe, sino pensando que así era mejor para evitar que tuvieras ideas preconcebidas, pero ahora que todo va a acabar, y tú vas a ser parte primordial en el final, creo que tienes derecho a saberlo todo o, por lo menos, a saber tanto como yo.

Ya sabes, porque lo has visto en el ordenador, la tensión a la que estuvo sometido Tomás Zubía cuando volvió a España después de entrevistarse con el general Eisenhower y otros peces gordos de Washington. Durante unos meses trabajó con el coronel Vonderschmidt en el filo de la navaja. Era una carrera infernal en la que, para que ganara nuestro equipo, tenía que proporcionar al equipo contrario una serie de herramientas gracias a las cuales, si todo salía mal, nos podrían sobrepasar. Lo dramático era que el premio último no consistía en una medalla de oro y la izada de la bandera nacional en el pódium, sino el arma definitiva con la que uno de los dos acabaría triunfando en la guerra.

Fueron meses de tensión, desánimo y nervios, pero al fin, un día, la espera produjo resultados. Era el aniversario de la ascensión de Adolf Hitler al poder y se celebró una fiesta por todo lo alto. Asistieron los alemanes residentes en Madrid y también gente de otras nacionalidades con régimen afín o militantes de organizaciones nazis y fascistas. Había varios italianos, dos húngaros de las Cruces Flechadas, un rumano seguidor de Codreanu y dos belgas adictos al movimiento rexista que dirigía Léon Degrelle, así como unos cuantos españoles. De los dos belgas, uno de ellos, de edad avanzada, alto y con el pelo blanco y de aspecto taciturno, era muy parecido a la persona que se veía en una fotografía que le habíamos proporcionado correspondiente a Ronald De Schöenmaker. Aunque el flamenco no era muy amistoso, Tomás Zubía intentó pegar la hebra con él y lo consiguió, avalado como estaba por Vonderschmidt. Cuando salieron de la fiesta, De Schöenmaker estaba completamente borracho, así que no tuvo más remedio que permitir a Zubía que le llevara al hotel de Madrid en el que se alojaba.

Al día siguiente ya no se hospedaba en ese hotel. Según le comunicaron a Zubía en recepción, no vivía habitualmente allí, sino que reservaba habitación tan sólo de vez en cuando, bajo el nombre de Jean Duchesne. Eso parecía indicar que posiblemente vivía en el mismo lugar en que trabajaba.

La misión de Zubía consistía, como ya habrás averiguado, en liquidarle, pero sólo en último lugar. No se podía descartar que el doctor De Schoenmaker hubiera preparado a algún otro científico para sucederle, aunque no tuviera su capacidad. Por eso, el objetivo prioritario era destruir las instalaciones en las que se estaba intentando fabricar el arma y luego, para impedir su reconstrucción, matarle. Sabíamos la tensión que esto último iba a producir en Zubía. En la guerra había tenido que matar enemigos, pero ésta sería la primera vez que, a sangre fría, quitaría la vida a alguien, a otro ser humano en suma. Visto en la distancia parece paradójico, pero entonces pedíamos a Dios que no le temblara el pulso a la hora de cumplir con su misión. ¡Rogar al Señor para que uno de los nuestros fuera capaz de asesinar!, no sé lo que diría un teólogo sobre esa petición de auxilio divino y, sinceramente, en estos momentos no me importa mucho. Dentro de poco, cuando mi ciclo vital haya acabado, tendré todas las respuestas a esas preguntas.

No servía de nada forzar las cosas, así que no le quedó más remedio que armarse de paciencia. Las visitas a Madrid de De Schoenmaker no eran muy frecuentes, pero, día arriba día abajo, tenían periodicidad mensual. Poco a poco, gracias sobre todo a que le avalaba el coronel Vonderschmidt, fue entrando en su círculo de confianza, tanto que fue uno de los invitados a su fiesta de cumpleaños. Cumplía setenta años y quería celebrarlo por todo lo alto. Desde Berlín, donde residían por motivos de seguridad, vinieron su hija -él era viudo- y su nieta. Zubía me reveló que los alemanes, al principio, habían sido remisos a traerlas, por motivos de seguridad, pero el doctor insistió y presionó tanto, que no pudieron negarse.

– No hay mayor tristeza que estar separado mucho tiempo de la familia -solía decir el doctor De Schoenmaker con su corazoncito nazi.

La fiesta fue todo un éxito. Comieron, bebieron y cantaron y, al finalizar, casi todos estaban borrachos. Vonderschmidt y Zubía, junto a cuatro fornidos miembros de las SS, escoltaron al científico belga y a su familia al hotel. Los cuatro alemanes se quedaron haciendo guardia junto a la puerta, lo cual era inhabitual. Quizá fuera una simple coincidencia, en honor a su familia, o quizá significara que los trabajos estaban próximos a finalizar y se extremaban las precauciones.

Zubía se despidió de De Schoenmaker y familia en la puerta de su habitación y se dirigió, aparentemente, a su domicilio, pero en lugar de ir al lujoso palacete que ocupaba en la calle de Alcalá se encaminó a la Puerta del Sol. En una pensión fuera de toda sospecha pero controlada por nosotros, se hospedaban tres estudiantes bilbaínos, paisanos suyos por tanto, con los que había hecho amistad. Eran los tres de ideología carlista, pero de total confianza. No quiero aburrirte con los entresijos de la política vasca y española de aquella época, pero para que te hagas una idea: esa gente había luchado en la guerra civil en el bando fascista, sólo que, cuando el general Franco unificó a todas las fuerzas conservadoras en un partido único, algunos carlistas no aceptaron el pensamiento nacionalsocialista, que consideraban ateo, pagano y alejado de sus costumbres, por lo que empezaron a tomar posturas disidentes o de oposición al dictador. Como monárquicos y tradicionalistas, se inclinaban más por Gran Bretaña que por la República alemana, totalitaria y revolucionaria. Aquellos tres jóvenes, que no estaban fichados por la policía secreta del régimen, fueron captados por miembros de nuestra embajada y pronto se vio que podían sernos extremadamente útiles.

Pese a que no le conocían de nada, los tres jóvenes carlistas se pusieron inmediatamente a las órdenes de Tomás Zubía, siguiendo instrucciones de los agentes de nuestra embajada. Cuando les explico lo que tenían que hacer, no pusieron objeción alguna a su plan. Los tres eran católicos convencidos y llevaban prendido del pecho un escapulario con el Sagrado Corazón de Jesús y la inscripción «Deténte, bala». Estaban convencidos de que nada les podía ocurrir, algo así como los fundamentalistas islámicos de hoy en día.

El plan era arriesgado, pero tenía que llevarse a cabo si no queríamos perder la que quizá fuera la única oportunidad para neutralizar al científico belga. Tomás Zubía y sus tres acompañantes acudieron al hotel donde aquél se alojaba vestidos con uniforme de la policía española y, una vez allí, ordenó a los agentes de las SS apostados en la puerta del flamenco que fueran con ellos para participar en una importante misión. Como estaba previsto, los alemanes se negaron ya que tenían un estricto mandato de no separarse del lugar en que hacían guardia. Zubía juró en varios idiomas, incluido el escaso alemán que conocía, y procuró mostrarse enérgico, mientras los supuestos policías españoles asistían impasibles a su actuación. Los alemanes, aunque no admitían sus órdenes, le trataban con deferencia, ya que habían sido testigos de cómo le agasajaba Vonderschmidt y cómo se le había permitido acompañar hasta allí al belga y su familia. Por eso mismo permitieron que sus acompañantes se acercaran más de la cuenta, y cuando más confiados estaban, de las manos de los falsos policías surgieron cuatro cuchillos que, silenciosamente, se clavaron en la garganta de los confiados guardias nazis. Excuso contarte los detalles más escabrosos, pero esa acción, que era totalmente necesaria y, por otra parte, la más arriesgada de todo el plan, se saldó con gran éxito.

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