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Llovía en Bilbao, pero Tomás Zubia no llevaba paraguas. No se le había olvidado en la pensión, sino que había salido sin él aposta. Quería sentir cómo el ya escaso pelo se le encrespaba al contacto con el sirimiri. Otros turistas americanos cuando salen de su país buscan el sol. Él buscaba la lluvia. Sus recuerdos de Bilbao eran básicamente de días lluviosos, de esa lluvia fina sin la cual su ciudad natal no sería la misma.

Hacía diez días que había aterrizado en el aeropuerto de Sondika. Diez intensos días. Aunque su regreso al lugar del que había salido hacía varias décadas respondía a un motivo concreto, aprovechó su estancia para rememorar todo aquello que creía perdido en el fondo de su mente pero que de repente había surgido con fuerza. Ciudades, paisajes, incluso olores, le devolvían a su infancia, a su juventud perdida, aunque ya nada fuera igual. Durante una semana tuvo unas auténticas vacaciones en las que penas y alegrías se repartieron equitativamente. Había vuelto a saludar en Gernika al viejo árbol que cantara Iparragirre y visitado la Casa de Juntas. En Elantxobe se había extasiado contemplando su puerto. Comió sardinas en Santurtzi y besugo en Getaria. Pudo comprobar cómo Vitoria, designada capital de Euskadi, había crecido. Pisó la arena de la Concha y paseó por la Taconera en Pamplona. Había merecido la pena volver a casa, aunque a los ojos de las personas con las que se cruzaba pareciera un turista más y no un exiliado que tras jubilarse volvía a su país.

Fueron diez días intensos, pero Tomás Zubia no era, nunca lo había sido, una persona que disfrutara sin más con el ocio. Cuando consideró que su cupo de añoranza estaba cubierto, volvió sus ojos a la misión que le había traído hasta su antigua patria, hacia lo que iba a ser su último trabajo, aunque esta vez trabajaría por cuenta propia. Como no quería que su estancia en su ciudad natal fuera conocida por sus antiguos compañeros, actuaba en solitario, lo que le obligaba a ser extremadamente cauto, ya que no se sentía seguro en el Bilbao actual. ¡Era tan diferente al entrañable bocho [2] que él había conocido y vivido! Aun así, había avanzado. Con prudencia, pero había avanzado. Entre los informes que le había proporcionado la DEA y lo que él había averiguado e intuido, pronto podría destapar el escándalo. Su única preocupación ahora era cómo hacerlo.

No sabía si acudir a la Policía Nacional o a la Ertzaintza, la nueva policía autonómica vasca, pero seguramente no iría a ninguna de las dos. Prefería el camino de la prensa. Mientras trabajaba para el Gobierno de Washington procuraba mantenerse siempre lo más alejado posible de los periodistas, pero ahora que iba por libre era diferente. Ahora necesitaba contactar con algún periodista inquieto y valiente que no tuviera miedo a informar de un asunto escabroso. Le habían hablado muy bien de un tal Andoni Ferrer, pero había fallecido semanas antes de que él llegara a Bilbao. Mala suerte. Tendría que buscar otro, pero no se inquietaba por ello. Seguro que existía, era cuestión de paciencia.

Tomás Zubia había aceptado con buena cara su jubilación, consciente de que había cumplido un ciclo vital en la agencia y debía dar paso a savia nueva y joven, pero aún se consideraba en plena forma, no sólo mental sino física. Todavía se sentía capaz de doblegar en una pelea a alguien mucho más joven que él pese a que afortunadamente el tiempo de la acción directa estaba felizmente periclitado, pero no contaba con que su regreso al útero materno le iba a hacer bajar la guardia. El soldado que había sobrevivido a dos atroces guerras, el espía que había salido incólume de sus actividades detrás del antiguo Telón de Acero, no imaginaba que iba a ser su ciudad, aquella que le había visto abrir por primera vez los ojos, la que iba a presenciar el fin de su ciclo vital. Si Tomás Zubia hubiera sido un romántico tal vez habría pensado que había en ello algún tipo de justicia poética, aunque es más probable que se hubiera limitado a cerrar los ojos con dolor maldiciendo lo grotesco y paradójico de acabar siendo asesinado no por un soldado o un agente enemigo, sino por un yonqui desesperado ansioso por sentir correr en sus venas el flujo de la heroína.

Eran las doce de la noche y Tomás Zubia regresaba andando desde el barrio de Deusto hasta la pensión de la calle María Díaz de Haro en la que se había instalado. No se veía pasear a la gente, ya retirada en sus hogares, pero aun así el ex agente caminaba tranquilo. Bilbao, por lo que había sabido, no era una ciudad especialmente insegura y, por otra parte, sabía manejarse en las peores situaciones; sin embargo, tal vez su exceso de preparación le hizo confiarse, o fue tan sólo el instinto atávico que nos hace pensar que cuando la tierra madre nos acoge no hay ya nada que temer, lo que le hizo caer como un pardillo en la trampa que le habían preparado.

Cuando acababa de cruzar el puente de Deusto y empezaba a bajar las escaleras que conducían al parque, se cruzó con un joven aparentemente borracho que trastabilló yendo a caerse junto a él, casi a sus pies. Tomás Zubia dio un rodeo para apartarse de él y, en ese momento, quedó de espaldas. El joven borracho, en realidad un drogadicto llamado Antonio Jalón, aprovechó la oportunidad, y sacando una navaja que llevaba escondida en el bolsillo de su pantalón, se la clavó repetidas veces en la espalda, y cuando su víctima cayó al suelo, con un movimiento certero le rebanó el cuello.

Un trabajo algo sucio pero eficaz, como estaba previsto. No había ningún testigo cercano, pero a lo lejos se veían unas cuantas personas que por lógica tenían que haber sido espectadoras de la acción. Testigos lejanos, incapaces de reconocer al asesino, pero lo suficientemente cercanos para explicar a la policía que era evidente que había sido un robo, un navajero sin más, un muerto de hambre posiblemente drogado. Son todos iguales, señor comisario, gentuza que habría que eliminar, señor juez, seguramente mató por unas míseras pesetas. Sí, eso dirían los testigos. Un trabajo perfecto.

Para ahondar más en esa idea, Antonio Jalón registró a su víctima en busca de la cartera y se guardó todo el dinero que encontró en el bolsillo de su chamarra, así como un broche de oro que llevaba el muerto. Los dos hombres que le habían contratado no sólo no le disuadieron de hacerlo, sino que le animaron. Así se reforzaría la idea de que la muerte había sido consecuencia del ánimo de robo.

Antes de que los testigos se acercaran más de lo aconsejable, arrastró el cuerpo hacia el paso subterráneo que une el puente con el parque. Realizada esa operación y habiendo limpiado la navaja en los pantalones del muerto, se dirigió hacia el paso cebra de Máximo Agirre. Cruzó la calle rápidamente y torció hacia Juan de Ajuriagerra. Junto a la esquina se encontraba estacionado un Opel Kadett con matrícula de Valencia. Abrió la puerta delantera de la derecha y se introdujo en él.

– ¿Todo bien? -preguntó el hombre alto, que se hallaba recostado en el asiento del conductor.

– De puta madre.

– Los documentos y la navaja -le exigió el hombre bajo desde detrás de su asiento-. Venga, dámelos.

Antonio Jalón entregó al hombre bajo lo que éste le había pedido. Una vez en su poder lo metió en un sobre blanco grande y bajó del automóvil. Muy cerca había un contenedor de basura. Lo abrió y arrojó el sobre al interior. Luego se acercó de nuevo a la portezuela del copiloto y la abrió.

– Ya puedes irte. ¡Largo!

– ¿No podéis llevarme hasta casa?

– ¡Que te largues he dicho! Y sin coñas. Si queremos algo más de ti ya te avisaremos. Mientras tanto, ni existimos siquiera. Así que puedes irte sin decirnos adiós. Entre gente que no se conoce, y nosotros no nos conocemos, no hay que andarse con formalidades. Y mucho cuidado con lo que haces de ahora en adelante. Recuerda que lo sabemos todo sobre ti, mientras que tú no sabes nada sobre nosotros. Pórtate bien y disfrutarás de la vida. Pórtate mal y no habrá más vida para ti.

[2] Bilbao para los bilbaínos. (N. del E.)


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