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James Goldsmith estaba habituado, por razón de su profesión, a introducirse en ambientes muy diferentes, así como a adaptarse a cualquier tipo de situación que se le presentara, pero mientras franqueaba la puerta de aquel lujoso club privado de Washington no podía evitar sentirse intimidado. Aunque se había puesto su mejor traje y la corbata menos chillona que había encontrado en su vestuario, la despectiva mirada que le había dirigido el portero negro del club desde su elegante librea colonial le indicaba a las claras que su sitio no era aquél y que tan sólo por unos momentos, gracias a su bondad y conmiseración, se le había permitido acceder al sacrosanto recinto donde se refugiaba la élite de la sociedad, lejos de insectos como el propio Goldsmith y demás gente de su calaña. Una vez en el interior del club su desasosiego fue en aumento según iba vislumbrando los retratos colgados en el vestíbulo de quienes tenían todo el aspecto de haber sido auténticos proceres de la patria. Daba la sensación de que las miradas ceñudas y patibularias que podían observarse en la mayoría de los cuadros iban dirigidas a él por atreverse a violar la intimidad del recinto.

Un anciano que parecía salir de uno de esos cuadros, incluyendo la corbata de lazo negra, le rescató proporcionándole una calurosa bienvenida.

– Señor Goldsmith, me alegra que sea usted puntual. Es un buen comienzo, ¿no le parece? ¿Qué opina de nuestro pequeño club? No es de los más lujosos, pero en él se respira sosiego y tranquilidad, que es a lo más que puede aspirar un anciano como yo. Pero, por favor, acompáñeme, he reservado un pequeño saloncito para que podamos hablar con total tranquilidad.

James Goldsmith no había coincidido nunca con su anfitrión, pero le conocía sobradamente de referencias. El anciano obsequioso que le había recibido se llamaba Cameron DeFargo, y aunque nunca había sido mencionado por las revistas financieras como uno de los hombres más ricos del planeta, lo era, pero al modo de los antiguos patricios de Nueva Inglaterra, sin ostentaciones ni alharacas. Sabía asimismo que el hombre que acababa de saludarle no le había invitado para deslumhrarle con su magnificencia, sino por un motivo muy diferente. Cameron DeFargo había sido fundador y jefe máximo de la Agencia Central de Inteligencia, organización más conocida internacionalmente por sus siglas en inglés, CIA, en la que pese a sus maneras aristocráticas y refinadas había ejercido el control con mano dura y despiadada, y conservaba aún gran parte de su influencia. De él se decía que no había nombramiento en la Agencia que no recibiera previamente su visto bueno. Y ese hombre, esa leyenda más bien, era quien le había citado y quien, mientras Goldsmith se entregaba a esos pensamientos, le hacía pasar a lo que pese a haber sido calificado de saloncito era una estancia en la que cabía todo un regimiento de marines y le invitaba a tomar asiento en una butaca que en aparente contradicción con su aspecto del siglo pasado resultó ser la más cómoda de todas las que había disfrutado Goldsmith en su vida.

– ¿Desea beber algo, señor Goldsmith? -preguntó DeFargo haciendo honor a la hospitalidad que se supone a los de su clase-. Le recomiendo un whisky de Kentucky elaborado en una destilería clandestina de mi propiedad. Sí, ya sé que suena raro, pero no es sino el capricho de un viejo al que se le aguantan displicentemente sus rarezas. Privilegios de la edad. Estoy convencido de que la policía local está al tanto de la existencia de la destilería, pero cierran los ojos por respeto a mis canas.

Goldsmith sabía que quien decía eso tenía participaciones e incluso el control de una de las más importantes fábricas de licores del país, pero no hizo ningún comentario, limitándose a aceptar la invitación de su anfitrión. DeFargo sirvió dos generosos tragos en unas copas hermosamente talladas de cristal de Bohemia (eso al menos suponía Goldsmith, intimidado por el ambiente, ya que de hecho no distinguía el cristal de Bohemia del de cualquier otro lugar del mundo) y después de paladearlo con satisfacción y comprobar que su invitado hacía lo mismo, volvió a hablar.

– Odio los preámbulos tediosos, señor Goldsmith, así que doy por supuesto que usted sabe quién soy y la posición que he desempeñado en la organización a la que usted pertenece.

– Así es, señor DeFargo.

– Bien, en ese caso me imagino que estará al tanto de los rumores que circulan acerca de mi influencia actual en la misma.

– Algo he oído decir, sí -contestó Goldsmith dubitativo, sin comprometerse excesivamente.

– Son rumores algo exagerados, pero que quizá tengan algún punto de verdad. Debo reconocer que a menudo el presidente, en consideración a los servicios prestados y a la amistad que tuve con su padre, me consulta de modo protocolario sobre algunas decisiones y nombramientos, y yo procuro asesorarle lealmente. Una de las últimas veces que hablé con él fue cuando hubo que elegir al sustituto de su antiguo jefe, Tomás Zubia. ¿Se extrañaría si le dijera que uno de los nombres que se barajaron fue el suyo?

– Sinceramente, no sé qué decir a eso -contestó azorado Goldsmith, que había estado al tanto de ciertos rumores y que había aspirado a sentarse en el sillón de Zubia, ya que consideraba que contaba con méritos suficientes para ello.

– Por favor, señor Goldsmith, no me decepcione, le he invitado para hablar con total sinceridad. Usted estaba al corriente de esa posibilidad y deseaba fervientemente ocupar el cargo. No tiene que negarlo ni disculparse por ello; encuentro totalmente legítimo que alguien de su valía quiera acceder a un puesto para el que se considera totalmente capacitado. De hecho, quien debe pedir disculpas soy yo, porque si no hubiera sido por mí usted tal vez estaría hoy en el lugar de su antiguo jefe. ¿Se sorprende quizá?

– La verdad es que no esperaba esto -dijo Goldsmith mientras su cara reflejaba la sinceridad de sus palabras.

– Lo supongo. Tiene que ser difícil admitir que alguien le diga que ha estado a punto de acceder a un cargo importante y que por su culpa no lo ha conseguido; pero al tiempo que le reitero mis disculpas, quiero asegurarle que no ha habido ningún tipo de maldad en mi acción, todo lo contrario, e incluso le aseguro que ese puesto va a ser para usted en un corto plazo de tiempo, seis u ocho meses como máximo.

– Sinceramente tengo que decirle, con todo el respeto posible, que esas afirmaciones me están dejando totalmente estupefacto.

– Lo comprendo, pero si usted ha oído hablar de mí sabrá que nunca digo nada a tontas ni a locas. En confianza, y con esa sinceridad de la que antes ha hecho gala, ¿qué piensa de su nuevo jefe?

– Bueno, todavía acaba de aterrizar, como quien dice; aún es pronto para juzgarle.

– No está siendo sincero, señor Goldsmith. En realidad usted sabe, lo mismo que yo, que es un desastre sin paliativos, cosa que por otra parte ya sabía cuando propuse su nombramiento. Sí, no me mire tan extrañado, parece mentira que con el trabajo que desempeña sea usted tan ingenuo a veces. La política es así, y en muchas ocasiones los objetivos que se persiguen se consiguen indirectamente. Aunque tengo una pequeña influencia en las decisiones presidenciales, no soy la única persona a la que la Casa Blanca debe contentar. Concretamente, una persona que había colaborado generosamente en la campaña electoral presionó para que ese puesto lo ocupara alguien de su confianza y presentó tres candidatos. En lugar de luchar porque designaran a mi candidato, que era usted precisamente, decidí cambiar de táctica e intervine para que fuera nombrado el más incapaz de los tres candidatos que había presentado el otro asesor presidencial. De ese modo mataba dos pájaros de un tiro: el presidente había cumplido con su desprendido patrocinador y yo conseguía que se designara a alguien tan incompetente que dentro de poco tiempo no habrá más remedio que destituirle. Entonces será mi turno, es decir, su turno, si le sigue interesando ocupar el puesto.

– Por supuesto que sí -contestó Goldsmith entre admirado y extrañado-, pero me gustaría saber por qué me está ofreciendo ese puesto y a cambio de qué.

– Es usted desconfiado, y no se lo reprocho ya que en su profesión es una buena cualidad -contestó DeFargo-, pero no hay nada oculto en mi propuesta. En realidad sé quién es usted y que está preparado para el cargo, y, además de eso, el propio Tomás Zubia, con el que tenía una gran amistad, me había comentado más de una vez que usted sería su perfecto sucesor. De hecho, la maniobra que acabo de explicarle contaba con el beneplácito de su ex jefe.

Goldsmith, para disimular su turbación, dio un nuevo sorbo a su vaso de whisky ilegal, mientras rebuscaba en su mente alguna palabra con la que poder contestar a DeFargo sin conseguirlo. Fue su anfitrión quien tras imitarle volvió a tomar la palabra.

– Está bueno, ¿verdad? -dijo sonriente mientras señalaba su vaso-. Si lo desea, daré órdenes para que le envíen unas cuantas botellas a su domicilio. Bueno, antes le he dicho que no le iba a pedir nada por impulsar su nombramiento, y eso era cierto en el momento en que su jefe se jubiló, pero en el momento actual las cosas han cambiado de tal manera que me temo que sí tendrá que hacer algo por mí.

– ¿De qué se trata? -preguntó Goldsmith.

Curiosamente, las palabras que acababa de pronunciar Cameron DeFargo le habían animado. Si había una oferta, unas condiciones, podría hablar de tú a tú con su interlocutor, se encontraría en el terreno de los hechos, y ése era un terreno en el que nunca se había sentido intimidado. Como para reafirmarse en la serenidad adquirida, tomó entre las manos la botella de whisky y llenó de nuevo su vaso.

– Supongo que ya conocerá usted la noticia de la muerte de su ex jefe, Tomás Zubia, en Bilbao, la ciudad en la que había nacido y a la que había regresado tras su jubilación.

– Así es.

– Y sabrá también cómo murió.

– En efecto: al parecer fue apuñalado por un yonqui. Según parece, la droga hace estragos en todos los países y ninguna ciudad está libre de la lacra de la inseguridad ciudadana.

– ¿Eso es lo que usted cree? Yo no estaría tan seguro; por lo menos parece bastante raro que quien ha sobrevivido a dos guerras y a los momentos más álgidos de la guerra fría en primera línea de combate acabe muriendo por culpa de un desgraciado que sólo piensa en la heroína.

– Estoy de acuerdo, pero no parece que pueda ser otra cosa. Tomás Zubia nunca, desde que ingresó en la Agencia, se ocupó de asuntos españoles. Alguna vez me comentó que se había autoimpuesto esa norma para no involucrarse sentimentalmente en los trabajos encomendados, ya que eso disminuiría su rendimiento y podía poner en peligro no sólo su vida, sino la de sus compañeros. Además, y de un modo rutinario, al enterarnos de lo sucedido echamos un vistazo a los asuntos en los que había estado ocupado antes de su jubilación y no encontramos nada que le relacionara con España.

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