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La habitación de Begoña, en contraste con el resto de la vivienda, era pequeña y sencilla, con una ventana que daba a la parte trasera del jardín, un par de armarios empotrados, una cama plegable y una mesa de estudio sobre la cual podía observarse un jarrón sin flores, como imagen simbólica y desoladora de su propia ausencia. Un póster colocado junto a la ventana mostraba sus aficiones cinematográficas y, más concretamente, que ella también había sucumbido a los encantos de Antonio Banderas.

Artetxe escudriñó todos los rincones de la habitación intentando encontrar algún indicio de la situación de su usufructuaria, pero no halló nada que pudiera servirle, así que se dedicó a hojear los libros que tenía esparcidos por las estanterías que completaban la decoración. Junto a los libros de texto abundaban los de poesía y narrativa, sobre todo novelas de ciencia ficción; quizá soñara con otros tiempos y otros mundos, pero por mucho que uno huya siempre acaba encontrándose con el mismo mundo en la misma época, pensó con tristeza Artetxe. En un cajón de la mesa encontró una agenda y un álbum de fotos. Se guardó la agenda en un bolsillo, con la esperanza de que alguna de las direcciones allí apuntadas pudiera aportarle algún dato de interés. Después de hacer esto requisó dos instantáneas del álbum fotográfico; una de ellas era un primer plano de Begoña y la otra, una fotografía de un grupo en la playa, en la que podía vérsela junto a otros ocho amigos y amigas. Finalizada la inspección ocular dio aviso de que llamaran al primer miembro del servicio doméstico con quien tenía pensado hablar, Alicia Gómez, una joven de poco más de veinte años que oficiaba como doncella.

– Don Jaime me ha dicho que desea hablar conmigo -fue lo primero que dijo según entró en la habitación-. ¿Qué es lo que desea saber?

– Estoy buscando a Begoña, la hija de su patrón, en nombre de su novio, don Carlos Arróniz-. El cliente le había autorizado a usar su nombre, lo que facilitaba las gestiones, sobre todo con Alicia, que, según palabras del propio Arróniz, «simpatizaba» con su causa.

– ¡Pobre idiota! Todavía sigue enamorado de ella -comentó de un modo menos respetuoso de lo esperado.

– ¿Por qué dice eso?

– Bueno, no me corresponde a mí meterme en la vida privada de mis jefes -dijo con un brillo en los ojos que desmentía sus palabras y denotaba sus ganas de contarlo todo-, pero teniendo en cuenta que el propio don Jaime me ha recomendado que hable con usted, creo que estoy autorizada para expresarme con total sinceridad. Mire, no quiero que piense que es una crítica, ya que todo el mundo tiene derecho a hacer lo que quiera, pero la señorita es un auténtico conejo caliente, ¿me explico? Vamos, que le gusta montárselo con los tíos, lo cual no me parece mal, yo tampoco soy precisamente una puritana -añadió de una manera que parecía una clara invitación a comprobarlo-, pero creo que las cosas deben estar siempre claras y con don Carlos no lo estaban.

– ¿A qué se refiere?

– Le usaba. Le gustaba ir con él; supongo que así intentaba engañarnos, como si tuviera una especie de doble vida. Él, de todos modos, no sabía nada.

– En ese caso, parece evidente que no tenía intención de casarse con él.

– De eso nada, por supuesto que quería casarse. Por un lado, estar casada tendría para ella un aspecto positivo, sería la abnegada esposa y madre y tendría a alguien de quien colgarse del brazo cuando fuera a cierto tipo de fiestas y actos, ya sabe, la ópera y los festivales de baile, esa clase de cosas que le pirra a la gente rica. Además, para ella el cambio sería insignificante ya que seguiría haciendo su santa voluntad porque el matrimonio no le supondría ninguna barrera. Y por otra parte, disgustaría a su padre, que se opone a esa boda, lo que también la haría feliz.

– Por lo que me está diciendo, las relaciones entre padre e hija no son muy cordiales precisamente.

– Son francamente malas diría yo.

– ¿Y a qué se debe ese distanciamiento?

– No lo sé, esa situación ya existía cuando empecé a trabajar en esta casa, hace un par de años. Lo que sí he comprobado es que no han hecho nunca ningún intento por mejorarlas y da la impresión de que incluso intentan hacerse daño mutuamente.

– En ese caso, ¿por qué se opone su jefe a las relaciones de su hija con el señor Arróniz?

– Por lo mismo que le he dicho. Si don Jaime piensa que a su hija le gusta don Carlos, intentará desbaratar esa relación, y la señorita al contrario, como piensa que su padre se opone a su noviazgo, insiste en él.

– Si fuera así no tendría sentido que no se pusiera en contacto con su novio.

– Sobre eso no le puedo decir nada, quizá se hartó de todo y de todos -respondió encogiéndose de hombros.

– ¿Sabe si su padre ha hecho algo para encontrarla?

– Creo que no, pero no estoy segura.

– Entonces, ¿no sabe dónde se esconde?

– No tengo ni la más remota idea.

– ¿De verdad? De otras cosas parece muy enterada.

– No le estoy mintiendo -respondió con un mohín de enfado que sí parecía de mentiras-, usted me cae muy simpático y me gustaría ayudarle. Podríamos vernos más tarde.

– Sí, tal vez más tarde, pero ahora tengo que continuar con mi trabajo. ¿Le importaría avisar al matrimonio Gutiérrez? Me gustaría hablar con ellos.

– Ahora mismo, pero no se olvide de mí -le contestó Alicia entornando los ojos de una manera capaz de derretir el más sólido iceberg.

Cinco minutos después, Francisco y María Gutiérrez se encontraban junto a Artetxe en la habitación de Begoña. Ambos habían cruzado el límite de la sesentena y no lo ocultaban. Francisco Gutiérrez era un hombre achaparrado y robusto, calvo, aunque todavía le sobrevivían algunos pelos blancos, e iba vestido con un mono azul. Su esposa era una mujeruca de aspecto insignificante y pelo ya ceniciento, que parecía tremendamente asustadiza. Iba vestida con un traje casero que debió de ser viejo diez años atrás. Artetxe los invitó a sentarse, pero prefirieron permanecer de pie.

– Supongo que el señor González Caballer les habrá explicado lo que deseo de ustedes.

– Algo nos ha comentado, pero no mucho -respondió el marido, que parecía llevar la voz cantante.

– Soy detective -explicó Artetxe, que poco a poco había ido asimilando su nuevo estatus- y estoy investigando la desaparición de Begoña, la hija de su patrón, que me ha dado permiso para interrogarlos por si ustedes supieran algo sobre ese asunto.

María miró a su marido, como esperando que éste tomara la iniciativa para contestar, cosa que hizo frunciendo el ceño y con un gesto brusco en la cara que Artetxe no supo interpretar si era de hostilidad a su persona o se debía simplemente al modo de ser de su interlocutor.

– No sabemos nada, ¿por qué íbamos a saber algo? Sólo somos dos empleados, dos trabajadores; los asuntos personales de los patrones no nos interesan para nada -respondió chillando, como si pensara que cuanto más alto hablara mejor convencería a Artetxe de la veracidad de sus palabras.

– Entiendo -contestó sosegadamente Artetxe, intentando calmar la situación-, tan sólo había pensado que tal vez ella tenía confianza con alguno de ustedes o que quizá hubiera comentado algo sin importancia que pudiera darme una pista. En fin, ese tipo de cosas.

– Pues se ha equivocado. No sabemos nada de nada, ni queremos saberlo -apostilló, siempre con gesto hosco y agresivo.

– ¿Usted tampoco puede decirme nada, señora? -preguntó Artetxe a la mujer, pero fue el marido quien contestó de nuevo.

– Ella tampoco sabe nada, acabo de decírselo.

– De acuerdo, de acuerdo, pero por lo menos quizá tengan alguna sospecha sobre el motivo de su desaparición.

– Por qué va a ser, por lo que se van hoy en día todos los jóvenes de sus casas, porque son unos golfos y unos desagradecidos. Mucho vicio es lo que hay, eso es lo que pasa. La señorita Begoña, con todos los respetos, es una golfa. Es lo que le ocurre a toda esta gente de dinero, que no sabe qué hacer y se dedica a la golfería. Si tuvieran que trabajar para ganarse la vida seguramente actuarían de otro modo, o quizá no, esta juventud lleva la maldad en la sangre. Antes había un respeto por los padres, pero ahora todo se ha perdido. La gente joven quiere vivir sin trabajar, estar todo el día de juerga y así está España, que nos estamos yendo a la mierda. Eso es lo que pasa.

Artetxe, viendo que no iba a sacar nada en limpio, intentó aplacar el chaparrón verbal que le estaba viniendo encima. Le faltaba entrevistar a la cocinera, pero al no hallarse en ese momento en la residencia optó por despedirse. Sorprendentemente cuando ya se iba habló la mujer.

– Nosotros también tenemos una hija que desapareció -dijo con una voz increíblemente dulce-, pero nunca hemos tenido el dinero suficiente para contratar a un detective.

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