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Artetxe no esperaba recibir tan pronto la llamada de Pilar. Incluso al principio temió que ella quisiera repetir los juegos practicados el día en que se habían entrevistado en la mansión de La Bilbaína. Nunca le habían desagradado ese tipo de escarceos, pero en esos momentos estaba reconstruyendo su relación con Miren y no deseaba complicarse en exceso la vida.

– ¿Iñaki? Soy Pilar Larrabide. Supongo que no te habrás olvidado de mí, campeón. Yo te recuerdo a todas horas.

– Yo también, pero últimamente ando muy ocupado.

– ¡Qué suspicaz estás! ¿Tan mal te traté? Pero tranquilo, que no te llamo para lo que estás pensando. Al menos por ahora. Aunque estás muy ocupado, ¿podrías sacar un poquito de tiempo para visitar a mi prima Begoña?

– ¿Begoña? ¿Ha dado señales de vida?

– Me llamó ayer. Le expliqué la situación y que había hablado contigo y accedió a verte. Ya ves que yo también cumplo lo que prometo.

– Eres maravillosa, Pilar, totalmente maravillosa. ¿Cuándo podemos verla?

– ¿Tienes el coche disponible y puedes venir a recogerme ahora mismo?

– La respuesta a ambas preguntas es afirmativa.

– Entonces pasa a buscarme. Estoy sentada en el velador de una cafetería de la plaza Campuizano, en lndautxu. Supongo que sabrás llegar. No esperaba menos de ti. Hasta luego, ciao.

No tardó ni diez minutos en recogerla y a indicaciones suyas encarriló el coche hacia el barrio de San Ignacio.

– ¿Dónde habéis quedado? -preguntó.

– Tranquilo que yo te guío.

Pasaron San Ignacio y la curva de Elorrieta. Cuando enfilaban Lutxana, Pilar le dijo que fuera despacio, que era por allí. No parecía el lugar más idóneo para una joven como Begoña.

– Aquí es. El número coincide.

Artetxe aparcó el coche enfrente del portal que Pilar Larrabide había señalado y miró el edificio. Estaba totalmente en ruinas, las paredes con grietas y desconchones causados por la humedad, la desidia y la mala construcción. Era un edificio como muchos otros de ese barrio de Erandio, levantados a pocos metros de la ría en la época de auge industrial, cuando había que meter a los trabajadores llegados al calor de la industrialización en cualquier sitio, a ser posible no muy lejos de las fábricas. No parecía que nadie pudiera habitar allí. Se veían desde fuera cristales de las ventanas rotos e incluso ventanas sin cristales, pero también había otras en las que habían colgado ropa para secar. La puerta del portal estaba abierta y un rápido examen de la misma le indicó a Artetxe que la cerradura de la misma no funcionaba. En el interior del portal no se vislumbraba ningún rincón libre de mugre y unas brasas esparcidas delataban que la noche anterior se había encendido en su interior una hoguera.

– Éste es el sitio, estoy segura, pero no lo comprendo. Por lo que comentó, se supone que está viviendo aquí -dijo Pilar.

El edificio no tenía ascensor. En la tercera planta se detuvo y, señalando a mano izquierda, fue a llamar a la puerta. El timbre no funcionaba así que golpeó la aldaba que sobresalía del marco. Nadie respondió.

– ¿Estás segura de que es aquí? ¿No te habrás equivocado?

– Completamente. Me repitió tres veces la dirección, pero ahora tengo que admitir que no entiendo nada. ¿Cómo es posible que esté viviendo aquí pudiendo hacerlo en cualquier otro sitio?

– No lo sé, tendremos que preguntárselo si conseguimos hablar con ella. Parece que no está -dijo tras volver a aporrear la aldaba sin respuesta- pero quizá podamos entrar. Esta puerta no parece muy segura.

Al tiempo que decía esto último, Artetxe la iba empujando. Sin necesidad de utilizar ningún instrumento la puerta cedió y se abrió de par en par.

– Si está viviendo aquí no se ha molestado para nada en acondicionarlo -comentó Artetxe observando que la suciedad también era dueña del pasillo-. Entremos.

Había tres huecos en el lado derecho del pasillo y uno en el lado izquierdo, que a tenor de su tamaño debía de ser el salón, aunque estaba completamente vacío, sin mueble alguno, ni siquiera una silla. A la derecha, en la primera puerta había una cocina que parecía no haber sido usada desde los tiempos en que Franco era cabo. La segunda era una habitación en la que se veía un camastro con las sábanas revueltas y una butaca sobre la que había amontonada una pila de ropa. En el suelo, debajo de la butaca, podía verse un desvencijado tocadiscos en el que estaba girando un disco al parecer rayado, ya que emitía un chirriante sonido. Artetxe movió la aguja y sonó una vieja canción de amor en la voz de Los Cinco Bilbaínos:

«Lejos de aquel instante

lejos de aquel lugar

el corazón amante

siento resucitar.

Vuelve tu imagen bella

en mi memoria a ser

como un fulgor de estrellas

muerto al amanecer.

Maite, yo no te olvido

y nunca nunca te he de olvidar

aunque de mí te alejes

leguas de tierra, de tierra y mar.

Maite, si un día sabes

que muero ausente de tu querer

del sueño de la muerte

para adorarte

despertaré».

Artetxe se sorprendió al escuchar la canción. No se hubiera imaginado a Begoña oyéndola.

¿Cuál sería su instante lejano, su amor capaz de hacerla resucitar? ¿Por qué se había refugiado allí para escuchar tristes canciones de amor? Apagó el tocadiscos y salió de la habitación.

La tercera era un pequeño retrete. En la taza había una mujer sentada, con los ojos totalmente vidriosos abiertos en vacua expresión. En la muñeca derecha tenía colocada una goma y a sus pies había una jeringuilla. Pilar lanzó un grito que retumbó en el silencio de la casa. Artetxe se acercó a la mujer y le buscó el pulso. Al tocarla cayó al suelo como si de un pesado fardo se tratara.

– ¿Es ella? -preguntó, aunque sabía la respuesta. Begoña estaba ya lejos de todo instante y lugar, y ningún fulgor de estrellas ni ningún corazón amante conseguirían que resucitara.

Pilar respondió que sí agitando varias veces la cabeza. Luego, con voz entrecortada, preguntó:

– ¿Está muerta?

– Sí, está muerta. Me temo que hemos llegado tarde.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -volvió a preguntar.

– Habrá que llamar a la policía.

– ¿La policía? ¿No podemos quedamos al margen de todo?

– No digas insensateces -respondió Artetxe, malhumorado-. A mí tampoco me agrada enfrentarme a ellos en esta situación, pero no nos queda más remedio. Antes o después alguien más hallará el cadáver y empezarán a investigar. No les será difícil averiguar quién era y que se la estaba buscando. Además, mi coche está ahí fuera aparcado y, aunque no nos hemos cruzado con nadie, estoy seguro de que más de uno y de dos vecinos nos han visto y podrían describimos e identificamos, así que más nos vale cumplir como buenos ciudadanos y llamar al 091.

En la casa no había teléfono, por lo que fueron a llamar desde un bar cercano. Quince minutos después se acercaron un furgón de la Policía Nacional al mando de un cabo y un vehículo camuflado con dos inspectores, Manuel Rojas y un compañero suyo apellidado Merino.

– Inspectores Merino y Rojas. ¿Son ustedes los que nos han llamado? -dijo Merino nada más bajar del coche.

– En efecto, hemos sido nosotros -dijo Artetxe.

– ¿Dónde está el cadáver?

– Aquí al lado -contestó Artetxe señalando el portal más próximo al bar-, en el tercero izquierda. Tendrán que subir andando, porque no hay ascensor.

– Nunca nos han asustado las escaleras -respondió abruptamente Merino, para añadir-: ¿A qué se ha debido el hallazgo?

– La muerta es prima mía, veníamos a visitada -respondió Pilar tomando por primera vez la palabra.

– ¿Y usted? -se dirigió Merino a Artetxe-, ¿también es familiar de la difunta?

– En realidad no, podría decirse que soy un conocido de la familia.

Mientras el inspector Merino los interrogaba, habían subido hasta la vivienda. Una vez en ella los dos policías inspeccionaron la casa y el cadáver. Cuando hubieron escudriñado todos los rincones, el inspector Merino, que tácitamente había asumido el mando, lanzó al aire un comentario aparentemente inocente.

– Para ser familiar suya -dijo mirando a Pilar-, no parece que tuvieran el mismo nivel de vida. No me la imagino a usted viviendo en este tugurio.

– Era de la rama pobre de la familia -respondió cándidamente Pilar.

– Más vale que no me tomen el pelo -voceó el inspector Merino-, no hace falta ser muy sagaz para comprobar que éste no era el ambiente habitual de su prima.

– Y no lo era, señor inspector -dijo Artetxe. Sabía que tardarían poco tiempo en averiguar todo sobre ambos y prefirió sincerarse, ya que enfrentarse a los policías no le traería más que complicaciones-. Es cierto que la señorita es prima de la fallecida, pero no estábamos aquí simplemente de visita. Estábamos buscándola ya que había desaparecido de su casa.

– Entiendo, ¿se había denunciado la desaparición?

– No, ya que era mayor de edad y todo el mundo pensaba que se había escapado voluntariamente.

– ¿Y usted qué pinta en todo esto?, ¿es detective?

– No, un conocido del novio que me pidió que le echara una mano, nada más que eso.

– Su historia suena falsa.

– Lamento que se lo parezca, pero es la verdad.

– Así es -añadió, entusiasta, Pilar.

– Bueno, ya tendremos la oportunidad de comprobado en Jefatura -replicó, enigmático, Merino-; ahora me gustaría saber cómo han entrado.

– La puerta estaba abierta.

– Abierta o rota.

– Nosotros no la hemos roto. De hecho, habíamos sido citados por la difunta, por eso nos habíamos acercado hasta aquí.

– No habrán tocado nada, supongo.

– Nada de nada. Tan sólo hice lo imprescindible para comprobar si vivía todavía o estaba muerta.

– Bien, bien -contestó, ceñudo, Merino. Luego, dirigiéndose a Rojas, añadió-. ¿Están avisados el Juzgado de Guardia y el Gabinete de Identificación?

– Vendrán en cualquier momento -dijo Rojas.

– En ese caso, que se queden a esperarlos el cabo y los números, y volvamos nosotros a Jefatura. Me temo que hay algunas partes de su historia que necesitan aclararse -añadió mirando a sus dos testigos-, así que espero que no pongan ningún impedimento y nos acompañen voluntariamente a Jefatura para efectuar las oportunas diligencias.

– Estamos a su disposición -dijo Artetxe, sabiendo que de nada serviría oponerse a la amable invitación.

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