Cuando Iñaki Artetxe salió de la cárcel no hubo periodistas ni grandes recibimientos; apenas un puñado de familiares y amigos se habían concentrado en las inmediaciones de la prisión de Basauri para esperarle, pero él lo prefería así. Cinco años antes su detención había tenido más publicidad de la deseada. En aquella época era miembro de la Ertzaintza, la policía autonómica vasca, y una noche un antiguo amigo de su cuadrilla apareció por su domicilio rogándole que le diera refugio, ya que la Guardia Civil le perseguía al considerarle cómplice de un atentado efectuado en la provincia vecina de Cantabria. En la lucha que Artetxe sostuvo en su interior, entre el policía y el amigo triunfó el segundo y le dio asilo por aquella noche, no sin advertirle de que era la primera y última vez que lo hacía. Tres días más tarde su antiguo amigo era detenido tras una persecución desencadenada al atentar contra el retén del Cuerpo Nacional de Policía que custodiaba la comisaría de San Ignacio. De repente el ertzaina se convirtió en colaborador del terrorismo y huésped forzoso de las prisiones españolas.
Habían transcurrido cinco años y por fin estaba libre. Cinco años duros y difíciles, no tanto por el hecho de estar encarcelado, ya duro de por sí, sino por la leyenda que en los primeros momentos se tejió en torno a él. Considerado de los suyos por los sectores radicales y demonizado por el resto, poco a poco se fue desmarcando de ambos sambenitos. Era, tan sólo, un pobre estúpido al que un equivocado sentido de la amistad le había metido en un buen lío. Cuando esta idea fue calando en la opinión pública, dejó de ser noticia y por fin le llegó la tranquilidad. No se le podía considerar ni un activista, puesto que nunca militó en ETA, ni un reinsertado o arrepentido, por la misma razón. Por eso, cuando se acogió a los beneficios penitenciarios que la ley otorga a los presos, ni los unos le llamaron traidor ni los otros le pusieron como ejemplo. Por fin había conseguido el anonimato, de ahí que su salida no tuviera la más mínima publicidad.
Muchas veces había pensado en cómo sería el momento de su salida, qué sensaciones sentiría, cómo reaccionaría, y ahora estaba allí, abrazando y besando a su llorosa madre y saludando al resto de los familiares que habían acudido. No se diferenciaba en mucho de las veces que había regresado de un largo viaje, salvo por las lágrimas de su madre y la ausencia de regalos. Supuso que eso no era más que el impacto del momento; cuando transcurriera un tiempo se daría cuenta mejor de cuál era su nueva situación. El único que se mantenía totalmente consciente de lo que sucedía, tal vez por haberlo vivido más veces, era su abogado. Fue él quien le hizo la pregunta decisiva.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Aún no lo sé -respondió Artetxe-. De momento ir a comer con la familia y luego descansar. Todavía no tengo nada claro qué es lo que voy a hacer en el futuro.
– Si no te viene mal, pásate mañana por mi despacho, a eso de las siete de la tarde. Tal vez podamos hablar más a fondo de ese asunto.
Iñaki Artetxe miró a su abogado, intentando profundizar en su interior. Era un buen letrado, famoso como penalista y profesor de la Universidad de Deusto. Con él se había portado muy bien, así que decidió que no tenía nada que perder si conversaban un rato sobre algo tan etéreo como su futuro.
– No hay ningún inconveniente, allí estaré -dijo.
Una de las cualidades que más valoraba Artetxe en su abogado era la puntualidad. Le había citado a las siete en su despacho y a las siete le recibió en el bufete que compartía con cinco letrados más, cada uno de ellos puntero en su especialidad. Al abogado no le gustaba perder el tiempo, se lo había demostrado más de una vez, así que sin perderse en preámbulos, nada más tenerle sentado enfrente volvió a proferir la pregunta que le había hecho cuando salió de la cárcel.
– ¿Has pensado ya a qué te vas a dedicar en el futuro?
– Todavía no -respondió Artetxe-. Me rondan algunas ideas en la cabeza, pero nada concreto por ahora. Necesito tiempo para acostumbrarme a la libertad y, sobre todo, para asimilar que nada volverá a ser como antes. Tenía un buen trabajo pero lo perdí. Supongo que no me va a quedar más remedio que buscar algo, no voy a estar comiendo de mis padres toda la vida, pero tengo un dinero ahorrado y lo que más quiero en estos momentos es descansar. No sé cuánto, una semana, quince días, tal vez un mes, no creo que mucho más, pero necesito descansar.
– Es una época difícil laboralmente. Encontrar trabajo no es nada sencillo -contestó el abogado.
– Lo sé, pero tengo confianza en que me salga algo, y en caso contrario, ya tendré tiempo de deprimirme.
– ¿Te gustaba tu trabajo?
– ¿Cuál, el de ertzaina?
– Sí, a eso me refería.
– Sí, me gustaba. Tenía sus inconvenientes, pero si lo pienso detenidamente no me queda más remedio que reconocer que me gustaba; de todos modos, no sirve de nada pensar en ello; una de las condenas que recibí en la sentencia fue precisamente la de inhabilitación, así que no merece la pena pensar en lo que pudo haber sido y no fue.
– Lo sé, pero no quería hablarte de la posibilidad de que reingreses en la Ertzaintza, sino de que puedas utilizar de otra manera lo que aprendiste trabajando como policía.
– No entiendo.
– Me refiero a la posibilidad de que trabajes como detective, o investigador privado, si te gusta más esta palabra.
– ¿Trabajar como detective? La verdad es que si lo pienso a fondo la idea me atrae, pero no lo veo factible. No creo que me den nunca la licencia necesaria.
– Escúchame con atención. Sobre la cuestión de la licencia no hay nada que hacer por ahora, aunque no descarto que eso cambie en un futuro no muy lejano, pero te aseguro que no tiene gran importancia. Mira, este bufete se ocupa de un gran número de asuntos no sólo penales, sino civiles, mercantiles y laborales, y a menudo necesitamos recurrir a investigadores privados. ¿Te interesaría trabajar para nosotros?
– No lo entiendo, estoy seguro de que pueden pagar a las mejores agencias de detectives del país. ¿Qué tengo yo que pueda interesarles?
– Experiencia como policía e independencia. Antes has dicho que no posees licencia, y tienes razón, pero eso es un punto a tu favor. Los detectives con licencia suelen andar con miedo a perderla, cosa que no ocurre con los indocumentados.
– Suena como si me estuviera ofreciendo que me haga cargo de los asuntos sucios del bufete.
– No necesariamente, aunque entiendo tus suspicacias; quizá me haya explicado mal. Escucha, cuando te digo que trabajes para nosotros no te estoy ofreciendo un contrato laboral y una nómina, te estoy preguntando si estás dispuesto a aceptar los encargos que te hagamos, tanto directamente como en nombre de nuestros clientes. Se te pagaría por encargo efectuado y no tendrías una relación de dependencia directa en ningún caso. Ya te he dicho que no estarías en nómina, pero puedo asegurarte que tus ingresos serían continuos y generosos.
– Por lo que me está diciendo debo suponer que trabajaría sin red.
– Oficialmente no tendrás nada que ver con nosotros, pero extraoficialmente te apoyaríamos, si fuese necesario, con toda nuestra influencia, y tú ya sabes que éste es uno de los bufetes más importantes de Bilbao. ¿Qué me dices?
– ¿Cuánto tiempo tengo para decidirme?
– No hay tiempo, tengo a un posible cliente esperando en el despacho de al lado si decides aceptar nuestra oferta.
– ¿Significa eso que tengo que aceptar todos los trabajos que se me ofrezcan?
– No necesariamente. Algunos sí, algunos tendrías que aceptarlos sin poner ninguna pega, aquellos que sean de interés directo para el bufete, pero los demás, aquellos en los que actuamos como meros intermediarios de clientes que necesitan un detective para algún asunto personal, ésos eres libre de rechazarlos. Concretamente, el cliente del que te he hablado te necesita para un asunto personal, pero te recomiendo que aceptes. Te pagará bien y empezará de algún modo tu colaboración con nosotros. Tú decides.
– En los largos ratos que pasaba a solas en mi celda nunca pensé que acabaría trabajando como detective, pero qué demonios, he hecho tantas cosas que nunca creí que haría, que por probar una más no va a pasar nada. Hablaré con su cliente.
El abogado le acompañó hasta una espaciosa sala de reuniones donde los esperaba, sentado junto a la cabecera de una mesa tallada en roble capaz de albergar un cónclave cardenalicio y hojeando con cara de aburrimiento un periódico de color salmón, el cliente del que le había hablado.
– Carlos -dijo el abogado nada más llegar-, éste es Iñaki Artetxe, el hombre del que te he hablado. Iñaki, Carlos Arróniz, cliente y amigo, y confío en que, dentro de poco, también cliente tuyo. Bueno, os dejo para que podáis hablar con más tranquilidad. Si queréis algo no tenéis más que llamar por ese timbre -dijo señalando uno que se encontraba disimulado junto al interruptor de la luz- e inmediatamente acudirá uno de los empleados para atenderos.
Cuando se quedaron a solas, Artetxe escudriñó durante unos segundos al hombre que acababa de estrecharle la mano. Al principio había esperado encontrarse con otro tipo de persona, por eso se sorprendió al verle. Sin ser un chiquillo, Carlos Arróniz era un hombre joven. Artetxe no le echaba más allá de treinta años. Debe de ser uno de esos, ¿cómo se llaman?, ah, sí, yuppies, pensó, aunque después de cinco años quizá esa palabra no estuviera ya de moda. Sí, tenía un aspecto juvenil, e incluso mientras le invitaba a tomar asiento en una cómoda silla que había junto a la mesa sonrió de un modo que le hacía parecer un veinteañero. Debe de ser el squash, pensó de nuevo Artetxe. Tendré que hacer caso a mi hermano Andoni y empezar a jugar también. Según parece, obra milagros.
– ¿Señor Artetxe? Encantado de conocerle. El señor Uribe me ha hablado muy bien de usted.
– Gracias, pero supongo que si le ha hablado de mí le habrá contado el motivo de que nos conociéramos. Fue mi abogado en el proceso que tuve por colaboración con banda armada y mientras he estado ingresado en prisión. Precisamente ayer mismo quedé en libertad.
– Lo sé, y no niego que me desconcertó al principio, pero el bufete del señor Uribe nos lleva representando, tanto a mi empresa como a mí personalmente, desde hace muchos años y confío en su buen criterio, así que cuando me dijo que usted era el hombre indicado no dudé ni un segundo en pedirle que concertara una cita.