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Después de comprobar que la fábrica había quedado totalmente destruida, Tomás Zubía y sus dos acólitos regresaron en busca del tercer miembro del comando carlista y de las mujeres. Al llegar encontraron a su compañero sentado en una butaca del salón con una botella de vino en la mano y una pistola en la otra, completamente borracho y en calzoncillos.

– ¿Dónde están las mujeres? -gritó Zubía.

El hombre al que se le había hecho esa pregunta no contestó, se limitó a hacer un gesto ambiguo con los hombros. Zubía recorrió el piso y en una de las habitaciones las encontró tumbadas sobre la cama. Estaban desnudas y muertas, con evidentes señales de asfixia. Sobreponiéndose a las náuseas que le entraron se acercó a ellas y las examinó más detenidamente. Habían sido violadas antes de morir.

Eso no había entrado en sus cálculos ni tampoco, debo admitirlo, en los de quienes, desde Washington, dirigíamos la operación. Tu antiguo jefe me confesó que estaba dispuesto a matar al profesor por necesidades de la guerra y quizá, nunca supo cuál hubiera sido su reacción en caso necesario, tanto a su hija como a su nieta, pero aquello, aquello era lo más abyecto que había visto nunca, y eso que desde 1936 no había hecho más que participar en las dos guerras. Lleno de furia regresó al salón y se encaró con el autor de aquel crimen.

– Hijo de puta, cabrón, ¿qué es lo que has hecho? Te voy a matar con mis propias manos -exclamó totalmente excitado.

– Fue un accidente, intentaron escapar y al impedírselo se me escapó la situación de las manos -gimoteó en su defensa el pervertido.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el profesor, que al ver la reacción de Zubía y escuchar las palabras del guardián de su hija y de su nieta se había empezado a poner histérico-. Me prometieron que no se les iba a hacer daño, ¿qué es lo que ha pasado?

Al no obtener respuesta intentó zafarse de sus captores, pero cuando estaba junto a la puerta del salón un disparo seco retumbó por toda la estancia mientras caía al suelo, con un boquete abierto en el centro de la espalda por el que se deslizaba aparatosamente la sangre. Tomás Zubía miró y observó cómo el hombre que había dejado para que custodiara a las mujeres tenía su pistola humeante.

En su excitación no se había dado cuenta de que el hijo de puta, no merece otro calificativo aunque a mi educación bostoniana le repugne usar esa palabra, todavía empuñaba su arma. Los otros dos componentes del comando miraron extrañados a Zubía, ya que desconocían lo que había ocurrido, pero comprendían que algo no funcionaba bien.

– Hay que acabar con él -gritó Zubía, y en ese momento empezó el tiroteo.

Tu antiguo jefe nunca se explicó el motivo de su buena suerte, pero fue el único que salió indemne. Los carlistas leales estaban abatidos con inequívocas señales de haber sido acertados en puntos vitales. El violador de las belgas estaba también caído en el suelo, aullando lastimeramente, señal inequívoca de que estaba herido. Zubía, por el contrario, no tenía ni el más leve rasguño. Se acercó para rematar al violador, cuando oyó las sirenas de un coche policial. Abandonando sus ideas de venganza, escapó como pudo y se refugió en la Embajada. Tres semanas después salió rumbo a Washington y se olvidó -es un modo de hablar, ya que esas cosas nunca se olvidan- de su aventura. Una bonita medalla y una sustanciosa recompensa en metálico, así como entrar definitivamente a formar parte de nuestros servicios fueron su recompensa. Desde entonces y hasta que se jubiló, nunca regresó, ni siquiera como turista, a España.

Goldsmith observó cómo el director de la Fundación Guggenheim se retiraba para hablar más íntimamente con el presidente de la comunidad y otras dos personas de las cuales desconocía el nombre. Tras esa retirada sólo quedaban dos personas para atender a las autoridades y personalidades locales, Cameron DeFargo y el otro americano que acompañaba al patrón de la fundación. Goldsmith se olvidó del tercer americano y fijó su atención exclusivamente en el viejo aristócrata, que, incansablemente, saludaba a unos y otros con una facilidad y naturalidad hijas del hábito. Había estrechado la mano de alrededor de una decena de personas cuando se quitó las gafas y las guardó en su chaqueta. Después de hacer esto saludó a otro de los invitados, con el que estuvo hablando durante cinco minutos y del que se despidió cordialmente. Nada más darle la espalda volvió a sacar las gafas del bolsillo interior de la chaqueta y se las colocó sobre la nariz. Goldsmith apuntó con mano firme y apretó el gatillo. La persona que hacía escasos segundos había estado hablando con DeFargo murió en el mismo instante en que la bala salida del fusil de Goldsmith le penetró por la frente. Pese a la distancia, no había ninguna duda de que había fallecido, así que Goldsmith volvió al interior de la vivienda, donde desmontó y guardó el fusil. Sabía que nadie le molestaría por eso; con toda la tranquilidad del mundo, se sirvió un whisky de la botella que le había regalado DeFargo en su primera entrevista. Comprobó con tristeza que le quedaba muy poco. «Tendré que pedirle otra botella», pensó mientras recordaba el final de la conversación que habían sostenido en el coche.

Tomás Zubía, le había contado DeFargo, acabó por olvidarse del carlista felón, o muy pocas veces pensó en él. Siempre supuso que, o bien había muerto desangrado como consecuencia de las heridas sufridas en el tiroteo, o bien la policía española, con la inestimable ayuda de la alemana, le habría ajustado, y de qué modo, las cuentas. Poco a poco desapareció de su memoria hasta que alguien dejó sobre su mesa el informe de la DEA referente al tráfico de drogas en su tierra natal, y pudo leer, con sorpresa y horror, que aquel bastardo todavía vivía, y no sólo eso, sino que era el jefe máximo de la red detectada por nuestros colegas de la Agencia Antinarcóticos. Por eso, al jubilarse, decidió regresar a Bilbao para cerrar definitivamente lo que durante muchos años había pensado que era un caso ya archivado en los más recónditos recovecos de su memoria. Desgraciadamente, subestimó a su adversario con las fatales consecuencias que ya conocemos. Nunca debió haber despreciado a alguien capaz de escabullirse, estando herido, de la policía política franquista y de las SS, alguien capaz de llegar a controlar el mayor movimiento de drogas en todo el norte de España sin dejar apenas rastro de su posición, alguien capaz de levantar un imperio económico que había estado en ruinas, manipulando a la gente y consiguiendo, de hecho, el control de las empresas que aparentemente su familia había cedido a su cuñado, el hombre del que todos pensarían, al conocer su historial, que era el auténtico responsable de sus actos delictivos, como así ocurrió cuando, siguiendo órdenes suyas, los hombres que tenía a su servicio le asesinaron. No, nunca debió subestimar a don Jesús Larrabide, cuñado, dueño y en última instancia asesino del infeliz Jaime González Caballero. Jesús Larrabide, que de carlista opositor a Franco pasó a violador de mujeres belgas, gran empresario y, por último, jefe de la más importante organización dedicada al narcotráfico en este país. Un hombre intachable, apreciado y querido por todo el mundo. Seguramente su muerte producirá una fuerte conmoción en todos los ámbitos. Querido James, añadió, cuento contigo para que pasado mañana, mientras se ponga la primera piedra del nuevo museo que la fundación va a instalar en esta ciudad, el caso se cierre, y esta vez sin duda alguna, definitivamente.

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