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El siguiente punto era, en principio, más fácil. Tenían que introducirse en la habitación y secuestrar a De Schoenmaker y familia. Aunque seguramente el profesor le hubiera abierto voluntariamente la puerta a Zubía, decidieron entrar a la fuerza, imbuidos por la excitación del momento. La entrada, derribando la puerta y con las armas en la mano, debió de ser espectacular y, sobre todo, paralizante. Sus ocupantes, que estaban durmiendo se despertaron instantáneamente aunque sin capacidad de reacción.

– ¿Qué es lo que pretende, herr De lthurbide? -le preguntó el belga con gran serenidad de ánimo. No dijo eso tan socorrido de ¿qué es esto?, ya que saltaba a la vista, sino que quería saber exactamente cuáles eran sus pretensiones. Era un hombre valiente ese nazi.

Antes de contestar, Tomás Zubía ordenó a sus acompañantes que encerraran en una de las habitaciones de la suite a la hija y la nieta del belga, así como a la criada que los acompañaba. Cuando estuvieron los dos solos contestó a su pregunta.

– Sé a qué se dedica usted, profesor, y pretendo destruir su obra. Pero para eso necesitaré su ayuda.

– No sé de qué me está usted hablando. Creo que se ha vuelto loco.

– Para su desgracia, profesor, no me he vuelto loco, sino que estoy terriblemente lúcido. y muy bien informado además. Que es usted simpatizante de Hitler no me lo puede discutir.

– Lo mismo que usted -le interrumpió indignado.

– Sí, bueno, lo admitiré por el momento, ya que no tengo ninguna intención de explicarle mis ideas políticas. Mire, profesor, para que vea que sé de qué estoy hablando, no sólo es usted un fiel admirador del Führer, sino que está trabajando en un proyecto ultrasecreto para conseguir desarrollar una bomba basada en la fusión o fisión, lamento mi ignorancia técnica, del uranio. Esa fábrica se encuentra ubicada aquí, en España, presumiblemente no muy lejos de Madrid, incluso me atrevería a decir que en la provincia de Guadalajara, aunque de eso no estoy muy seguro, ya ve que soy sincero. Y para seguir siendo sincero, voy a contestar a su pregunta de nuevo. Pretendo destruir la fábrica en la que se está construyendo la bomba.

– Quizá esté usted bien informado, es posible, pero lo que sí está con toda seguridad es rematadamente loco. En el hipotético caso de que esa fábrica existiera, ¿cree usted que sería tan sencillo destruirla?

– Por supuesto que no; estoy algo loco para hacer lo que hago, pero no tanto como usted supone. Sin embargo, ése es un asunto que no me preocupa porque no voy a ser yo quien destruya la fábrica, sino usted mismo en persona.

– ¿Yo en persona? Nunca jamás; podrá matarme si quiere, pero jamás traicionaré la confianza que el Führer me ha otorgado.

– No se preocupe por eso, no tengo intención de matarle, me es usted más útil vivo que muerto, pero, por el contrario, su hija y su nieta no poseen ninguna utilidad para mí. Bueno, ninguna, ninguna, no es del todo cierto, creo que me pueden servir para algo: para ajustarle a usted las clavijas, por ejemplo.

– ¿Qué está insinuando con eso? -preguntó con un estremecimiento.

– ¿Insinuar, herr profesor? Yo no insinúo nada. Le digo claramente que si no colabora, tanto su hija como su nieta morirán. En sus manos está, por lo tanto, la vida o la muerte de sus familiares más directos.

Debo añadir, James, que cuando Zubía me contó esta parte de su conversación todavía temblaba el hombre. Tener que proferir esas amenazas parecía algo superior a sus fuerzas. Sin embargo, lo hizo y pasó la prueba con éxito, pero puedo asegurarte que nunca lo olvidó. Incluso mucho más tarde, cuando por desgracia se había habituado a ciertas actitudes, la rememoración de aquella conversación le producía escalofríos.

– Es usted un canalla y un mal nacido -le contestó el profesor después de escuchar sus amenazas.

– Bueno, no me pienso enfadar por esas palabras, aunque lo que están haciendo ustedes no es precisamente de bien nacidos, pero sintiéndolo mucho no hay tiempo para charlar, así que decídase pronto: o colabora o mataremos primero a su hija y luego a su nieta, a no ser que usted prefiera invertir el orden.

– No hará lo que me está diciendo -bramó el científico.

– Mire, no tengo mucho tiempo. ¿A quién ejecutamos primero?

– A nadie. No se atreverá a cumplir su amenaza -intentó rebatirle, con los ojos inyectados de furia.

– No entiendo su actitud -contestó suavemente Zubía, percatándose de que el tono sosegado que estaba utilizando le ponía mucho más nervioso que si estuviera dando grandes voces-. Tengo que confesarle una cosa: no soy mexicano, soy vasco, y a los vascos siempre nos han gustado las apuestas. No es raro que cuando dos paisanos míos se juntan, apuesten sobre cualquier cosa: quién levanta más veces una piedra pesada, qué buey arrastrará más lejos la misma piedra, qué equipo de fútbol ganará el partido del próximo domingo, o si la próxima chica que va a cruzar la calle es rubia o morena. Las posibilidades, como verá, son inmensas, y lo que se pone en juego también. Lo mismo puede tratarse de unos pocos céntimos que de la propia casa. Con esto que le estoy diciendo no pretendo darle una lección de etnografía vasca, sino decirle que a mí también me gusta apostar y si ahora mismo usted está pensando que las amenazas que le he hecho no son más que una apuesta, tiene razón, pero el premio es la vida de sus seres queridos. Usted también tiene que apostar. Si se niega a proporcionarme lo que le pido y yo voy de farol, ha ganado usted, pero ¿y si voy totalmente en serio? En ese caso la pérdida de su apuesta conlleva la simultánea pérdida de la vida de sus seres queridos. Usted decide, y rápido, porque no tenemos tiempo.

– Es una apuesta fuerte. La más fuerte de mi vida.

– Lo es.

– Está bien, gana usted. ¿Cómo lo hacemos?

Goldsmith abandonó en una esquina de la terraza el catalejo con el que había estado oteando la muchedumbre congregada en el solar del futuro museo y entró en el interior de la vivienda. Al cabo de pocos instantes volvió a salir con un fusil de último modelo que había recibido tres días antes a través de la valija diplomática. Acercó el ojo derecho a la mira telescópica del arma y comprobó con satisfacción que podía ver cualquier objeto o persona con la misma nitidez con la que podía ver sus propios zapatos. Acarició suavemente el gatillo e indolentemente, a modo de entretenimiento, fue apuntando a algunos de los asistentes a la inauguración. Durante unos segundos tuvo en su punto de mira la cabeza de un hombre con gafas que era el presidente de aquella comunidad, un poco más tarde estaba en posición de partir en dos el bigote del alcalde de la ciudad y así, poco a poco, fue haciendo un repaso de los asistentes.

Las horas que siguieron fueron las más intensas de su vida, me confesó posteriormente Zubía. Lo primero que hicieron él y sus hombres fue ir a un piso franco que teníamos a las afueras de Madrid. Ahí dejó a uno de los tres carlistas enemigos del nacionalsocialismo custodiando a las belgas. Luego, de otro piso clandestino, recogieron una cantidad de explosivos suficiente como para llevarse por delante medio Madrid. Por último, con los explosivos y el profesor, los tres componentes del grupo que quedaban pusieron rumbo hacia la fábrica, siguiendo las indicaciones del rehén.

Como ya había supuesto la Agencia, la fábrica estaba no muy lejos de la capital de España, en un villorrio de Guadalajara. Era una pequeña fábríca dedicada a la producción galletera, que aún funcionaba como tal, en la que se había habilitado uno de sus sótanos, de considerable extensión, para las necesidades del profesor y sus ayudantes. Pasar de lo que era estrictamente la galletera al laboratorio, me dijo Zubía, era como pasar de un mundo a otro totalmente diferente. Frente a la precariedad y obsolescencia de la maquinaria utilizada para la producción alimentaría, la limpieza, orden y modernidad de los elementos usados por los servidores del III Reich era casi obscena.

La seguridad estaba asignada a efectivos españoles de la Guardia Civil, ya que un exceso de personal germánico en ese villorrio hubiera levantado sospechas no deseadas por los jefes del coronel Vonderschmidt. Gracias a su falsa personalidad policial y a que estaban acostumbrados a acatar las órdenes de Ronald De Schoenmaker, los dejaron entrar sin problemas y andar por el interior como si fueran sus legítimos propietarios. Con un elaborado pretexto, el belga hizo que los guardias que estaban de turno se alejaran y pudieron quedarse absolutamente solos, dueños totales de la fábrica y lo que contenía.

De Schoenmaker fue indicando los puntos más vulnerables del recinto, y Zubía y sus hombres los adornaron con los explosivos que habían llevado para ello. Asimismo regaron el recinto con gasolina, una gasolina que en esos tiempos de escasez y racionamiento se pagaba como oro en el mercado negro, pero de la que la Embajada les había abastecido abundantemente.

Al salir fueron dejando un extenso rastro de pólvora con la misma alegría con la que Pulgarcito lo dejaba de pan, y un puro a medio fumar -que Zubía casi consumió con sólo dos caladas- puso en funcionamiento todo el invento. La fábrica y su contenido ardieron como el mismísimo infierno, pero no se quedaron a ver el espectáculo. Como alma que lleva el diablo subieron de nuevo al coche y se dirigieron a Madrid antes de que se diera el aviso de lo ocurrido y se establecieran controles y patrullas en la carretera.

Entonces no lo sospechábamos, por desconocimiento, pero me temo que aquella acción, de la que yo soy tan responsable como el propio Zubía, tuvo que dejar tras de sí un ambiente de contaminación peligrosísimo y que la salud de los moradores del villorrio y cercanías se resentiría gravemente. Ya sabes: muertes, malformaciones en recién nacidos y horrores por el estilo. Ésa es al menos mi opinión, aunque, si te soy sincero, nunca me ha preocupado lo suficiente como para moverme a investigar la situación en que quedó el pueblucho.

Desde su atalaya, Goldsmith observó la llegada del director de la Fundación Guggenheim. Junto a él descendieron de su vehículo dos personas más. Una de ellas era Cameron DeFargo. Sin apenas pérdida de tiempo, la gran mayoría de los personajes que pululaban por el solar se acercaron al patrón, intentando hacerse una fotografía con él, aunque fueron pocos, en palabras bíblicas, los escogidos. Goldsmith observó cómo Cameron DeFargo y Thomas Krens posaban en primer lugar junto al presidente de la comunidad y el de la diputación, para cumplimentar posteriormente a otros prohombres. Aunque había estado a punto desde el mismo momento en que había agarrado el fusil, la llegada de sus compatriotas le obligó a estar aún más atento. La solución del caso, como le dijera DeFargo en el trayecto del aeropuerto al hotel, estaba próxima, muy próxima.

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