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La primera medida que tomó Artetxe para intentar localizar a Héctor fue pasarle el dato al inspector Rojas para ver qué podía averiguar éste a través del Grupo de Extranjeros de la Jefatura Superior, pero no se consiguió nada.

– Hay más de un Héctor sudamericano e incluso un filipino -les comentó Roberto Salcedo, compañero de Rojas e inspector-jefe del Grupo de Extranjeros-, pero ninguno encaja en el perfil que buscamos. Eso no significa que no exista, sino que en una primera búsqueda no hemos podido encontrarlo. Puede ser que Héctor no sea un nombre, sino un alias que no tengamos recogido. Otra posibilidad que intentaré investigar, aunque tardaré en sacar algo en claro porque requiere mucha discreción, es que efectivamente el tal Héctor sea capitán, bien de algún ejército o de algún cuerpo policial latinoamericano que, tras la caída de alguna dictadura, haya decidido refugiarse en España. En ese caso, aparte de que por nuestras autoridades hay más tolerancia que ante otros refugiados, podrían no estar inscritos en nuestros archivos ya que, seguramente, contarán con una auténtica falsa documentación.

– ¿Una auténtica falsa documentación? -preguntó Artetxe.

– Creía que tu amigo no era ningún pipiolo -dijo Salcedo mirando a Manuel Rojas. Luego, sonriendo hacia donde estaba Artetxe añadió-: ¿No te imaginas qué es eso?

– Supongo que sí. Documentación expedida con todos los requisitos legales por quien tiene la capacidad de hacerla, pero con los datos de filiación falsos.

– ¡Bingo! -exclamó Salceda-. Has dado en el clavo. Si ése es el caso, y el enfado del tal Héctor al ser llamado capitán es un indicio a favor, la cosa está jodida. Procuraré investigarlo, pero no os prometo resultados a corto plazo.

A Artetxe no se le había ocurrido considerar esa última posibilidad, pero mientras más pensaba en ella más posibilidades vislumbraba de que fuera cierta. Y aunque confiaba en las gestiones del inspector Salceda, decidió iniciar por su cuenta una línea de investigación.

Según salió de Jefatura se dirigió al barrio de Santutxu. La parroquia de San Francisquito estaba abierta, aunque en ese momento no se estaba celebrando ningún oficio. Se reclinó junto a una viejecita que estaba orando y casi entre suspiros inició una conversación con ella.

– Perdone, pero ¿sería tan amable de indicarme si sigue destinado en esta parroquia el padre Arbulu?

– ¿Don Imanol Arbulu? ¿Un jovencito de barbas que no va vestido como un cura?

Artetxe pensó que Arbulu, coetáneo suyo, no era precisamente un jovencito, pero teniendo en cuenta la edad de la señora respondió afirmativamente.

– Sí, anda por aquí. Precisamente hace muy poquito ha celebrado una misa y acaba de entrar en la sacristía.

– ¿El padre Arbulu? -preguntó Artetxe asomando la cabeza por la puerta de la sacristía.

Del fondo de la estancia salió un vozarrón que solicitaba un momento, por favor, antes de atenderle.

– ¡Tú! -exclamó un sorprendido Imanol Arbulu cuando vio, frente a él, a Iñaki Artetxe.

– Sí, yo. ¿No te alegras de verme?

– ¿Se puede saber a qué has venido? -replicó el sacerdote, que repentinamente había olvidado las cristianas virtudes de la caridad y la templanza.

– Soy católico, ¿no lo sabías? ¿Y qué cosa más normal que el hecho de que un católico entre en una iglesia?

– Déjate de chorradas; serás todo lo católico que digas, pero la última vez que has entrado en una iglesia seguro que ha sido para asistir a una boda o un bautizo.

– O a un funeral, amigo mío, o a un funeral.

– A lo que más te guste, pero di a qué has venido y vete. Cuanto antes mejor.

Artetxe miró al que hacía años había sido amigo y compañero de lucha. No había transcurrido tanto tiempo, aunque parecían siglos. En aquella época eran los dos estudiantes, Artetxe de Filosofía y Arbulu de Teología y Sociología. El tiempo los separó y posteriormente, al ser detenido Artetxe por colaborar con un activista de ETA, su antiguo amigo volvió a acercársele para ofrecerle su apoyo y solidaridad. El desmarque de Artetxe de la organización armada volvió a enfriar las relaciones, esta vez irremisiblemente. Si se hubiera declarado ateo militante no habría pasado nada, pero su defección política era imperdonable a ojos de quien tenía por una de sus funciones precisamente la de perdonar.

– Necesito tu ayuda. ¿Sigues siendo presidente de zona de la Asociación de Ayuda Internacionalista a los Pueblos Oprimidos?

– Sí, lo soy. ¿Qué ocurre, vas a pedir el ingreso?

– Tal vez, ya sabes que siempre he estado a favor de las causas nobles. Otra cosa son los prejuicios que los fundamentalistas tengan contra las personas que no piensan como ellos.

– No me jodas, Iñaki, sabes que eso que dices no es cierto.

– Bueno, vale, dejémoslo. Mira, estoy buscando a un tipo que es, presumiblemente, sudamericano y atiende al nombre de Héctor o Capitán Héctor.

– O sea que, encima de todo lo que pasó, ahora quieres convertirme en un chivato de la policía.

– Déjate de hostias por muy cura que seas y olvida por una vez esas expresiones de chavales jugando en el patio del colegio, que ya no tenemos edad para ello. Mira -Artetxe sacó de su cartera sendas fotografías: una de Begoña González y otra de la devota de la Eterna Luz, ambas cuando ya estaban muertas-, esto es lo que ha hecho la persona a la que quieres proteger contra mi posible represión. Un asesino de jovencitas. Y, casi con toda seguridad, de miles de personas en el Cono Sur si mi intuición es acertada. No pretendo que delates a un refugiado, sino todo lo contrario, a un represor.

– ¿Y qué es exactamente lo que quieres que haga?

– Me imagino que entre los miembros de tu asociación habrá más de un sudamericano y quizá alguno de ellos habrá oído hablar de un tal Capitán Héctor. En ese caso me gustaría que se pusiera en contacto conmigo.

– De acuerdo, procuraré ayudarte.

– Gracias. Bueno, no quiero imponerte más mi presencia, así que me largo.

– Iñaki -dijo el padre Arbulu poniendo su mano derecha sobre el hombro izquierdo del detective.

– ¿Qué?

– No, nada -contestó el sacerdote volviendo a su posición anterior-. Quizá en otro momento… Bueno, vete con Dios. Te llamaré si me entero de algo.

Cuando salió de la sacristía todavía estaba allí la viejecita.

– ¿Qué, encontró al padre Arbulu?

– Sí, muchas gracias.

– ¿Qué es lo que quería de él? Lo pregunto porque aquí es muy raro que entre gente con corbata.

«Sí, y porque te mueres de ganas por saberlo», pensó Artetxe, que en el fondo sentía ternura por las viejas cotillas.

– Tenía que solucionar un pequeño problema personal. Ha dejado embarazada a mi hermana la pequeña, ¿sabe?, pero a partir de ahora todo irá bien. Me ha prometido que se hará cargo de los costes económicos del aborto.

Luego, cuando estuvo de nuevo en la calle, se arrepintió de haberse inventado esa historia, sobre todo teniendo en cuenta que su antiguo amigo había tenido un gesto hasta cierto punto conciliador, y que le iba a ayudar en su investigación, pero ¡qué coño!, de vez en cuando viene bien desahogarse y hacía tiempo que le tenía ganas.

El padre Arbulu demostró, en los días siguientes, ser más efectivo que el inspector Salceda o, por lo menos, que tenía mejores contactos. Eso pensó Iñaki Artetxe al recibir su mensaje. Le había citado en su parroquia a las siete de la mañana. Le había dicho que ésa era la hora que mejor le venía porque a las seis y media oficiaba su primera misa, pero Artetxe sospechaba con fundamento que el móvil principal era joderle, ya que desde sus tiempos de estudiante sabía lo poco que le gustaba madrugar.

Entró directamente en la sacristía, sin preguntar a nadie por el párroco. Su ex amigo debía de ser partidario de las misas ultrarrápidas porque ya se encontraba esperándole, acompañado de un hombre joven que se hallaba sentado a su lado, junto a una desvencijada mesa camilla.

– Bueno, aquí estoy. Puntual como nunca en tu vida te lo hubieras imaginado.

– Ya veo, ya. Por cierto, muy bueno el cuento que largaste el otro día a una de mis feligresas. Veo que tu capacidad de manipulación y desinformación continúa siendo de primera.

– No te lo tomes a mal, hombre; fue sólo una broma, aunque reconozco que me pasé un poco. Lo siento, de verdad que lo siento.

– Bueno, no hablemos más de eso y siéntate aquí -dijo señalando una silla-. Te presento a Ernesto Dabormida, un compañero argentino que quizá pueda darte alguna información -añadió mientras Dabormida y Artetxe se estrechaban la mano.

– Si pudiera decirme algo le quedaría profundamente agradecido.

– Tal vez sí -contestó el sudamericano con su agradable acento porteño-. En los años duros de la represión videlista yo formaba parte de un grupo de universitarios demócratas y fui encarcelado y torturado. Afortunadamente tuve suerte y me soltaron, aunque mi suerte no es sino una expresión más del tipo de régimen que era el de los milicos. Quedé libre gracias a la fortuna y posición social de mi familia, no por otra cosa, pero qué quiere que le diga, me alegro de estar vivo. Por mi militancia, y también gracias a mis contactos familiares, conocí ciertos datos sobre las fuerzas represivas; por eso creo que sé quién es, o quién puede ser, el Capitán Héctor, si la persona que usted busca es la que yo he conocido.

»Capitán Héctor era el nombre de guerra de un capitán de la Marina destinado en la famosa EMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, la mayor central de tortura y represión de los militares argentinos. Quien pasaba por allí raramente salía con vida o intacto. No creo necesario extenderme más sobre el asunto, porque es sobradamente conocido y cuando me acuerdo de ello lo paso mal, lo siento.

– Lo comprendo perfectamente -le habló Artetxe en tono amable.

– Gracias. Pues bueno, el hombre que usted busca no es de los oficiales más conocidos de los que pasaron por la EMA, pero sí uno de los más sádicos y efectivos. Su auténtico nombre es Raúl Villeneuve Svenson y sus crímenes fueron tan horribles que prefirió escapar del país a la caída de la dictadura, pese a que como es bien sabido a ninguno de los militares que ejercieron el poder se les tocó ni un pelo. Le he traído una fotografía suya para que compruebe si es el hombre que busca.

– La verdad es que yo no le he visto en persona, pero uno de los testigos sí, así que si no tiene usted inconveniente me gustaría guardada para que me confirmaran si es él efectivamente.

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