– Me alegra que las cosas estén claras desde un principio, pero debo avisarle de que aún no me he comprometido a nada, salvo a aceptar reunirme con usted. Por otra parte, el propio señor Uribe me ha comentado que se trata de un asunto personal suyo, no relacionado con nada en lo que estén trabajando él o sus compañeros del bufete.
– Así es, pero por sus palabras deduzco que no le ha contado nada.
– En efecto.
– Casi mejor, porque de ese modo todo lo que tiene que saber lo conocerá de mi propia boca. Señor Artetxe, usted ha sido policía.
– Lo fui, pero me inhabilitaron para el ejercicio de la profesión; supongo que es una de las cosas que le habrá explicado el señor Uribe.
– Tiene usted razón, pero si le he preguntado eso no es por confirmar lo que me contó el abogado, sino por intentar centrarme desde el principio en lo que tengo que decirle. Quiero contratarle en calidad de detective; no, no hace falta que me diga nada -añadió Arróniz al observar que Iñaki Artetxe quería hablar-, ya sé que usted no tiene licencia para actuar como tal, pero eso no tiene para mí la menor importancia. El señor Uribe me ha explicado que era usted muy bueno en lo suyo y que aún conserva la capacidad y los contactos suficientes para llevar a buen puerto una investigación; por eso he decidido contratarle.
– Me halagan sus palabras, pero cinco años son muchos años; el tiempo no pasa en balde.
– En ese caso piense que le estoy dando la oportunidad de recuperar ese tiempo perdido, y hay algo más. Le ofrezco dos millones de pesetas, uno que le pagaría en este instante y otro tras la realización del trabajo.
– ¿Dos millones? Usted está loco -dijo Artetxe removiéndose inquieto en su silla-; nadie tira el dinero de ese modo, y mucho menos para dárselo a alguien que acaba de salir de la cárcel, salvo que quiera matar a una persona. No me gustaría decepcionar al señor Uribe, pero me extraña que estuviera al tanto de esta oferta tan insólita.
– Por favor, le ruego que me conceda unos minutos de su tiempo. Es cierto que he empezado un tanto bruscamente, pero eso se debe a que no estoy acostumbrado a tratar estas situaciones. Puede ser descabellado ofrecerle dos millones de pesetas, pero dirijo una empresa y sé que las cosas, independientemente de su valor intrínseco, valen lo que una persona está dispuesta a pagar por ellas, y yo estoy dispuesto a pagarle ese dinero por hacer algo que ni es ilegal ni es imposible, pero que para mí es de vital importancia. ¿Por qué no me da una oportunidad y escucha con tranquilidad mi historia? Luego, si quiere irse y no volver más, en fin, lo lamentaría, pero está en su derecho.
Artetxe asintió en silencio. En el fondo admitía que su contestación había sido extemporánea, pero no es fácil pedirle a un ex policía que acaba de salir de la cárcel que asimile la oferta recibida con tranquilidad. Escuchar no le comprometía a nada y, por otra parte, dos millones de pesetas era una cantidad que no le compensaría si le hiciera correr el riesgo de volver a la cárcel, pero que le vendría muy bien para asentarse en su nueva vida, así que dulcificó su tono y dijo a su acompañante que estaba dispuesto a escucharle.
– Gracias. No me resulta fácil pero intentaré ser lo más conciso posible. En el fondo se trata de una historia normal: una chica a la que conozco durante unas vacaciones en Ibiza, nos enrollamos, lo pasamos bien juntos y se acabó, o eso era lo que pensábamos entonces, pero al poco tiempo volvimos a encontrarnos en Bilbao por sorpresa, ya que ninguno de los dos sabíamos que éramos convecinos. Volvimos a quedar de vez en cuando, al principio sin mucha asiduidad pero más tarde casi diariamente, hasta que comprendimos que lo nuestro se estaba convirtiendo en una relación seria. Es curioso, lo que había empezado como una simple relación sexual plenamente satisfactoria para ambas partes en Ibiza y había proseguido esporádicamente en nuestro lugar de residencia se había convertido en una relación nueva, más tranquila y profunda, incluso podría ser calificada de convencional. En el fondo se trata de una historia como miles que suceden continuamente, nada excepcional por lo tanto. ¿Cómo llegamos a ello? No lo sé ni me importa. Nunca puede uno saber la causa de que esté enamorado. Lo está y punto.
»Nuestra relación era de lo más normal, como la de las demás parejas que se encuentran en nuestra situación, supongo. Con momentos mejores y peores, buenos y malos, sin que estos últimos llegaran a empañar nuestro entendimiento.
»Teníamos nuestros problemas, como todo el mundo, pero no nos quitaban el sueño. Quizá el más importante, no porque consiguiera herir nuestra relación, sino porque disgustaba afectivamente a Begoña, ése es su nombre, lo constituía la actitud de su padre.
»Usted conoce sin duda el nombre del padre, y tal vez a él. Se llama Jaime González Caballer, empresario conocido no sólo en el País Vasco, sino en el resto de España, vicepresidente de la Diputación de Bizkaia durante el franquismo, líder de un partido reformista durante la transición, aunque nunca consiguiera el escaño de diputado, y hombre de fuerte personalidad. Se opuso desde el primer momento a nuestras relaciones, si bien, como persona educada que aparentaba ser, no nos armó ningún escándalo ni nos puso en ninguna situación violenta.
»¿Por qué esta oposición? No lo sé, señor Artetxe, juro que no lo sé. ¿Prejuicios económicos o sociales? La idea es ridicula. Ya le he dicho antes que económicamente no tengo ningún problema, puedo proporcionar a Begoña el mismo tren de vida que lleva con su padre. Y en cuanto a la posición social, en mi tierra natal, Extremadura, mi familia es harto conocida. ¿Prejuicios por ser de fuera? Sería absurdo. El padre de Begoña es valenciano, y con la familia de su madre siempre me he llevado perfectamente, no con una cordialidad producida por la mera educación, sino con auténtico cariño y amistad. ¿Quizá un desmedido amor de padre según el cual nadie es merecedor de su hija? O más sencillamente, ¿una de esas primeras impresiones que hacen que alguien a quien acabas de ser presentado te caiga mal, sin motivo alguno, pero que no se pueden evitar por más que lo intentemos? Puede ser. En el fondo, una causa u otra lo mismo da. Me hubiera gustado cambiar esa situación, pero no conseguirlo no me traumatizó. Mientras Begoña y yo tuviéramos las ideas claras, la actitud de su padre no nos preocupaba. Eso pensábamos antes. Ahora, en cambio, he empezado a pensar de otro modo.
Llegado a este punto de su monólogo, Arróniz calló, tal vez esperando que Artetxe hiciera algún comentario o pregunta, pero éste no abrió la boca. Intuía que era más positivo permitir que Arróniz continuara su historia. Hasta el momento su cliente -pues así lo consideraba ya- había hablado todo el rato en pasado, pero había un presente que antes o después tendría que salir a relucir, y su silencio le obligaría a emerger lo más pronto posible.
– Procuraré ir al grano después de este preámbulo. Hace ya dos meses y medio que no sé nada de ella. Exactamente desde el diecisiete de junio. Nos habíamos citado en el Dantxarinea, un bar cercano a Lurmetalsa, la empresa en la que trabajo, a las siete de la tarde, mi hora de salida, pero no apareció. Me cabreé por lo que yo suponía una falta de formalidad, pero no me inquieté. Esas cosas pasan de vez en cuando; no era la primera ocasión en que ella o yo nos dábamos plantón. No era algo habitual, claro, pero tampoco inconcebible. Me limité a esperarla durante casi una hora y luego me fui a mi apartamento. Suponía que, como solía suceder en estos casos, acabaría llamándome, pero me equivoqué. Al día siguiente, bastante enfadado a decir verdad, intenté ponerme en contacto telefónico con ella sin lograrlo. Ni esa vez ni las posteriores. Siempre que llamaba a su casa me decían que no estaba y que no sabían dónde podía localizarla. Por lo menos, las primeras veces. Posteriormente me comunicaron que Begoña no quería hablar conmigo, que no quería saber nada de mí. Fui varias veces a su casa, pero no me permitieron entrar. Incluso me amenazaron. Hace ocho días cumplieron sus amenazas.
– ¿Qué sucedió?
– El chófer de González Caballer, que por lo visto se gana un sobresueldo como matón, se presentó en mi despacho y me dio una paliza.
– ¿Denunció usted el hecho?
– Quise hacerlo, pero en el Juzgado de Guardia me dijeron que no serviría de nada. No había testigos y ni siquiera me produjo lesiones visibles, así que el caso se sobreseería indefectiblemente por falta de pruebas. El chófer sabía lo que se hacía. Por eso he recurrido a usted.
– ¿Qué es exactamente lo que quiere que yo haga?
– Ni yo mismo lo sé. Como primera medida que localice a Begoña, y luego… en fin, quiero que descubra si hay algo más en todo esto que una simple ruptura sentimental. Mire, señor Artetxe, quizá me esté volviendo paranoico, pero me parece que tras todo esto subyace algo raro. Algo muy raro. No soy tan tonto o ingenuo como para creer que es imposible que Begoña no quiera saber nada más de mí. Me dolería pero acabaría resignándome, qué remedio. No sería el primero ni el último hombre sobre la tierra al que le sucediera tal cosa. Imagino que estaría jodido durante un tiempo y luego me recuperaría. El problema estriba en que no tengo la certeza de que vayan por ahí los tiros. Si se trata de eso, ¿por qué no me lo dice ella directamente, bien por teléfono o en persona?
– Quizá no se haya atrevido a hacerlo. Esas cosas suelen suceder.
– Es posible, pero no lo creo. No encaja con su forma de ser.
– Nunca conocemos del todo a las personas.
– En eso lleva usted razón. Sin embargo, hay cosas que a simple vista parecen turbias. ¿A qué viene enviarme un matón, por ejemplo? ¿Sabe ella lo que está ocurriendo o, por el contrario, es ajena a todo? No lo sé, pero quiero saberlo, y estoy dispuesto a pagar dos millones de pesetas por esa información. Por eso le he llamado a usted. Para que averigüe lo que está pasando. Quiero saber la verdad, aunque no me guste. La oferta anterior es firme, aunque lo solucione chasqueando los dedos. Dos millones. ¿Acepta encargarse del caso?
– Acepto -contestó Artetxe.