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Por un momento Ígur se dejó llevar por la opresión del resquemor; se imaginó al Duque Virbelgurd, al que no conocía, al hijo del Duque, al Secretario del Duque, padre de Sadó, a Kim Debrel y a tantos otros que nunca sabría y que prefería no saber, medio Imperio pasando por aquella habitación sin reposo; pero los deseos se alimentaban recíprocamente de los celos, y cuando unos se apagaron cumplidos, se hizo el silencio de los otros. Algo quedaba vivo, sin embargo, vivo y vigilante en la calma de Ígur, algo que lo refería a las mujeres, como aquella, con un pasado fabuloso, no extenso y condimentado, sino deslumbrantemente breve y sobrecogedor, insuperablemente intenso y sin treguas, cuando no podía dejar de mirarla dormir a su lado, desnuda y acurrucada, con caprichosas posturas de las manos y una expresión enternecedora, casi de placidez infantil, entre la sonrisa y algo indefinible, que absurdamente lo tranquilizaba y le resultaba fácil de acentuar con una caricia o un beso que la llevaban a moverse un poco, siempre para dar facilidades, y respirar más deprisa, o soltar una pequeña queja de sensualidad a saber con qué recuperación de conciencia.

Sí, aquél era su refugio preferido, y dedicó el ensueño a rememorar los mejores momentos; ella le había dicho que le amaba, que siempre le amaría, que pensaría tan sólo en él cada día que faltara, y cuando volviera estaría para siempre a su lado. No le importaba si eso iba a ser así o no, esa declaraciones son para el presente, y ninguna metafísica de circunstancias las desmerece. Nostalgia del presente, vanos anhelos de intemporalidad. Finalmente se hizo también el silencio dentro de la furia dubitativa de Ígur, y se durmió abrazado a su enamorada.

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