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– Nuestro prestigio quedará menos comprometido que si se tratara de otro cualquiera; de hecho aún no le conoce nadie y, por lo tanto, no se le relaciona con nosotros. Pero -se detuvo- ¿y si vence?

– Si vence el beneficio es nuestro -dijo Mongrius, y el Secretario le miró con inquietud; era evidente que el Caballero de Preludio estaba completamente absorto por la reciente derrota, y en pésimas condiciones para meditar sobre las consecuencias de una hipotética victoria de Ígur Neblí sobre Lamborga.

– Una humillación pública de esas dimensiones al campeón de los Meditadores debilitaría aún más la posición del Agon, y daría ocasión a La Muta de volver al ataque, como cuando se recortaron los presupuestos de las Órdenes Militares. Tanto da, aunque La Muta no intente nada, Bruijma hará el mismo razonamiento que nosotros, y tendrá una oportunidad inmejorable de segar la hierba bajo los pies de Malduin y sumar puntos para presentarse como alternativa.

– Quizá nos convenga -dijo Mongrius sin entusiasmo.

– Claro que sí, pero ahora no. Imagínate en qué lugar quedaríamos si Nemglour desaparece con la reforma a medio realizar.

– Mientras no peligre Ixtehatzi, no peligra la resolución de la reforma.

– Pero si cae Nemglour, Ixtehatzi va detrás. ¿No has oído las últimas declaraciones de los Astreos?

Ígur situó rápidamente los nombres. El príncipe Nemglour era el Epónimo de la Conquista del Laberinto de Bracaberbría (título que en la práctica equivalía al protector y prestador de los emblemas, y que proporcionaba, después de la Entrada, una serie de privilegios de orden protocolario y de rango), Malduin era el Agon de los Meditadores, y Bruijma, otro miembro de la nobleza, cuya categoría y atributos tenía peor situados que Nemglour, que, con más de setenta años, era un personaje de trayectoria reconocida y brillante, y su acceso directo al Emperador no era ningún secreto. Finalmente, Ixtehatzi era el Hegémono, el Jefe del Gobierno Imperial. La conversación desvelaba que, sin querer, Ígur acababa de desatar fuerzas de un alcance incalculable, y que pasara lo que pasara podía salir mal parado. En caso de derrota su muerte estaría asegurada, porque aun suponiendo que Lamborga le perdonara la vida, los de la Equemitía nunca le perdonarían haberlos comprometido en perjuicio.

– Igual -intervino Ígur- un buen resultado en el Combate de Acceso abre nuevas perspectivas.

Los dos se miraron un instante.

– Si sabéis qué significa Equemitor, también sabréis que lo que menos nos conviene son iniciativas propias y propaganda -le dijo el Secretario abruptamente-; y, puesto que la indiscreción ya ha sido cometida, espero que seáis consciente del alcance que una derrota tendría para vos, ya que no podéis serlo del que una victoria tendría para el Imperio.

– Lo soy, Señor, y confiad en que no os defraudaré.

Ifact lo miró de arriba abajo, y apartó la cara en dirección a la puerta.

– Podéis retiraros.

La estructura del poder del Imperio era formalmente tan sencilla como complicada resultaba debido al enturbiamiento y el conflicto entre áreas de competencia. Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, el gobierno estaba en manos del Hegémono Alexandre Ixtehatzi, quien entonces contaba setenta años y que había sido el brazo derecho del difunto Emperador Anderaias III durante más de veinticinco. El Hegémono era responsable de todo el aparato administrativo, excluida la nobleza, que controlaba la economía y el comercio, tradicionalmente autónomos del Estado, y sujetos a las leyes de la libre competencia y a las inherentes a sus peripecias sustanciales. El Príncipe Nemglour era el más influyente y poderoso, el que dictaba por tanto las leyes de mercado, y tras él seguían, por orden de importancia, los Príncipes Togryoldus, Bruijma y Simbri, el primero coetáneo de Nemglour, y más jóvenes los otros dos. El gobierno del Hegémono se dividía en Apótropos y Anágnores, de jerarquía similar (y a menudo fuente de conflictos), y competencias unos más cercanas al ámbito militar y otros al doctrinario; la máxima autoridad ideológica del Imperio, sin atribuciones ejecutivas, era el Anamnesor; todos regían departamentos subdivididos, y los responsables de las subdivisiones eran los Agonos, si bien ciertos Agonos no dependían de ningún Apótropo ni de ningún Anágnor; aparte de las siete Apotropías y las diez Anagnorías, había tres Equemitías: la de Compensaciones Generales, la de Conservación de Funciones, y la de Recursos Primordiales, a la que había sido asignado Ígur Neblí. Las Equemitías se caracterizaban por depender, en teoría, directamente del Emperador y, en consecuencia, por no estar sometidas a la nobleza ni al Hegémono; su función primitiva, la vigilancia de los Secretos del Imperio, les había impelido al cabo de los años a convertirse en un contrapoder, con límites nebulosos respecto a sus competencias, a menudo objeto de acusaciones de espionaje, de conspiraciones y contrapolítica; en el momento presente, el Emperador Lutaris XII tenía doce años y lo era desde hacía dos, al morir su padre Anderaias III, y su intervención en la vida pública estaba fuertemente filtrada por los intereses de nobles y clanes del gobierno, entre los que jugaban un papel destacado la Orden de los Meditadores, los Caballeros de Capilla (originalmente, su Guardia personal), los Astreos y La Muta, estos dos últimos declarados ilegales en parte. Los únicos cargos directamente electivos eran los referentes al gobierno de las ciudades, a cuya cabeza se situaba el Consejo Municipal o Mayoría, presidido por el Mayor, que, de todas formas, ni políticamente quedaban al margen del poder del Hegémono ni económicamente se sustraían al control de los Príncipes.

En esa relación de fuerzas, estrechamente pactada y con escaso margen para la aleatoriedad, los Caballeros de Capilla jugaban en cierta manera un papel de prestigio público, reducida a protocolo formal su naturaleza originaria de Guardia de élite del Emperador (que en ese momento no estaba protegido por un cuerpo armado, sino por un sofisticado sistema celular), diseminados en diferentes disciplinas, la más turbia de las cuales era la de los Fonóctonos, aristocracia secreta de los asesinos, ejecutores refinados de los designios ocultos de la alta nobleza y de los altos cargos del gobierno. La inscripción de Neblí como contrincante del más prestigioso de los aspirantes a Caballero de Capilla introdujo un factor de desorden en ese equilibrio, y a pesar de que en principio se procuró que los medios de comunicación no le dedicasen más espacio del que la prudencia aconsejaba, no hubo manera de evitar que la noticia se expandiera entre los estamentos implicados y convirtiera al horas antes desconocido Caballero Neblí en objeto de curiosidad, ironías y deleite especulativo.

Veintinueve días después de la entrevista entre Ifact, Mongrius y Neblí, los dos últimos eran convocados para el sorteo y el Combate de Acceso a la Capilla; a las cuatro de la tarde se personaron en la Apotropía de la Capilla, un conjunto de estancias arquitectónicamente falto de entidad exterior propia, inserto en el conjunto de palacios del Comercio y las Artes, situados casi en forma de fortaleza urbana en pleno corazón del Anillo interior de Gorhgró, al Sudoeste de la Falera, en la parte más escarpada de la ladera de la montaña.

Cumplimentados los requisitos de entrada, Ígur y su padrino de inscripción fueron conducidos a una salita donde les esperaba el Jefe de Protocolo de la Capilla, un hombre de unos cuarenta años, altísimo y con una extraña voz atiplada.

– En nombre de la Capilla y del Serenísimo Apótropo, permitidme que os dé la bienvenida a estas estancias -ambos correspondieron con una inclinación-, si estáis dispuestos, procederemos a la ceremonia previa del sorteo.

– Estamos a vuestra disposición -dijo Mongrius.

El Jefe de Protocolo llamó a su ayudante y abandonó la estancia en dirección a otra interior; las puertas quedaron abiertas, y el ayudante se colocó en el umbral, en espera de alguna nueva indicación; un minuto más tarde la recibió e hizo un gesto a Mongrius y a Ígur.

– Por favor -dijo, el brazo izquierdo extendido, y los condujo, él delante y ellos a su lado y detrás, por un pasillo hacia un salón de grandes dimensiones, con la iluminación concentrada en una mesa central, tras la cual se encontraba un hombre vestido de blanco flanqueado por dos Asistentes; al tiempo que entraban el Ayudante de Protocolo seguido de Ígur y Mongrius, por una puerta opuesta lo hacía otro funcionario seguido de dos Caballeros más; eran Lamborga y su padrino; los seis llegaron a la vez frente a la mesa del hombre vestido de blanco, que no era otro que el Juez del Combate.

– Caballeros Lamborga y Neblí, estáis hoy ante nosotros para someteros al juicio de nuestras tradiciones, cuyas condiciones habéis aceptado libremente. A continuación procederé al sorteo de las orientaciones y defensas que os regirán, puesto que los colores y los emblemas os pertenecen ya -miró los papeles que tenía delante y rectificó-: en el caso del Caballero Neblí, procederemos a adjudicarle la advocación definitiva, ya que su emblema es provisional.

A una indicación suya los Asistentes colocaron sobre la mesa una construcción mecánica parecida a una esfera armilar, y él la manipuló para introducir la restricción de ambos emblemas y la advocación de Lamborga, y al terminar invitó a Ígur a ponerla en funcionamiento. El aparato consistía en nueve anillos de metal concéntricos, cada uno de un color, unidos axialmente, cada cual con el anterior y el posterior, mediante finísimas varillas, y provistos de un sistema de contrapesos de alta precisión que permitía introducir ciertas condiciones; cada círculo de los tres interiores tenía una pesa, dos los tres siguientes, tres los dos de a continuación, y cinco el exterior; el artefacto se presentaba en una de las dos posibles posiciones más ordenadas (la otra la formaban todos los círculos en el mismo plano), con cada una de las pesas en proyección radial a los vértices de un hipotético dodecaedro circunscrito; cuando Ígur lo puso en movimiento de un suave golpe donde su respiración de Caballero le indicó, el mecanismo efectuó sin emitir el más leve sonido de roce una serie de giros componiendo figuras sorprendentes y caprichosas para quien no conociera las reglas que lo regían, a velocidades diferentes, de repentinas quietudes a inesperados y rapidísimos giros encadenados, hasta que se paró en seco en una posición; la base formaba un círculo dividido en porciones regulares graduadas, y la pesa colgada de los anillos que quedó más próxima fue tomada como indicador de la solución a la primera recuesta planteada. El auxiliar se acercó sin tocarlo, y miró al Juez, quien con un gesto de cabeza asintió.

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