– ¿Pero volveremos a vernos? -insistió Ígur, bordeando la desesperación, pero también con cierto temor al ridículo.
Guipria no le dijo una sola palabra a Ígur, pero le dio un abrazo tan largo y fuerte que alejó toda frase posible. Debrel y Sadó se miraron inacabablemente, y ella estalló en llanto y se lanzó a los brazos de Guipria.
– ¡Te echaré tanto de menos! -dijo Guipria bajito y con los ojos medio cerrados.
– ¿Cómo podría congraciarte? -gemió Sadó sin contenerse-. ¡Querría decirte tantas cosas!
– No tengo ninguna desconfianza en cuanto a tus buenos sentimientos -le sujetó con las manos la cara llena de lágrimas y se las besó con ternura-, y quiero que tú tampoco sientas ningún resquemor, ¿me entiendes? Te quiero mucho y no quiero que sufras por nada.
Se miraron los cuatro, y Debrel atajó la imprevisible escalada emocional.
– Ahora marchaos. Y tú -miró a Ígur-, que nada te distraiga de lo que tienes que hacer.
Ígur y Sadó salieron abrazados, él con la bolsa en la otra mano, deteniéndose a menudo para contemplar la torre de Debrel. La última vez vieron cómo, empezando por los pisos altos, las luces de las ventanas se apagaban, de una en una.
Cuando Ígur entró en el Palacio Conti por la puerta de atrás, en compañía de Sadó, pidió a la camarera que los llevase directamente a ver en privado a Madame Isabel. Una vez los tres solos, después de las presentaciones, Ígur explicó el caso a la dueña del Palacio, y donde esperaba una bienvenida desenfadada y sin reservas le sorprendió una reticencia observadora y reflexiva.
– ¿Así que cuñada del geómetra Debrel? -La miró con una aprensión que la sonrisa no conseguía disfrazar-. Claro que puede quedarse de momento, pero más adelante, en fin, ya lo veremos, vamos muy justos de habitaciones -una empleada entró a reclamarla-. ¿Me perdonáis un momento?
Salió. Ígur se excusó con Sadó y alcanzó a Madame Conti en el pasillo.
– Isabel, ¿qué pasa? Tienes uno de los Palacios más grandes de Gorhgró. ¿Desde cuándo no tienes sitio para un favor a un amigo?
– Mi querido inocente Caballero -lo miró con ternura burlona-. Cuanto más te observo más me pregunto si sabes a qué juegas.
Ígur no estaba de humor para reticencias.
– Si no me puedes dar un motivo consistente para negarte, tendré que interpretarlo como una cuestión personal.
– Está bien -rió-, que se quede. Y ahora, si me permites… Esta noche tenemos celebración, pero no sabíamos seguro si podíamos contar contigo.
– ¿Ah sí?
Madame Conti ordenó las disposiciones de la estancia de Sadó, y una criada la llevó a la habitación pertinente, menos remota que la de Fei y también menos bonita y confortable y, por supuesto, mucho más pequeña. Ígur quiso estrenarla, y ella no se resistió; ansiosos desahogaron la melancolía en que la separación de Debrel y Guipria les había sumido, y al acabar, dudosamente ganada la serenidad pero no perdida la tristeza, en realidad quizá también más asentada, bajaron al salón central, que Ígur no había vuelto a ver desde el día del trapecio, a la anunciada celebración.
Se trataba, claro está, de la victoria de Mongrius en el Combate de Acceso. Mongrius, con más relaciones que Ígur en Gorhgró, había tenido tiempo y recursos para organizar una fiesta completa, con invitados y sin improvisaciones. Los asientos para los espectadores se había retirado, y todo eran mesas y sillas para cenar, algún sofá, y en el centro un entarimado para una orquesta con predominio de vientos y percusión. Cuando Ígur y Sadó entraban, un coro de adolescentes entonaba entre la sensualidad y la languidez:
Placido é amor, andiamo,
Tutto ci rassicura.
Felice avrem ventura,
Su su, partiamo or or.
En el centro, oficiaban la fiesta Fei, completamente recuperada a juzgar por su aspecto y actividad radiantes, y Mongrius, que recibía el homenaje de los presentes. Junto a Madame Conti estaba el Duque Constanz y el Barón Boris Uranissor, y más apartados, el gestor Dilmau y el dermatógrafo Serránila. Ígur les presentó a Sadó, que para la ocasión se había puesto un vestido amarillo bastante extremado, que contrastaba con el blanco plateado de Fei.
– Querido Caballero Neblí -dijo Constanz-, permitid que sea el primero en daros la enhorabuena.
– ¿Por qué, Excelencia? -preguntó Ígur.
– ¿Cómo, amigo mío, no habéis visto el Cuantificador? -dijo el Duque-. Se acaba de hacer pública la Eponimia del Príncipe Bruijma a la Entrada al Laberinto, y todos, aquí, sabemos quién está destinado a ser el héroe.
– Como no podría ser de otra forma -dijo Boris riendo-, tratándose de un vigilante tan estricto del tráfico de mamadas de polla.
A esas alturas, a Ígur le daba igual una cosa que otra.
– Barón, si tenéis la boca seca y queréis poneros a la cola, no tengo ningún inconveniente.
Hubo una carcajada general.
– No hay nada como un buen aprendizaje de la casuística del Laberinto -dijo Constanz, y recitó:
Cosí s'allenta la castigatezza
quiví ben ratta dall'altro girone,
ma quinci e quindi rade apotropezza!
– ¡Vaya, qué bella reunión para comerse el mundo de un bocado! -dijo Madame Conti rodeada de risas-, la nobleza, la hermosura, la juventud y la caballería.
– ¿En dónde estoy yo, Sultana? -preguntó Dilmau.
– Tú eres la montura de la caballería -dijo Fei, a su lado.
– Es otra montura la que quiero cabalgar -dijo él, mirándola de pies a cabeza sin ambajes-. Reina de las Yeguas ¿te gustaría suicidarte conmigo?
– Sólo con mirarte no hago otra cosa.
Ígur la observó con pesar. Toda ella resplandecía como una jova, y se preguntó cómo era posible que una mujer tan bella, una diosa, se dignase relacionarse con un animal cuya sola presencia la deslucía. Ígur sabía cuántos mecanismos del comportamiento están destinados a apagar las pasiones, y prefería sufrir que matar una pasión. Miró a Sadó, intentando inútilmente recordar cómo la veía y qué pensaba de ella tan sólo una semana antes, y en cambio sí fue capaz de reproducir hasta qué punto, con Fei, lo que al principio de conocer a una mujer te aparta del arquetipo de la belleza es visto como un defecto, cuando esa mujer te gusta cada vez más te gusta precisamente por esa distancia del arquetipo, hasta que llega un momento en que tal separación se ha fundido completamente, y esos cuerpos que antes le habían correspondido parecen ahora fría materia de contemplación indiferente.
– Deja a este puerco y ven conmigo -le dijo Serránila a Fei-. Tengo tres días preparados hasta la Isla del Lago.
– No tengáis tanta prisa en contraer enfermedades contagiosas -dijo ella, e Ígur quería creer que igualmente y con el mismo tono podía haber dicho lo contrario.
– ¿Qué otra aspiración puede tener un obseso sexual de buena familia? -dijo Boris.
La orquesta trinaba un trémolo de pífanos y tamboril, y el coro, con suavidad de alejamiento:
Oggi molto, doman poco,
Ora in térra ed or sul mar.
Ígur y Sadó se apartaron del grupo y se sentaron junto a un espejo. Ella lo miraba fijamente a los ojos embelesada, y él la miró por el espejo; Sadó no apartó los ojos, y, en el espejo, a Ígur le pareció como si ella mirase a otro, y su sonrisa se le antojó tierna y enamorada de veras, mucho más que la de la mirada directa, mucho más excitante y temblorosa.
– Así, se trata de construir un buen engaño -dijo con suavidad.
– ¿Qué dices?
Mongrius escanciaba personalmente vinos excepcionales en las copas de cristal, Madame Conti y Fei llevaban la voz cantante, e Ígur pensó que en los brazos de las butacas quedarían marcas de las garras de las aves de rapiña. ¿Un pensamiento para Debrel y Guipria? ¿Dónde debían estar en ese momento?
– Te pasas la vida en esta sala, amigo mío -le decía el Duque Constanz a Dilmau-. ¿Nunca estás con tu mujer?
– ¡Qué dices! ¿No sabes que le tengo horror al incesto? -dijo el otro.
– Quien te oyera pensaría que no has tenido madre ni hermanas -dijo Madame Conti.
– Mientras no se le marchen las hijas, no tiene que preocuparse.
Ígur miró a Sadó de reojo, un poco preocupado por el ambiente inaugural de su nueva residencia, pero ella parecía muy entretenida, y se mantenía en un segundo plano discreto sin retraerse de la conversación. Madame Conti la tomó del brazo.
– ¿Te parece todo bien? ¿La habitación está a tu gusto?
– Oh sí, señora, todo está perfecto.
– Así me gusta -dijo, complacida-, creo que nos entenderemos. Si te hace falta cualquier cosa, no dejes de decírmelo.
– Entonces, Caballero Neblí, nos veremos a menudo si vais a ser el Campeón del Laberinto -dijo Constanz.
– Así lo espero -dijo él.
El Duque y Boris sonrieron.
– La espera del Caballero… -dijo el Barón, y el otro le hizo una señal.
Fei y Sadó iniciaron una conversación, y cuando Ígur se quiso sumar a ellas, los dos nobles lo entretuvieron con tecnicismos burocráticos, y puesto que ambos eran personajes influyentes, no se atrevió a desairarlos para enterarse de qué podían estar diciéndose ellas. Poco a poco desistió de aumentar el vértigo, decidió no hacer preguntas con posibles respuestas torturadoras. Se repetía una y otra vez que cuando se renuncia a algo en favor de otra cosa, lo único seguro es que se perderá aquello en que se ha cedido, pero nunca que se obtendrá lo que en compensación se pretende, y, aunque muerto de curiosidad y ganas de quedarse, pensó en irse como quien planea un crimen contra sí mismo. En el momento en que la música era más evocadora y Fei y Sadó le parecían más bellas, se levantó consumido de pesar, con la fuerza de un siglo de premeditación a sus espaldas.
– Adiós, queridas amigas y amigos.
– ¿Cómo es eso, ahora nos dejas? -protestó Madame Conti.
Sadó intentó retenerlo, y cuando se convenció de que era inútil se levantó y lo acompañó hasta la puerta. De lejos, sentada entre las fieras y sin dejar de sonreír, Fei no le quitó ojo hasta el último instante.