Entró Guipria, y tras los saludos de rigor, se sumó al grupo.
– Por favor -rió-, aquí soy la menos importante. No os interrumpáis por mí.
Tras las protestas obligadas, Debrel prosiguió.
– Comencemos por los Dos. Thuban es el Alfa del Dragón, estrella polar en tiempos lejanos, y estrella polar en tiempos futuros más lejanos aún. Hasta qué punto, como emblema del eje inmóvil que ha perdido su cualidad intrínseca pero que continúa poseyendo el mecanismo (no olvidemos que la constelación del Dragón contiene el Polo de la eclíptica), gobernará la apertura de la Puerta, ya lo veremos. Respecto a posteriores utilidades, hay que recordar la doble naturaleza apotropaica del Dragón, una dentro del Protocolo de Heracles, ligado por lo tanto a las Hespéridos, y ojo porque puede ser indicativo de algún aspecto crepuscular en la resolución del Laberinto, la hora de Entrada por ejemplo, y otra dentro del Protocolo de Jasón, lo que nos devolvería a Aries, y por lo tanto a Hamal, y de ahí, en simetría de los veintisiete, a Algol, o bien a Frixo y Medea, que no tienen en ese caso relevancia apotropaica, salvo que puedan tenerla en el orden solar. Si me tuviera que pronunciar, me inclinaría por el Protocolo de Heracles; recordad que el Poeta dijo que Tobas es la ciudad criadora del Dragón. Pasemos a Aldebarán, el Toro minoico que representa el centro del Laberinto propiamente dicho. Se acoge al Protocolo de Teseo, pero atención a la dimensión solar, que no es otra que la de Zeus raptor de Europa.
– Entiendo -dijo Guipria- que presentas alternativas sin cuantificación estadística, sometidas más tarde al criterio de la Entrada.
Debrel asintió.
– Pasemos ahora a los Tres, que pueden regir el centro del Laberinto o bien, según criterio de la Entrada como dice ella, los pasos intermedios de las partes: de la primera a la segunda, de la segunda a la tercera, y la salida. Tenemos en primer lugar a Algol, la cabeza del diablo, es decir, la cabeza de la Medusa en manos de Perseo, que es el Apótropo de este Protocolo. Tendrás que tener en cuenta, llegado el caso, que es el que rige el Fuego, y que puedes encontrar un enigma relacionado con ondas lumínicas o con algún tipo de explosiones. A continuación está Canopus, que por su posición, tanto como estrella por sí misma, por su significado, como por el lugar central que ocupa en la serie de los Veintisiete y en la de los Tres, merece consideración aparte. Se trata de la gran Suhel, la que atrae a las dos Sirras, Sirra la Llorosa, que no se ha atrevido a cruzar la Vía Láctea, también llamada Procyon, y Sirra la Brillante o Alhabor, la que sí la ha cruzado detrás de Suhel, conocida también como Sotis, o Sirius, la estrella más brillante que vemos. Canopus es el piloto del barco de Menelao, y su historia es ya lo bastante conocida como para ser repetida aquí ahora. Pertenece a un Protocolo dudoso, porque casi nadie le concede a Menelao una naturaleza apotropaica, y aunque la relación de Canopus con el mar es inmediata, yo creo que no basta con adscribirlo sin más al Protocolo de Poseidón o de las Sirenas. En todo caso, prepárate, porque si una parte del Laberinto está dedicada a él, será una resolución hidráulica, probablemente con espejos añadidos y con resolución negativa ligada a la muerte por ahogo. Atención, finalmente, a la curiosa relación que guarda con Capela, la estrella maestra de la serie: aunque Capela es propiamente la cabra que sostiene el auriga, admitiendo la metonimia, se trata de dos pilotos: el del Carro y el del Barco, con toda la carga emblemática que conllevan uno y otro, y que sería inacabable intentar recordar. Finalmente, tenemos a Vindemiatrix, la vendimiadora, y así nos internamos de lleno en el Protocolo de Dioniso; la Vendimiadora es en este caso el Vendimiador, el amigo de Dioniso, y eso lo confirma el que Ámpelos sea el nombre de una especie de leopardo sin cola que tiene la característica de que si lo mira una mujer, enferma de repente, y el leopardo es la montura de Dioniso.
– La referencia del poema de la Cabeza Profética está clara, en ese caso -dijo Ígur.
– Después hablaremos del poema -dijo Debrel-; de los dos poemas. Hay que tener presente que ésta es una zona del cielo dedicada a Dioniso, y en general a las deidades clónicas; Vindemiatrix pertenece a la constelación de Virgo, que es en realidad la diosa de las cosechas, ya sea Deméter como, en versiones más corruptas, Perséfone, o incluso, por extensión nutridora. Afrodita, a partir de la cual se convierte en la virgen posterior al clasicismo; la estrella brillante de la constelación es Spica, la espiga, y en dirección opuesta está Arcturus, cuyo papel como emblema geodésico es de sobras conocido; al otro lado está la Corona Boreal, regalo de boda de Dioniso a Ariadna, lo que nos devuelve, por cierto, al Protocolo de Teseo, pero en este caso claramente en oposición. Ahora vamos directamente al problema de la Entrada.
– ¿Y el Uno? Me imagino que las posibilidades interpretativas de la Materia de Bretaña lo deben dejar fuera de esta disquisición -dijo Ígur.
– En el Uno quiero pensar con más calma -dijo Debrel.
– Yo, cuanto más lo pienso -dijo Guipria-, más clara veo una referencia directa a Teke Hydene.
Debrel sonrió.
– Sí, quizá nos tendríamos que espabilar para encontrarlo pronto. De momento tengo que reconocer que se me resiste -se interrumpió de nuevo. Ígur contempló a las dos mujeres, sentadas de medio lado, en busca de los rasgos comunes de la sangre, y terminó fijado en Sadó, que se arreglaba el pelo con una mano, y se metía la otra por el cuello del vestido con un gesto en cuyo resultado la inocencia daba alas a una sensualidad imprevisible; ella lo miraba como si fuera realmente inocente, y antes de concentrarse otra vez en el razonamiento de Debrel, Ígur se juró que esa mujer sería suya-. Pensando en la Entrada, una de las cuestiones que me llamaba la atención era que, así como tanto Arcturus y Aldebarán como los Tres tenían la suficiente entidad física como estrellas para no precisar de la energía iconográfica para constituir una base protocolaria sólida, el caso de Thuban era más problemático; dentro de la constelación del Dragón lo único que parecía justificar la elección era su carácter polar, aunque fuera en pasado o en futuro, y eso mismo lo descolocaba; ¿por qué no se había escogido a Eltanín, o bien Pastaban, que son más importantes y, además, pertenecen a la cabeza del Dragón? Que se tratara de la alfa de la constelación no se puede considerar determinante, ya que tampoco lo ha sido en el caso de Algol y de Vindemiatrix. ¿Se trataba de eludir interferencias con la iconografía de la Cabeza, adjudicada enteramente a Algol? Quería eliminar cualquier duda de orden simbólico, y me centré en el carácter versus-polar de Thuban, que me condujo de nuevo a Vega, y de ahí, por asimilación de Águilas, a Altair. Pero pronto vi que eso no resolvería la Entrada, y abandoné ese camino.
– No acabo de entender -dijo Silamo- la identificación de la estrella Vega como un águila que se precipita. ¿Adonde se precipita, a la cabeza del Cisne?
– No se precipita a ningún sitio, sino desde un sitio -dijo Guipria-. Vega era el águila inmóvil en el Polo Norte del cielo, que sólo movía levemente la cabeza, y su caída no marca ningún final de la Edad de Oro, como tantas veces se ha pretendido, ni la expulsión del paraíso dentro del círculo zodiacal, del que el Águila nunca ha formado parte, ni ha guardado contacto alguno con el Escorpión, constelación de la que está lo bastante distante como para reducir al absurdo cualquier especulación en ese sentido. El Águila ha perdido su inmovilidad polar y se ha lanzado al movimiento, primero lentamente como tortuga, y después, una vez perdida la naturaleza circunpolar, como la Lira de Orfeo (lo que la incluye en vuestro círculo celestial de deidades crónicas, dentro del cual no desmerece Heracles, que está entre la Lira y la Corona Boreal), velocidad orbitadora que continúa en aumento, hasta que llegue al punto de máxima distancia del Polo, a partir del cual El-Nasr-el-Waki, cumplido su objetivo, retomará el vuelo en sentido contrario, cada vez más lentamente, hasta recuperar la inmovilidad polar de donde salió, del nido si se quiere -Guipria se rió-, y entonces se habrá cerrado la reintegración propugnada por los apocaleptas.
– Es decir, el último fin del mundo -dijo Ígur, y todos rieron.
– Y sin embargo -dijo Debrel-, quizá debiéramos estudiar a fondo el papel de las dos Águilas en la serie.
– Eso ya no tiene interés para nosotros -dijo Guipria con una carcajada-. ¡Todos sabemos dónde está el centro del mundo!
– Ah -dijo Silamo-, pensaba que él se refería al poema -recitó:
De un Iokaán al otro,
Parada por parada,
De cuervo decapitado
A Profeta Geómetra.
Más tarde, Sadó y Guipria prepararon una cena ligera. Y entonces, quizá no tan de repente como quiso imaginar, Ígur reparó en la sabiduría de Debrel, más firme cuanto menos combativa quería parecer; en la incisiva vigilancia a Guipria, que en la mejor ironía quería esconder la pasión y la ternura; en el orgullo irreflexivo y petulante (quizá como el suyo propio) de Silamo y Sadó, y sintió por primera vez en su vida que era prisionero de una dependencia afectiva, que podía manifestarse tanto en anhelos de continuidad como molestarlo con vaivenes de reciprocidad. Sus ojos se clavaron en una arruga del vestido de Sadó, hasta que la insistencia sobre la parte del cuerpo que cubría le hizo desistir.
– ¿No terminas el cordero? -dijo Guipria.
Ígur no lo terminaba, y sentía el precario equilibrio que se había propuesto conmover con la Entrada al Laberinto, y cómo el inicio del vuelco arrastraría poco a poco certezas, escogiéndolas de forma imprevisible y turbadora, y, recreado en el placentísimo vértigo que le proporcionaba la ferocidad de la incertidumbre, deseó imperiosamente no descender nunca de la expectativa de la pasión y de su cumplimiento, y se sintió vorazmente ligado por el afecto a Debrel y a todos los de su entorno, entre los que Sadó era la estrella que culminaba la figura.
– ¿Por qué brindamos? -dijo Silamo cuando abría la botella de los postres.
– Por el Laberinto -dijo Ígur, y las copas se enlazaron.
Después de una larga sobremesa, Debrel retomó la cuestión de la Entrada.
– Sobre la naturaleza de Thuban, comprobé en un mapa estelar el conjunto que forman el Uno, los Dos y los Tres, y el significado del Alfa del Dragón respecto a las demás estrellas de la constelación salta a la vista desde el primer momento; es la única estrella significante visible desde nuestra latitud simultáneamente a la demás, en especial a Canopus. Sumando eso al mecanismo fotosensible que Silamo ha detectado, quedan pocas dudas respecto del principio sobre el que se rige la Entrada: se trata de una alineación lumínica selectiva de las seis estrellas de que disponemos; dicho sobre el papel, tenemos una figura de base con seis fotosensores dispuestos de un cierto modo, y la jugada consiste en introducir un disco perforado de tal manera que, en el momento adecuado, la luz de las seis estrellas se proyecte a través de las perforaciones sobre los seis fotosensores de la figura base; el problema, en la práctica, no es tan sencillo, porque se trata de saber cuál es la figura base, y a partir de ahí reconstruir las perforaciones que permitan la operación, y situar el disco en la posición adecuada. El problema es que, lógicamente, el Rotor ha de ascender por la linterna excavada en la roca hasta el exterior para recibir la luz de las estrellas, y la operación sólo es posible si todas las personas presentes en el Atrio se sitúan encima de la plataforma entre la Puerta y el Rotor, porque hay un mecanismo de células fototérmicas que la bloquea si hay alguien fuera, con el fin de no tener espectadores, ni tan siquiera la Guardia, y la ceremonia de Entrada se reserva en exclusiva a la expedición; no tan sólo eso, sino que los entradores tienen que permanecer absolutamente inmóviles hasta que el mecanismo abra la Puerta; si hay error, si las perforaciones están mal situadas, si hay tan sólo una de más o de menos, no sólo no se abre, sino que el propio Rotor está dotado en la parte inferior de un haz de lásers que fulmina de inmediato a los ocupantes de la plataforma.