– ¿Y si todos aciertan? -preguntó Ígur.
– Era difícil que todos acertasen; entonces se repetía el Juego con diez mil créditos de premio a la jugada, pero con una historia mucho más complicada y con la mitad de tiempo para resolverla.
– Demasiado difícil -dijo Madame Taleia-, creo que nunca me metería en algo así.
Iazata rió.
– Los Juegos de ahora son una bagatela comparados con los de la vieja escuela gulkuriana de los Pantanos. Hay que ir a los Palacios de los Duques arruinados de Eyrenodia para encontrar a alguien que aún sea capaz de construir un Metajuego Gnomónico.
– ¿Queréis decir basado en proyecciones astrales? -preguntó Ígur.
– Quiero decir regido por un canon dinámico, generalmente la mediana y la extrema razón. Las reglas del Juego también forman parte de ese canon, la combinación de los resultados anteriores confecciona las reglas de cada jugada, hasta un grado de expresión y complejidad inimaginable. Las leyes generadoras de normas y sus relaciones con las jugadas, a través de correspondencias que asimismo establece y modifica el Juego y lo ponen en relación con características intrínsecas modificadoras que el jugador ha de tener presentes en todo momento, se designan las unas como Jefes de Ahrimán, es decir los Planetas, y las otras como Jefes de Ormuz, por lo tanto los Signos del Zodíaco, y responden a codificaciones de series que siguen espirales logarítmicas de diversos órdenes, generalmente relacionadas homotéticamente entre sí, y sujetas al grado de aleatoriedad establecido en las premisas, aunque, como todas las demás leyes, modificable a lo largo del Juego, y en cualquier momento cuantificables las posibilidades, que aumentan en exponencial, con un polinomio no determinista.
– ¿Cuál era el objetivo? ¿El placer intelectual? -preguntó Ígur.
– Por encima de todo estaba -dijo Iazata- la idea de obligar al jugador a una cultura, a unos conocimientos de la tradición y a un poder adquisitivo que descartase de entrada a cualquiera que no fuera un Príncipe o un alto dignatario, de Agon para arriba. Y, una vez el Juego en marcha, el efecto de las normas era de una complicación tal en la defensa frente a factores imprevistos y, por lo tanto, en la modificación de estrategias, que hacía casi imposible la estabilidad de relaciones de confianza. La esencia del Juego llevada a las últimas consecuencias.
– ¿Te acuerdas del gran jugador de confianza? -le preguntó Ivana a Iazata.
– ¡Claro! -dijo el Coronel-. Tenía un no sé qué furioso de femenino. -Destoria le metía mano por los pantalones.
– Imposible -dijo Fornesdipra-, le gustaban las mujeres más que nada.
– He dicho femenino, no homosexual, que es muy diferente. -Y desnudó a Destoria a tirones, físicamente incómodo por las manipulaciones a que ella le sometía-. Se complacía fingiendo que era una mujer, proyectando en el Juego esa imagen embriagada y desnuda ante los espejos, labios jóvenes y piel enjoyada, luz propia tras ventanas entreabiertas, o en playas de septiembre abrazada a otras mujeres exuberantes y ágiles como ella, multiplicando la sensualidad con un poco de frío y un poco de miedo -y quedaron en primer término los grandes pechos de Destoria, con aros en los pezones-, como en el Juego, precipitándose como la espera del resultado dentro de la cabina con tactos inusuales de pies y brazos, acariciándose hasta desfallecer.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Ígur.
– Se llamaba, el pobre -dijo Iazata, sin mirar a la mujer desnuda que tenía en el regazo.
– Tenía demasiada afición a jugar al negro -dijo ella, riendo de una forma que a Ígur le pareció que más que a la conversación, se debía a lo que se dejaba hacer.
Iazata se entusiasmó analizando el contraste entre los gustos del personaje en cuestión y la ausencia de aromas homosexuales en sus inclinaciones, pero cómo de hecho se podía considerar así a partir de la perspectiva de que era una mujer, y, en tanto que inclinada hacia las mujeres, lesbiana.
– Un metahomosexual -dijo Fornesdipra, acercando a Ígur su frondosa orquestación de olores y de incisiones aéreas.
– Se veía mujer más que nada para gustarse como tal -dijo Iazata-, y no le interesaba saber hasta qué punto desde otra perspectiva.
– Su locura -dijo Ivana- buscaba el máximo furor erótico dirigido a la feminidad que pudiese conseguir.
– Las ternuras más erizadas -corroboró Iazata con fruición porque Destoria avanzaba en el recorrido del cuerpo-, las cavidades más cálidas y convulsas de deseo y de belleza.
– El roce y el desmayo más inalcanzable -lo animó ella con la respiración arrastrada-, sin cuidado de extinción, el tránsito continuo entre el rosa y el rojo.
– ¡La transformación circunstancial, dirigida -dijo Fornesdipra- y, dentro de su absoluto descontrol, como el Juego, una vez fuera de los límites, controlada!
– Pensarás que la fiera estaba enjaulada -dijo Ivana, gustando de la aproximación de Silamo-, pero la jaula era tan grande y estaba tan bien surtida como para no añorar la selva.
Ciertamente, pensó Ígur, y aún lo era demasiado para ser su fosa, y ya cansado de tanto roce a medias, le clavó la mano en el culo a Fornesdipra, con el dedo central en barrena. Las divisiones del grupo por afinidades le sugerían asociaciones destructivas y, cuando la cortesana se dio la vuelta fingiendo más sorpresa que entusiasmo, la convirtió sin la menor pasión particular en el libro en el que se leía la historia de aquel lugar, su maravilloso pasado de galerías porticadas, columnatas de oro rosado reflejadas en estanques de contornos de mármol modulados en pálidos lilas carnosos, con vetas como finísimas arterias expresando la terrible palabra olvidada, especies vegetales exóticas y amistosas, pájaros como peces, peces como mariposas, mariposas como pétalos, pétalos como miradas, y en las miradas la señal precisa de aquel instante. Pero la actividad sexual multiplica todo lo que toca: en la juventud, el atractivo y la belleza, pero cuando no la hay, el resquebrajamiento y las más sórdidas repulsiones. Bracaberbría misma, formada por límites, tenía la fascinación inestable de la decadencia que, aún no en plena decrepitud en el sentido en que la diferencia entre lo bella que era en conjunto y a distancia y cuánto entristecía de cerca y lugar por lugar no era todavía demasiado trágica, sabe olvidar el cénit de la vitalidad y el resplandor en lo sazonado y la autocontemplación melancólica en la que se complacen los más perturbadores parajes de mundo, las perspectivas más de ensueño y los escenarios más descorazonadores.
Silamo se ocupaba de Ivana, Iazata había ensartado a Destoria sin moverse de la silla, Ígur arrastró a Fornesdipra por los rincones más oscuros de la estancia, a los cobijos que dejaban libres los montones de cuerpos que no quería reconocer, con jadeos sin voz en los que resonaba la feroz analidad de azufre de la antigua disciplina espintriana, hasta que, en un receso, ella se abandonó, como tantas mujeres entusiasmadas, al parecer de Ígur, con toda su pretendida independencia, a la obsesión de repasar experiencias, de mezclar en ellas al amante que tenía entre las piernas, magnificadas hasta lo absoluto vivencias que a Ígur le parecían tópicas y vulgares y, viendo que él la dejaba hablar, se autocomplació hablándole de otros hombres de su vida y de momentos inolvidables, que Ígur encontró estúpidos algunos y más que superables los demás, hasta que vio a Destoria desocupada, una vez el desarbolado Iazata recalaba en el abrevadero terminal de la mesa del medio, y la llamó para que lo salvara de tanta intimidad moral indeseable. Pero Fornesdipra no estaba dispuesta a perderlo, por lo que Ígur se las tuvo que ver con la voracidad capiculada del doble de agujeros que antes, hasta que los horrores de la revelación del alba dejaron al descubierto las victorias no deseadas, y aun Ivana, que no había tenido bastante con Silamo, reclamó las últimas ganas del Caballero conmovido por el desorden de los sentidos.
Al día siguiente Ígur y Silamo se extenuaron una vez más en cuerpo y alma por la inacabable reiteración geométrica de Bracaberbría, y dos días más tarde concluyeron que aquel lugar no les aportaría más que desgaste y disolución, así es que Ígur cumplió su misión burocrática, que resultó completamente irrelevante, y los días que les quedaban los pasaron en un lento retorno por la ribera del Mar del Sol Poniente, por el Delta del Sarca hasta el puerto de Eyrenodia, desde donde retrocedieron hasta las marismas, y de allí en helicóptero hasta Póntira, y en transportes tradicionales y justo antes de la entrada del equinoccio, hasta la lanza del Sarca, que remontaron hasta las puertas de Gorhgró, donde llegaron en la más brillante ebullición de la noche, una noche roja bajo el indescriptible cielo blanquecino de cuando no ha soplado la furia norte del Gran Arturo.
Ígur y Silamo se despidieron después de tantos días sin perderse de vista, y cuando el Caballero llegó a su residencia, encontró el pórtico ocupado por media docena de indigentes, como si la memoria inmediata, resistente a abandonarlo, montase guardia en la más directa y eficaz de las proximidades.